domingo, 31 de diciembre de 2017

Fin de fiesta

   - (Dudando un poco) Si querés que venga otra vez, a quedarme aquí contigo, en la noche quiero decir...
   - Claro que me gustaría que pasáramos juntas otra noche.
   - Bueno, no hay problema. A mí no me importa, Chunga. Más bien...
   - Espera, déjame terminar. Me gustaría, pero no quiero. Ni que vengas a pasar otra noche conmigo, ni que vuelvas para acá.
   - ¿Pero por qué, Chunga? ¿Qué he hecho?
   - (La mira un momento, muda, y, luego, le coge la cara, como otras veces) Porque eres muy bonita. Porque me gustas y has conseguido que me compadezca de tí, de tu suerte. Eso, para mí, es tan peligroso como enamorarme, Meche. Ya te lo he dicho. No puedo distraerme. Perdería la guerra. Así que no quiero verte nunca más aquí.

   VARGAS LLOSA, Mario. La Chunga/El loco de los balcones/Ojos bonitos, cuadros feos. 1° ed. Buenos Aires: Alfaguara, 2009. pp. 99-100. ISBN: 978-987-04-1184-0.
   Plantero bajo un ceibo en flor (34° 20' 42,09" S; 58° 48' 41,59" O), Colectora Oeste Ramal Escobar, Belén de Escobar, Buenos Aires, Argentina. Octubre 28, 2017. 08:04 hs.

viernes, 6 de enero de 2017

Snipers

   Mediodía de Día de Reyes, viernes de verano post-tormenta. Laprida casi Centenario. Dos niños, uno a cada lado de la avenida, jugando a los francotiradores con sus respectivos rifles de juguete, en apariencia, nuevos. Uno en la plaza, tras un viejo eucaliptus; el otro usando un kiosco de diarios como escondite. Éste último dispara ("PUM") y se cubre. Recostado contra el puesto de revistas, recarga. Con su arma ya lista, asoma la cabeza y observa hacia la arboleda. Los autos y los peatones entorpecen su visión por momentos, pero él no les presta atención. Ni siquiera pestañea. Busca a su oponente con cautela, pero no hay rastro de él. Está escondido detrás de uno de los árboles al otro lado del asfalto, pero no sabe de cuál. Mientras, a su lado, un gato blanco y gris se relame, sentado, ajeno al enfrentamiento. El francotirador lo mira de reojo, cambia su arma a su mano izquierda y, con la derecha ya libre, acaricia al felino que se entrega mansamente al afecto del humano. "PUM". Una figura, asomándose tras un árbol frente a ellos, les dispara aprovechando la distracción. No hay reglas en la guerra. El francotirador deja a su mascota ocasional y, desesperado, busca cobertura tras el kiosco de diarios. Su enemigo observa, desde su posición, con su arma apuntando, esperando un nuevo descuido del que se encuentra ahora arrinconado para dar el tiro de gracia. Se levanta y empieza a avanzar con cautela hacia el escondite, siempre con el dedo sobre el gatillo y la mira en el objetivo. El gato, luego de ser abandonado a su suerte, se relame un momento más y se deja caer sobre el césped. Está herido, quizás ya muerto. En todas las guerras hay mártires, muertos inocentes, ajenos al enfrentamiento. Los llaman "daño colateral". Los autos y los peatones siguen pasando a través de la tierra de nadie. Un francotirador gana terreno mientras el otro, con la respiración agitada, junta fuerzas y valor para jugarse el todo por el todo, matar o morir. Quizás haya un vencedor, quizás ambos se maten mutuamente. De cualquier manera, esta batalla pronto terminará. Luego tomarán posiciones para comenzar una nueva.

lunes, 26 de diciembre de 2016

   Desperté de inmediato cuando sentí que se sentó en mi cama. Normalmente hubiera visto en mi celular qué hora era, pero en ese momento pensé que el tiempo era lo de menos.
   – Te preguntaría cómo entraste, pero en realidad no me interesa saberlo.
   – Tampoco me creerías, supongo.
   – Como si lo increíble no fuera lo que nos tiene donde estamos ahora. ¿A qué debo el honor de tu visita?
   – Sólo pasaba a decir "hola" y ver como te va.
   – Me ha ido mejor y me ha ido peor, y algunas cosas nunca cambian...
   – ... "y probablemente nunca cambien", si, siempre decís eso. Veo que seguís siendo un pesimista.
   – Y probablemente nunca cambie.
   – Yo no estaría tan seguro. Te noté bastante optimista últimamente.
   – ¿Con respecto a cuándo?
   – ¿Mediados de año?
   – Y a principios de año estaba mucho más optimista que ahora. Todo es relativo. Además, ¿dónde estabas en ese entonces?
   – Vos tenías tus asuntos y yo tenía los míos.
   – Me gustaría saber cuáles eran los tuyos.
   – Eso es algo que de verdad no creerías.
   – A ésta altura del campeonato, estoy dispuesto a creer hasta en el horóscopo.
   – Jajajajaja... Mirá, te contaría, pero es difícil de explicar. Aparte, ya te va a tocar, así que no te preocupes. Y tampoco quiero adelantarte nada.
   – Gracias por conservarme la sorpresa.
   – No es por eso, es porque te conozco y sé que para vos hay una sola forma de averiguar las cosas.
   Hasta ese momento no había abierto mis ojos. Lo busqué con la mirada un momento pero sólo ví oscuridad. Sin embargo, sabía que estaba ahí.
   – ¿Acaso eso es una invitación?
   – Sabés que no depende de mí. De hecho, prefiero que cada quien siga en donde está un tiempo más. Sé que, en un mundo ideal, no pensás venir a verme en un largo tiempo.
   – Los mundos ideales no existen.
   – Pero aún así seguís acá. ¿Cómo era eso que dijiste alguna vez? ¿"No sé qué estará pasando en otros mundos, pero dudo que puedan ser mejores que éste"?
   – Eran dimensiones, no mundos... ¿también estabas ahí?
   – Suelo estar más cerca de lo que pensás.
   – Eso era algo que no necesitaba saber, pero supongo que gracias.
   – De nada... Che, tendrías que ordenar un poco este desorden. Casi me maté tropezando con todo lo que está en el camino.
   – Que irónico –reí–, matarte justo vos. Con respecto a ordenar esto, no es que tenga mucho tiempo que digamos, y tampoco sé por dónde empezar.
   – Si no parece haber un principio, podés empezar por donde quieras. Y hablando de tener las cosas en orden, ¿dijiste todo lo que tenías que decir? Digo, ante cualquier eventualidad...
   – Está todo dicho... bueno, tengo que ponerle los puntos a algún que otro individuo, pero puedo vivir con eso. Por lo demás, todo en orden.
   – Ajá, ¿y lo que tenías que hacer? Ya no decir, sino hacer.
   – Lo que depende pura y exclusivamente de mí, si.
   – Y eso significa...
   – Que cuantas más personas se ven implicadas en un hecho, menos son las probabilidades de que salga bien.
   – Vos y tus leyes de Murphy. Después te quejás del horóscopo.
   – Y bueno, hermano, cada loco con su tema.
   Se levantó. Al ser consciente de mis palabras, me senté en la cama.
   – Nunca antes me habías dicho "hermano".
   – Me acabo de dar cuenta. Y bueno, se me escapó, ¿qué se le va a hacer?
   – Y sí... bueno, te dejo. Estamos en contacto.
   – Eso significa que vas a estar más cerca de lo que pienso cuando menos lo imagino, ¿no?
   – Parece como si me conocieras de toda la vida.
   – Algo así –sonreí. Al momento, lo escuché tropezar con algo.
   – Pero la re puta madre, ¿qué mierda es esto, boludo?
   – Debe ser la silleta donde tengo los retazos de ropa.
   – ¿Y por qué tenés una silleta con retazos en medio del camino?
   – Se supone que vivo solo, ¿no? Yo no me tropiezo porque sé que está ahí. Además esos retazos los ocupo para arreglar o reforzar otras cosas a las que le faltan unas puntadas.
   Se rió por lo bajo.
   – Siempre hay un roto para un descosido.
   Cuando alcancé a prender la linterna, ya no estaba. Me levanté, moví la silleta fuera del camino y volví a acostarme.

viernes, 16 de diciembre de 2016

ROLDÁN, Gustavo. Maldición de Dragón.

   Que tengas comida hasta estar harto todos los días de tu vida. Y que vivas muchos años. Que nunca te falten ni el agua ni la luz. Que los senderos sean suaves cuando los camines. Que las espinas se aparten de tu lado. Que tus enemigos te dejen pasar sin atacarte. Que ningún dolor te hiera en el costado. Que nadie te lastime a traición. Que nadie te ofenda ni siquiera con un gesto. Que tengas todo lo que se pueda desear, por largos, larguisimos años.
   Pero que te falte el amor.

jueves, 1 de diciembre de 2016

El penitente (y la indómita)

Me habían dicho que no se comportaba.
Atrapada en la espontaneidad era una amenaza.
Supongo que alguien debía hacer algo.
Pero, ¿queda algo por civilizar?
No me aburro de pensar en ello, porque soy la unión de tres elementos; tierra, cielo y agua; y digo cielo y no aire, porque éste ya es de ella.
En cambio yo pertenezco a las alturas.
Es algo que me libera con ilusión, pero yo sé que ella me lo cela.
Lo único que no tiene.

Nos fuimos conociendo de a poco.
Incluso ahora me extraño cuando calla.
Me hace perder la noción del tiempo cuando está triste.
Siento como vibra debajo de mi,
E imploro al Sol que por favor me desmorone en ella.

Siempre pude verlos, pero me fue difícil darme cuenta.
En cambio, ahora sé que es él el que esta en ella.
La seduce y ella acaba escurriendose rendida, estirando sus quebradizos brazos para alcanzarme,
Y yo sin poder hacer nada.
Espero el atardecer donde la veo toda,
Entrecierro los ojos de vergüenza,
La descubro en un instante y ella baila,
Para ser siempre nueva,
Siempre lejana e indómita.

No entiendo qué es lo que habré hecho.
¿Por qué me condenaron a observarlos?
¿Acaso no sabían que terminaría anhelandolos,  como su guardián devoto y fiel?
Y, en cambio, ella va dejando besos y abrazos en otros dominios que no son los míos,
Y tengo que soportar verla cambiar frente a mí,
Enamorada del cielo, que otrora creyó era una extensión de ella.
Pero ya paso mucho desde aquello.

Cuando empecé a formar parte de su panorama, la sacó de quicio no poder tocarme.
Me decía que iba a tomarme y que por siempre sería suyo.
Y durante las noches, no sabía porqué, me decía,
Quería bailar, me decía.
Pero yo no era el que bailaría con ella.
Mientras escurrida por esa fuerza invisible que me azota a diario,
En su danza, me embestían,
Y yo entrecerraba los ojos y echaba vistazos, sonrojado y aturdido,
Cómplice de los dos amantes,
Rebeldes,
Atrapados en la espontaneidad e indómitos.
Trato de ser devoto a su amor.

Me habían dicho que abarcaban casi todo el mundo
Y no pude evitar sonrojarme.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Sheep en la Gran Ciudad (Final)

(continuación del relato anterior)


IV. Las callecitas de Buenos Aires tienen ese... qué se yo, ¿viste?


   Resolví caminar hacia el sur hasta toparme de nuevo con la avenida Rivadavia, sin saber siquiera hacia dónde quedaba. Comencé a zigzaguear las calles, girando a la derecha en una esquina y a la izquierda en la siguiente, buscando la parada de algún colectivo cuyo número de línea me resultara familiar. El barullo de la ciudad en movimiento se iba disipando a medida que me internaba en el barrio de casas bajas. Así llegué hasta la calle Humboldt, cuyos adoquines me recordaron la letra de un tango, y decidí seguir derecho, como de costumbre, a contramano. Pocas cuadras después divisé las vías de un tren y, más allá, el cartel añejo de una estación que anunciaba "a Retiro". Lo ignoré y seguí mi camino. Más adelante ví una cancha de fútbol de medidas profesionales custodiada por tribunas de color azul y amarillo. Recordé haber visto aquel paisaje en televisión alguna vez y un escudo pintado en el paredón confirmó mi suposición: sin saber cómo, llegué a la cancha de Atlanta.
   El miércoles anterior había jugado Chacarita, de local ante Villa Dálmine, por el ascenso a la B Nacional. El estadio del Tricolor queda a menos de diez cuadras de la casa donde estaba parando y no perdí la oportunidad de ir a ver el partido, acompañado de un amigo de mis tíos que vive a media cuadra de la cancha y para quien Chacarita es tan importante como el aire a sus pulmones y el pan de cada día. A pesar de que mi viejo me hizo de Boca, el Funebrero siempre me había generado cierta simpatía, al punto que lo adopté como mi segundo equipo. El encuentro de aquel día era por la última fecha de la Primera B Metropolitana y Chaca necesitaba ganar para asegurarse el campeonato y el ascenso directo. No fue sino hasta el minuto 85 que el equipo de San Martín rompió el 0 a 0 con un tiro de esquina que aterrizó en la cabeza del Piojo Manso, quien desvió la pelota hacia el segundo palo del arco que da a la cabecera en la que me encontraba, como las otras 25.000 personas en las tribunas, expectantes y con los huevos en la garganta. A la euforia del gol le siguieron eternos minutos aguantando la ventaja ante un rival que bombardeaba el área en busca del empate. Tras el pitazo final, la algarabía se desató y se escucharon fuegos artificiales por los alrededores mientras el equipo daba la vuelta olímpica y la gente iba de a poco a la plaza central a seguir los festejos. En un momento de tranquilidad, el hombre que me acompañó al espectáculo me advirtió de los lugares donde no iba a ser bienvenido con la camiseta de Chacarita. Uno de ellos, las inmediaciones de la cancha de Atlanta.
   A pesar de que no llevaba esos colores conmigo, siguiendo las tradiciones del folclore de nuestro fútbol, me delaté la mañana de mi travesía al profanar el santuario bohemio de una de las maneras más bajas y humillantes: orinando aquel escudo pintado en la pared del estadio.
   En un momento, al ser consciente de la situación, empecé a sentir miedo. Conocida por todos es la pasión con la que se vive el fútbol en nuestro país, sobrentodo en las categorías del ascenso en la zona bonaerense. No es inusual que un partido termine con pedradas, corridas y detenidos, a tal punto que ya hace años que los encuentros se juegan sin público visitante. En ese contexto, mear un escudo en un estadio amerita el empalamiento en la plaza central. Y en eso estaba yo, indefenso, de espaldas a la calle; cualquier transeúnte que pasara por allí podía detenerse a ajusticiarme, o algún vecino que saliera temprano a limpiar la vereda, y yo no hubiera podido hacer absolutamente nada. Pensé en todo esto y empecé a apurar el trámite. Parecía algo de nunca acabar y, cuando al fin concluí el trabajo, seguí mi camino apurando el paso, intentando desentenderme de mi crimen, sin volver la vista atrás.
   De a poco mi lucidez iba aumentando, cosa que noté al llegar a la avenida Warnes y recordar que, al arribar hacía una semana a la ciudad, me topé en los pasillos de la terminal de ómnibus de Retiro con cargadores universales de batería de uso público. "Mi aventura sería mucho más simple con el celular cargado" pensé, además mis tíos empezarían a llamar, intentando ubicarne, y al no recibir respuesta se preocuparían. Armé un mapa mental. Conocía dos maneras de llegar a San Martín: en colectivo, desde Plaza de Mayo, y en tren, desde Retiro. Eso era: llegar a Retiro, cargar la batería y tomar el tren. Pero, ¿cómo llegar, si no tenía idea de mi paradero? Claro, la estación que había visto minutos antes, cuyo cartel añejo anunciaba "a Retiro".
   Al terminar de concebir esta idea ya había recorrido (sin darme cuenta) bastantes cuadras por Warnes, hasta la esquina de Jorge Newbery, a escasos metros de la vía férrea. Giré hacia la derecha, cruzando el paso a nivel, y empecé a caminar por Newbery hacia la estación, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba ésta, siguiendo una corazonada típica del desorientado que prentende demostrar (al mundo y a sí mismo) seguridad. A mi izquierda, al otro lado de la calle, llamó mi atención una muralla alta, llena de graffitis de estilos distintos e inusualmente extensa; del otro lado, casi 100 hectáreas de tumbas, panteones y mausoleos conformaban el cementerio de la Chacarita, donde descansaban los restos de Roberto Arlt, Discépolo, Gardel, Bonavena, Goyeneche, Ernesto Montiel, Pappo, Alfonsinany tantos otros, junto a muchos más seres anónimos que pasaron sin tanta pena ni gloria por este mundo (o quizás con algo más de la primera). Doblé por una calle adoquinada, frente a la pintura de una rana con alas de libélula, y al final me reencontré con las vias, separado de ellas por un alambrado, y junto a éste corría un camino de tierra que interpreté como un atajo y, un poco más allá, del otro lado, la estación. Seguí el cerco de alambre buscando donde este terminara para poder cruzar. Llegué a un potrero improvisado en lo que, al parecer, sería un estacionamiento, con montículos de piedras haciendo las veces de arcos de fútbol, pero antes de llegar al mediocampo un hombre, armado con una cachiporra, me salió al cruce desde el otro lado de la línea de meta.
   – ¿Adónde vas? 
   – Acá, a la estación. – contesté, todavía sorprendido por su aparición.
   – Bueno, pero no podés pasar por acá. Esto es propiedad privada.
   – Ah... – dije desconcertado –, pero quiero atravesar la vía nomás, ¿puedo llegar hasta la calle y cruzar? Eso nomás es. – argumente, mientras veía detrás de él el final del alambrado y el paso a nivel.
   — No, amigo, no te puedo dejar pasar. Vas a tener que pegar toda la vuelta. – sentenció haciendo un ademán. Podía quedarme a discutir o rogar, pero habría sido una pérdida de tiempo viéndome cansado y en desventaja. Además, pensé, el pobre tipo estaba cumpliendo su trabajo; en esta historia, mi historia, soy el héroe que busca llegar a un lugar sano y salvo y se atraviesa con él, el troll bajo el puente que le impide el paso y le obliga a retroceder casilleros. Pero desde su punto de vista, él es un guardián con órdenes de ahuyentar intrusos, desconocidos, en cuyas palabras e intenciones no puede confiar. Pedí disculpas por las molestias, dí media vuelta y volví por el camino. Empecé a buscar un hueco en el tejido y lo encontré no muy lejos. Ya no tenía tiempo (ni ganas) de dudar, así que pasé al otro lado, crucé los rieles y finalmente trepé al andén.
   A las 05:50 hs. saqué boleto para el tren que llegaría 10 minutos después,  por lo que me senté a esperar en un banco de madera. A aparecer la formación, entré en ella y ocupé el primer asiento que ví. El silencio del vagón que llevaba sólo a un hombre leyendo el diario y a mí se interrumpía por el traqueteo constante del tren en movimiento. Un suave balancer invitaba a estirar las piernas y descansar y acepté la invitación, intentando mantener los ojos abiertos, con la mirada perdida entre las casas y paredes grafiteadas que quedaban atrás, tránsito, carteles de publicidad y el hombre que cada tanto daba vuelta la página del diario. Arribamos a la estación Retiro y tuve que dar un largo rodeo hasta llegar a la terminal de ómnibus, pasando frente a la entrada de la villa 31. A lo largo de la vereda se veían ya vendedores ambulantes de pan casero, café, jugo y chucherías, junto a puestos de revistas y quinieleros. Hice memoria para no perderme y pude encontrar el puesto de carga de celulares empotrado al muro, miré el tutorial sobre el funcionamiento de la máquina y pagué (si mal no recuerdo) $20 por una hora de recarga. Enchufé el cable correspondiente a mi celular y me senté bajo el aparato, recostándome a la pared, a dejar pasar el tiempo.
   Durante esa interminable hora intenté distraerme observando y contando a la gente que pasaba, yendo y viniendo, con bolsos de mano y enormes valijas con ruedas, desde las plataformas hacia la avenida y de la avenida a las plataformas, terminando e iniciando sus viajes, cada quien con sus rutas recorridas y por recorrer, cada quien con sus motivos, historias, encuentros y desencuentros. Perdí la cuenta y me perdí en mis pensamientos. Frente a mí, cruzando el transitado pasillo, una revistería colmada de guías turísticas bilingües, libros, álbumes de figuritas y todo lo que uno podría encontrarse en uno de esos lugares donde un hombre que empieza a peinar canas se refugia tras un muro de chimentos, noticias y opiniones. Perdí la noción del tiempo y me levanté a ver cuánto faltaba para que aquella hora, maldita y bendita a la vez, acabara. 3 minutos. Consideré que no valía la pena volver a sentarme y esperé de pie junto a la máquina. Cuando por fin terminó, desenchufé el celular y lo encendí. 15% de batería. La puta madre, ni siquiera un 1% por peso... pero bueno, peor es nada. Active el modo avión para que esa efímera recarga durara lo más posible y fui hacia la salida, donde se me acercó un hombre con un Samsung S3 en mano, ofreciendomelo a cambio de $500. A pesar de la dudosa procedencia del equipo, probablemente se lo hubiera comprado de haber contado con el dinero, con tal de haber podido usarlo para volver a casa. Rechacé la propuesta y me encaminé hacia la estación de trenes.
   Llamó mi atención que no hubiera gente entrando y saliendo del edificio, y al llegar noté que esto era porque las puertas estaban cerradas. Un policía le estaba explicando a una señora que había paro de trenes y subtes desde las 8 de la mañana (era poco más de 08:30 según el reloj del uniformado, y tomé éste de referencia para actualizar el de mi celular, que se había reiniciado al quedar sin batería). Plan A, tomar el tren desde Retiro hasta San Martín: descartado. Pasé al plan B (irónicamente, el plan A original): llegar a Plaza de Mayo y tomar el 111. Me acerqué a preguntarle al oficial dónde y qué colectivo debía esperar para llegar a la plaza.
   – Acá, en frente, tomate el 33. – dijo, señalando con el dedo hacia un largo parterre convertido en refugio para esperar todas las líneas que por ahí pasaban. Dí las gracias, crucé la avenida y a los pocos minutos estaba subiendo al autobús junto a una decena de personas.
   A pesar de haber asientos libres, decidí permanecer de pie; sabía que el viaje no duraría mucho, por lo que me ubiqué cerca de la puerta trasera. Lo que no sabía era si el colectivo pasaba justo frente a Plaza de Mayo o debía caminar algunas cuadras, duda que despejé al ver que íbamos por av. Paseo Colón, detrás de Casa Rosada. Toqué el timbre y terminé bajando en la vereda de la ANSES. De momento, estaba menos perdido que antes.
   Fui hacia la esquina y entré un par de cuadras por Alsina hasta la calle Defensa, desde donde pude divisar la plaza. A ambos lados del empedrado, como todos los domingos, la feria de San Telmo iba tomando forma. Todavía era temprano (la feria suele empezar oficialmente a las 10), por lo que apenas me crucé con un par de personas que se dirigían a algún café para asegurarse un lugar en alguna mesa antes que la muchedumbre invadiera las calles del barrio. La mayoría de los puestos estaban vacíos, otros se iban armando de a poco; los únicos ya instalados eran un vendedor de café, chocolate caliente y jugos y un fileteador que trabajaba en una placa, rodeado por tantas otras que se dejaban ver orgullosas, coloridas, con su arte típicamente porteño. Caminé unos metros sin quitarle la vista de encima al artesano, aunque no me animé a acercarme a observar con más detalle. Desde una vieja vitrola se escuchaba el lamento de un bandoneón y, cono un turista más, sentí por primera vez todo el encanto de Buenos Aires. El despegar de unas palomas a mi alrededor de despertó de mis cavilaciones. Me encontraba caminando frente a la Pirámide de Mayo y, poco después, ante la Catedral Metropolitana. Desde la intersección de Rivadavia y Sáenz Peña podía contemplarse, alzándose en el horizonte, el Obelisco. Me encamine hacia él, mas sólo unos metros, hasta una parada de colectivos. Me senté a esperar lo que, creía, sería el último tramo del viaje. Comprendí que tendría que caminar un trecho más cuando, viendo acercarse el colectivo, levanté el brazo y el rodado pasó de largo. Por supuesto, el 111 no era la única línea que pasaba por allí, y cada una tenía su propia parada. Por lo visto yo había estado un buen rato en el refugio equivocado, tal como la última vez que había estado en Buenos Aires y debía volver solo desde Plaza de Mayo hasta San Martín. Y, tal como aquella vez, decidí ir hasta la parada de Esmeralda casi Corrientes, ahí donde era seguro que parase el 111.
   La vez anterior me había sentido insignificante en aquella vereda angosta de una calle también estrecha, rodeado de edificaciones altas, tan imponentes que no dejaban ver el cielo, y volví a sentirme así esta vez. La única diferencia era que la vez primera estaba anocheciendo y hacía frío mientras que ahora, en plena mañana, el calor me sofocaba. Intentaba distraerme leyendo carteles, afiches y panfletos, y llamó mi atención un gran número de blocs de notas tipo "post-it", pegados a un poste, con fotos sugerentes y números de teléfonos de escorts ofreciendo sus servicios. Tomé uno de color rosado y lo observé con cierta intriga, extrañado de la posibilidad de acceder a esos favores con tanta facilidad (cosa que, me parece, no ocurre en Corrientes). El papel mostraba la imagen de una mujer en ropa interior vista de espaldas y un número de teléfono, seguido de la frase "Las 24 hs". Me pregunté cuál sería la tarifa y cuántos de esas chicas y muchachos (también habían volantes de servicios masculinos, aunque en cantidad considerablemente menor) estarían trabajando en aquel preciso momento. Mientras pensaba en eso llegó por fin el colectivo. Esta vez sí se detuvo, por lo que subí, pagué el boleto (sabía que tenía la SUBE ya en negativo, pero no me había percatado de en cuánto ni sabía cuál era el límite, por lo que el aviso de "pago realizado" me alivió) y fui a sentarme. Agotado, apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla. "No me tengo que dormir" recitaba en voz baja, parpadeando lentamente, "no me tengo que dormir"... cabeceaba cada vez con más frecuencia. "No me tengo que dormir... No me tengo que dormir... No me... tengo... que...".
   "Puta madre, me dormí... ¿dónde mierda estoy?", pensé al despertar. No reconocía ninguna de las casas que veía pasar y alcancé a ver en una esquina un cartel que indicaba mi marcha por la avenida Amancio Alcorta. Sabía que estaba (de nuevo) perdido, pero esta vez me desespere. Me había dormido hasta pasarme de mi destino (de eso estaba seguro) y, lo que era peor, no tenía idea de hacia dónde iba ni de los puntos cardinales. Después de mirar a un lado y a otro sin saber qué hacer, recuperé la lucidez y saqué mi celular del bolsillo. Eran casi las 11 de la mañana y me quedaba 9% de batería. Mi única esperanza eea confiar en una buena velocidad 3G y que el aparato no se apagara. Desactivé el modo avión, encendí el GPS y entré a Google Maps. 8%. Rastreando mi posición. 7%. Encontrado. Un punto celeste se movía a la par del colectivo indicando que el GPS funcionaba perfectamente. Alejé el zoom hasta ver la estrellita que marcaba en el mapa la ubicación de la casa de mis tíos. Me había pasado unas 40 cuadras, y contando. 6%. Empezaron a llegar mensajes y notificaciones de llamadas perdidas. Salí de la aplicación y volví a activar el modo avión. Ya sabía dónde estaba, me quedaba averiguan cómo volver. Analicé la idea de bajar de inmediato y caminar, pero llevaría mucho tiempo, además del riesgo de perderme más aún. No se me ocurría otra cosa. Mientras intentaba no pensar en que el colectivo seguía avanzando, adentrándome cada vez más en zonas desconocidas, alcancé a ver que, de frente, venía otra unidad. Era de la línea 140, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, leí el cartel que indicaba "Gral. Paz y Constituyentes". Me levanté rápido a tocar el timbre, crucé de vereda y me uní al grupo de gente que esperaba en una esquina. Ya en el 140 me senté prestando atención a la señalética en cada esquina; la ansiedad no me hubiera dejado dormir aunque lo hubiera intentado. Tenía que bajarme en Av. de los Constituyentes y Sáenz Peña, y afortunadamente el colectivo paró en esa misma esquina, por lo que me levanté de un salto y me apresuré en llegar a la vereda. A partir de allí la ruta era fácil y conocida: caminar por Sáenz Peña hasta Saavedra y entrar un oar de cuadras hasta destino. Apuré el paso bajo el sol radiante, que se reflejaba en las vidrieras y me cocinaba a fuego lento desde todos los ángulos, hasta que finalmente llegué al edificio donde, en un segundo piso, estaba el departamento de mis tíos. El timbre no andaba y la puerta del balcón estaba cerrada, así que busqué mi celular para mandarles un mensaje avisándoles que estaba abajo. Eran las 11:25 de la mañana del domingo 23 de noviembre y tenía 2% de batería.
   En la seguridad del hogar pude conectar el celular al cargador. Mientras les explicaba que se me pasó la hora y no pude avisarles (al terminar el recital y recibir la propuesta de seguir de gira, les había llamado diciendo, para menos lío, que quedaba a dormir en lo de un amigo en Liniers), iba vaciando mis bolsillos y mostrándoles las remeras que había adquirido en mi travesía. Mientras todo lo que había llevado puesto iba al lavarropas fui a darme una ducha larga y relajante que disfruté como nunca. Al salir me esperaba un plato de milanesas con puré y una charka sobre los sucesos del concierto. Terminado esto me tiré al sofá a descansar un par de horas, ya que a las 19 debía estar abordando el micro para volver al pago.
   Desperté poco después de las 15 hs. La ropa que había puesto a lavar ya estaba como nueva, así que la guardé en el bolso que ya había armado la mañana del día anterior. Mis tíos me llevarían en el Peugeot 206 a Retiro, pero antes de bajar, mientras preparábamos el mate, me preguntaron si no preferiría quedarme. En ese entonces había salido hace casi un año de la escuela de gastronomía y, recorriendo la zona durante la semana, había visto varios locales gastronómicos pidiendo personal. Si no tenía suerte en eso, dijeron, podían hablar con conocidos suyos y acomodarme en cualquier otro trabajo, que con mi facilidad para aprender no tendría problema en adaptarme. La idea era de lo más tentadora: conseguir trabajo en Bs. As., poder elegir entre una enorme variedad de recitales a los cuales ir cuando quisiera y pudiera (incluso de bandas internacionales), un montón de lugares de interés histórico y cultural por visitar, la posibilidad de ir a la cancha los domingos a ver un partido de Primera y, eventualmente, vivir solo y manejarme como un experto en la Ciudad de la Furia, sin perderme nuevamente; y todo esto con apenas 21 años. En definitiva, era la mejor oportunidad que se me había presentado jamás. Era todo eso y más por ganar, pero ¿que perdería a cambio? Nada me ataba a Corrientes. Ni novia, ni trabajo estable, amigos en la cantidad justa, una carrera universitaria recién iniciada y ya en vías de recursar. Nada… excepto Bodoque, mi hermanito. En ese entonces tenía solamente 7 meses de vida, y la idea de no poder verlo crecer, de no escucharlo intentando decir mi nombre mientras aprendía a hablar, de no poder jugar con el cada día, me destrozó por dentro. Con todo lo que significaba para mi el hecho de, al fin, tener un hermano, supuse que no estaba preparado para separarme de él tan pronto. Rechacé la propuesta de mis tíos y fuimos al auto.
   Todo el camino a la terminal intentaron disuadirme de mi parecer, y todo el camino medité al respecto. A las 18:55 hs., frente al ómnibus que partiría hacia Corrientes 5 minutos más tarde, decliné por última vez la oferta. Luego de las fotos de rigor y los abrazos de despedida, subí al micro, cometiendo así el mayor error de mi vida. O el mayor acierto. No sé, eso aún está por escribirse.

domingo, 31 de julio de 2016

Sheep en la Gran Ciudad

I. Otra vez, otro recital...


      Apenas eran las 3 de la tarde, pero ya estaba alistándome para ir al recital. La entrada decía 17 hs., en Facebook se hablaba de entre 19:30 y 20. "Hora, hora y media de viaje, tomar un par de birras afuera, hacer la cola... si, voy saliendo" pensaba mientras me ponía una remera negra mangas cortas sobre otra mangas largas y a tono. A pesar de ser noviembre, habían pronosticado una noche fresca. Pantalón, zapatillas, mi trapo de Saiyaman; celular con batería completa, al igual que la videocámara que me había prestado Bruno un par de semanas atrás, la billetera con algo de efectivo, documentos y la SUBE. Repasé con mis tíos nuevamente la ruta que había trazado hacía meses, cuando me enteré que Dropkick Murphys (banda así llamada en homenaje al "Murphy's Place", una clínica de rehabilitación para alcohólicos fundada y presidida por John "Dropkick" Murphy, un ex-jugador de fútbol americano y entrenador de boxeo de antaño) iba a dar un único concierto en Buenos Aires y, ya entonces ansioso, compré la entrada por internet, teniendo que ir con el comprobante de la transacción a retirarla a un local del barrio de Caballito una semana antes del evento en cuestión. Cuando todo estuvo preparado salí hacia la esquina de Saavedra y Sáenz Peña a esperar el colectivo. Sería la tercera vez que me internaría en la ciudad de Buenos Aires, la segunda por propia cuenta, pero la primera ocasión en que estaría solo hasta pasado el anochecer.
   – Bartolomé Mitre y Laprida – le dije al chofer del 161 en un acento porteño bastante artificial, no tan imitado como mimetizado, después de una semana tratando con gente de la zona. Mentí respecto a mi destino. Me salía más barato que decirle dónde bajaba realmente, en la esquina de Cabildo y Congreso, donde descendí la escalera hasta la estación del subte D, pagué con la SUBE y pasé a través del molinete. Esperé un momento a que llegara la formación y subí al último vagón, me senté y ví que, de la docena de personas a mi alrededor, la mitad viajaba de cresta, borcego o campera de cuero. Ese mismo día tocaba Ska-p en cancha de Ferro. Mientras algunos interactuaban entre sí, intercambiando bromas o compartiendo anécdotas, para deleite y opinión de sus acompañantes, yo centraba mi atención en publicidades de prepagas, indicaciones de seguridad y el mapa con las estaciones en las que paraba el subte cada pocos minutos, luego de un segmento de túnel de cemento pobremente iluminado por tubos de luz fluorescente. Llegado a la estación Catedral subí la escalera al entrepiso y giré a la derecha, hacia la estación Perú del subte A, para hacer la combinación. Otro viaje por el subsuelo, por sendas cavadas hace más de 100 años (las primeras de su tipo de este lado del Atlántico), hasta el final del recorrido en San Pedrito. Nuevamente retorné a la ajetreada vereda, lo cual no llamó mi atención, aún para ser plena siesta de sábado del último tercio de primavera. Caminé unas cuadras más por avenida Rivadavia, hasta llegar al 7.800.


II. (Not) Another November evening.


   Había una veintena de personas en la esquina del Teatro Flores, dispersas en grupos de no más de tres integrantes. Ví una pareja tomando cerveza y pensé que era buena idea buscar un kiosco para calmar la sed. Un trío, que al parecer pensó lo mismo que yo, se me acercó, y fue la mujer del grupo quien me preguntó:
   – Desculpa, um kiosco você sabe onde...? – vacilé un par de segundos, tanto por su inesperado portuñol como por el simple hecho de verme en oportunidad de interactuar socialmente con completos desconocidos.
   – Não, eu também procuro cerveja. – respondí, desempolvando mi portugués de secundaria y haciendo alarde de una caradurez inusual en mí. Sonrisas de júbilo se dibujaron en el rostro de los otros dos. Uno de ellos puso su mano en mi hombro y gritó:
   – Você fala Português também!
   – Não, mais ou menos. Muito pouco, francamente.
   Un par de tipos que escucharon nuestra conversación se acercó a nosotros con una botella de agua mineral vacía y nos dijeron que fuéramos con ellos, que conocían un lugar a pocas cuadras. De la conversación posterior recuerdo que los brasileños contaron que eran oriundos de São Paulo, que, antes de arribar a Buenos Aires, la banda había dado dos shows allí y que los tres fueron a ambos. Al volver ya había un vendedor armando su puesto de remeras del recital en la esquina; compré dos y me las puse encima de las que ya traía.
   Cuando fuimos suficientes remeras negras, verdes, camisetas de los Boston Celtics y gorras de los Red Sox como para copar dos esquinas salieron los de prevención a avisar que iban a abrir la puerta que da a la calle Pergamino y que empezáramos a hacer fila. Hecho esto, unos chicos salieron a recorrer la cola repartiendo pegatinas con las próximas fechas de Doble Fuerza y volantes de DKM diciendo que, con la compra de remeras oficiales de la banda (las venderían dentro del lugar), entregaban un numerito para el sorteo de dos tablas de skate firmadas por los miembros del grupo. Al llegar a la puerta no pude evitar pedirle encarecidamente al que cortaba las entradas que lo hiciera bien, no como en Corrientes, que lo hacen con displiscencia y te dejan con media entrada. Agradecí que haya respetado la línea punteada y fui a la barra a comprar una remera que decidí no llevarla puesta, sino tenerla en mis manos. Después logré conseguir un lugar contra la valla, frente al extremo izquierdo del escenario. A mi lado se encontraba una chica de cabellos color carmesí, luego llegaron los pibes que me habían guiado al kiosco antes de entrar, ya sin los brasileros, pero acompañados por otros dos tipos: un uruguayo poco más alto que yo que llevaba una remera similar a una de las que había comprado yo afuera, y un barbudo de unos 35 años quizá, ya bastante ebrio, que se presentó como J. T. Sexton, de Atlanta, Georgia. Con el yorugua oficiando de intérprete, nos contó que había llegado hacía dos meses a Buenos Aires con su novia, porteña ella, tenía una fábrica de cerveza artesanal, la Sexton Beer Company, y pensaba abrir su propio bar para distribuir su producto. Era fanático de Dropkick Murphys desde sus inicios, había ido a decenas de sus presentaciones a lo largo y ancho de su país natal, tenía un tatuaje en el homóplato derecho del escudo que aparece en la portada de Sing Loud, Sing Proud, e incluso llevaba consigo este mismo CD, original, traído de Estados Unidos. Por mi mente asomó la idea de esfumarme con el disco cuando lo tuve en mis manos, pero ello hubiera implicado perderme el recital o, al menos, mi lugar de privilegio a dos metros del escenario, por lo que, resignado, le devolví el disco al gringo.
   Como a las 19:30 hs. se apagaron las luces y salieron a escena Los Bizzarros. Media hora de punk rock melódico con el sonido algo bajo, un aperitivo light, decente pero olvidable, para lo que vendría después.
   Más tarde fue el turno de Doble Fuerza. Al principio presentaron los mismos problemas de sonido que la banda anterior, pero se fueron ajustando y el público empezó a agitar con los clásicos de la banda comandada por Hugo Irisarri. Consideré buen momento para sacar la videocámara (teniendo en cuenta que su dueño me había advertido del pobre rendimiento de la batería) y, cuando empezaban a tocar Aloha!, me puse a filmar. Nada más terminada la canción, y antes que pudiera yo detener la grabación, sonaron los primeros acordes de Almas Gemelas, por lo que continué apuntando con la cámara hacia el escenario. Llegado el solo de guitarra de Gastón Ojeda enfoque hacia mí y la gente que me rodeaba; J. T. acaparó la atención y, en primer plano, empezó a hablar en un inglés que no pude descifrar aún, sea por mi conocimiento insuficiente del idioma, sea por su estado etílico. Se alejó un segundo antes que empezara de nuevo el estribillo de la canción, por lo que su monólogo quedó plasmado en video en casi perfecta sincronía con el solo. Terminó la canción y guardé la filmadora. Le siguieron algunos temas más antes del cierre con Represión, de Los Violadores, mi primer pogo de la noche. Al terminar volví a mi lugar, se encendieron las luces y la atmósfera se puso densa palpitando la llegada del plato fuerte de la jornada. Decidimos juntar para la cerveza y el gringo puso diez dólares. Celebrando la generosidad del yanki, mandamos al yorugua a la cantina. Cuando volvió ya estábamos todos los presentes coreando por la banda, alternando el clásico Olé, olé, ola de estas tierras con el característico Let's go, Murphys de los recitales de los siete de Boston.
   Cerca de las 21:15 el ambiente se oscureció, los sentidos de todos se agudizaron, las gargantas vibraban de júbilo y ansiedad, todas las miradas se dirigían al modesto telón de fondo y la adrenalina erizaba la piel. Por los parlantes empezó a sonar The Foggy Dew en la voz de Sinéad O'Connor. Terminada esta introducción aparecen los muchachos debla noche, suenan los acordes de The Boys Are Back, el público canta y todo se desmadra. Empujones, vasos voladores, gritos desaforados; el show empezó con todo, apenas parando entre tema y tema para que Jeff DaRosa y James Lynch cambien sus respectivos instrumentos, si es que esto era necesario. Tocaron Johnny, I Hardly Knew Ya y Al Barr se acercó al vallado, subió a un peldaño de los que había en cada segmento del cerco de metal y cantó con la gente, agitando y provocando la locura por acercarse a él, en una imagen que se iba a repetir toda la noche. Lo mismo hacía Ken Casey, pero del centro hacia su derecha, abarcando toda el lado en el que me encontraba, mientras Barr se encargaba de la mitad izquierda (derecha en la perspectiva del público). Yo alternaba entre ir al pogo y volver a trompicones a mi lugar, exactamente frente a DaRosa.
   Aún con la laringe desgastada pude sentir el nudo en la garganta al ver a Matt Kelly, dándole duro a los parches, y a Scruffy Wallace vistiendo el tradicional kilt, haciendo sonar la gaita, dando comienzo a Worker's Song. Al terminar esta canción todo se oscureció por un segundo y luego un reflector enfocó a DaRosa que empezaba a puntear la intro de Rose Tattoo en su mandolina. Luego del atentado en la maratón de Boston en 2013 la banda había grabado una versión de esta canción junto a Bruce Springsteen en un EP a beneficio de las víctimas. Ésta versión (a mi parecer) es mejor que la original, y albergué la esperanza de que El Jefe apareciera en escena sorpresivamente para deleitarnos con su voz, interpretando la versión del EP. Como era de esperar, esto no sucedió.
   Cuando Casey no cargaba el bajo se dedicaba a cantar y, como mencioné, bajar del escenario a tener contacto con la multitud. Fue en una de estas canciones (por desgracia ya no recuerdo cuál) en que estiré mi brazo derecho para saludarlo, él tomó mi mano y, sin dejar de cantar, levantó la pierna para subir a la pequeña plataforma que sobresalía de la barrera que nos separaba, logró subir y lo tuve pegado a mí, con su barriga cervecera frente a mi nariz. Cuando caí en cuenta de la situación, lo rodeé con mis brazos durante un segundo que me pareció eterno, por lo que sentí la responsabilidad de soltarlo y liberarlo de mí para que los que me rodeaban pudieran acceder también a él y él a ellos.
   Luego de 21 canciones al hilo, apenas parando para pedir un aplauso al trabajo de los tipos de prevención, agradecer nuestra hospitalidad, hablar brevemente de Massachusetts y sus tradiciones y prometer volver, fueron a un intervalo. Presionados por nuestros cánticos, volvieron a escena a dar los toques finales. Al Barr, llevando la 10 de la Selección con su propio apellido en lugar del de Messi, cantó Out of Our Heads antebun público extasiado, el techo en llamas y a punto de explotar, tal como dice esa canción. La siguiente fue la balada más esperada, Kiss Me, I'm Shitfaced. De nuevo el gordo Casey subió al peldaño frente a mí y se dirigió al extremo donde acababa el vallado. Tuve una sensación agridulce al saber que se acercaba el final. T. N. T., de AC/DC y Blitzkrieg Bop, de Ramones, para terminar, con el último pogo violento de la noche.
   Empezando a desconectar los equipos, se aprestaron a regalar púas, baquetas y apretones de manos. Conseguí una púa y un saludo por parte de Jeff DaRosa, mientras la colo, a mi lado, se hizo con una de las listas de las canciones del recital. Durante la media hora siguiente Ken Casey se quedó para autografiar entradas, remeras, discos, gorras, brazos, espaldas, frentes y tetas de los que se acercaban dispuestos a no irse con las manos vacías; tuvo que gritarle a uno de sus plomos "Give me another Sharpie" un par de veces, ya que había agotado la tinta del marcador (conseguí que firmara mi entrada y la remera que compré al entrar al lugar y aún llevaba en mis manos, aunque luego del autógrafo decidí ponérmela). Se tomó incontable cantidad de fotos con sus fanáticos sin borrar su sonrisa, aún después que uno de ellos, bastante pasado de copas, lo ofendiera sacudiéndole la boina con total descaro luego de pasar por encima del grupo que se agolpaba a su alrededor. Cuando ya no éramos más de una veintena los de seguridad se encargaron de guiarnos hasta la puerta mientras Casey nos dedicaba un último saludo desde el vallado. Antes de salir del local miré al interior casi vacío y me pregunté cuándo sería la próxima vez que volvería.
   Afuera me encontré con la colorada y el uruguayo. J. T. había desaparecido y su compañero me preguntó si lo había visto. Nos pusimos a buscarlo y al final lo encontramos yendo a una pizzería en la vereda de enfrente de la avenida con otros tres tipos, los seguimos y nos recibió con un efusivo abrazo. Lo acompañaban un tipo de no menos de 50 años, petiso, de melena gris enrulada; otro de quiza 25 o 30 años, fornido, con cabello a lo Iorio y facciones muy afiladas; y el otro de aproximadamente la misma edad, alto, rulos ceratianos, bigote y barba cuidadosamente desprolijos, como salido de una publicidad de Beldent. El gringo y el uruguayo se fueron y quedé con la pelirroja y los tres sujetos nuevos, pedimos unas pizzas y un par de cervezas y nos pusimos a hablar. Nos presentamos (no recuerdo el nombre de ninguno, aunque creo que la pelirroja se llamaba María y el musculoso era un tal Ramiro) y, por mi acento, se dieron cuenta que yo no era del lugar. Se sorprendieron cuando les dije que había ido desde Corrientes únicamente para ese recital y que era la primera vez que hacía algo así. Me preguntaron sobre la movida punk por mis pagos y respondí que estaba en desarrollo, "en la lucha", a lo que el Viejo (demostrando que tenía mucha calle en el tema) contestó que ahí también el under era un ambiente muy sacrificado, que no por estar en Capital una banda nace grande y que hay algunas que llevan años sin siquiera salir del conurbano. Por supuesto, hay mucho más de la charla que ya olvidé.
   Al salir de la pizzería me despedí del grupo para tomar el colectivo 86 hasta Plaza de Mayo, y luego esperar el 111, que me dejaba a un par de cuadras de lo de mis tíos, en la esquina en que había tomado el 161 aquella siesta. Me invitaron a ir al Rocket, un bar cerca del Congreso donde Doble Fuerza iba a brindar un set acústico. Mientras ellos discutían si efectivamente ir al Rocket o continuar la noche en otro lugar, me alejé un momento a pensar si seguir el plan trazado y volver a la seguridad del hogar donde estaba parando, o quedarme con un grupo de gente desconocida, descubriendo una madrugada de domingo puntas de una ciudad que apenas por tercera vez estaba visitando, con el agregado que la batería de mi celular estaba ya en las últimas.
   – Voy con ustedes. – respondí luego de un momento. "Ésta es una de esas ocasiones de las que nace una gran anécdota", pensé, "después de todo, ¿qué es lo peor que podría pasar?".

III. City tour.

   Cruzamos corriendo la avenida y subimos al 86 antes de que nos dejara atrás, pagamos el pasaje y recorrimos el pasillo hasta la mitad, donde quedamos apostados ya que el colectivo iba lleno. El Viejo tomó la palabra y empezó a quejarse del excesivo precio de las entradas ($450) y que por ello el Teatro no había llenado su capacidad (unas 2000 personas, de las cuales habrá habido 3/4). Nos recordó que Deep Purple había llenado el Luna Park sólo unos días antes y que la entrada más cara estaba $1000, mientras la más barata $400, pero que había comprado antes el ticket para el recital de esta noche porque a Deep Purple ya lo había visto y Dropkick Murphys llegaba por primera vez, y pensaba que, después del fracaso en la venta de localidades, la banda difícilmente iba a volver por estas latitudes.
   El colectivo de a poco se iba vaciabdo y la Colo divisó un asiento individual vacío poco más al fondo y fue a sentarse. La seguimos y, aún de pie, empezamos a molestarla por su cabello, siendo Ramiro el que se atrevía a tocarlo o posar directamente su mano abierta en la caveza de la pelirroja. Un par de butacas más atrás vimos a una chica de tez blanca observándonos. Llevaba botitas negras con hebillas, jeans rotos del mismo color, brazalete de cuero con tachas en la muleca y un top por el que asomaba un escote no muy generoso, pero al menos llamativo. Nos comentó que iba a una fiesta a lo de una amiga en Constitución, pero que asistía más por compromiso que por otra cosa. La invitamos a acompañarnos y, aunque dudó bastante, finalmente aceptó. Bajamos del colectivo en la Plaza de los Dos Congresos, la atravesamos hacia el norte y encaramos por Rodríguez Peña. La chica de tez pálida preguntó dónde quedaba exactamentebel bar.
   – Acá cerca, unas 4 cuadras, ponele. – respondió el Viejo. Cuatro cuadras después llegamos a la avenida Corrientes. Aún no había rastros de nuestro destino y el Viejo nos pidió paciencia, que ya íbamos a llegar y que estuviéramos atentos para no pasarnos de largo sin darnos cuenta. Seguimos caminando y boludeando pero con el oasar de las esquinas nos íbamos impacientando, aunque me distraía observando a mi alrededor las luces de la ciudad.
   Apenas nos dimos cuenta cuando llegamos al bar. El frente no era muy llamativo; la pared púrpura y la vidriera enrejada, cubierta por una chapa negra desde su base hasta la altura deblos hombros de uno, hacían que el local pasara casi desapercibido, siendo delatada su naturaleza comercial únicamente por las letras colocadas en la parte alta del muro, formando las palabras Rocket Bar, junto al diseño de un cohete espacial de estilo caricaturesco. Entramos y el ritmo de punk nos invadió de nuevo. El VJ se encargaba de pasar Green Day, The Offspring, Blink-182, junto con otros tantos videos de Ramones, Sex Pistols, Rancid, Dropkick Murphys, Ska-p, Die Toten Hosen y varios más. En un escenario improvisado en un rincón junto a la entrada estaban Hugo Irisarri, Diego Piazza, Gastón Ojeda y Carlos "El Niño" Khayatte hablando con quien se aceecaba a ellos y sacándose algunas fotos; los saludé yo también a la pasada, como queriendo no molestar. No tenía batería en el celular ni en la videocámara para una foto o video, ni tampoco algún marcador o fibra con el cual me firmaran un autógrafo. Además tenía sed y mis compaleros se habían dirigido directo a la barra, por lo que no perdí tiempo en seguirlos, llegando a tiempo para ver como el Rulo se se jugaba las primeras dos birras.
   Luego de un momento anunciaron que el show acústico iba a comenzar, por lo que me separé del grupo y busqué un buen lugar en el frente, logrando sentarme en una butaca (de esas tipo cajón tapizado) al frente del escenario. Tocaron tres canciones antes de que un tipo lendijera algo al oído a Huguito y éste nos comunicara que el recital no podía continuar, ya que, al parecer, no estaba autorizado por el Gobierno de la Ciudad, y habían mandado un patrullero de la Policía Federal a darle fin. Mientras la banda guardaba los instrumentos pidiéndonos disculpas, me levanté y fui al baño, más por curiosidad de conocer mejor el bar que por necesidad. Al salir volví a la barra y ví al Rulo charlando con dos personas que no había visto antes, me pasó la cerveza y me comunicó que los demás habían salido a fumar. Le devolví la botella y me dirigí a la puerta.
   Lo primero que vi al regresar a la vereda fue el patrullero estacionado en frente; lo segundo, al girar la cabeza hacia la derecha, fue a Ramiro, acompañado por la pelirroja, llegar a la esquina y doblar en dirección a la Bond Street, ahí a media cuadra (aunque dudo que hubiera sido ese su destino); al volverme hacia el otro lado encontré al Viejo y a la dama blanca, ambos fumando. Ella me ofreció un cigarrillo de su paquete de Lucky Strike y una cajita de fósforos (este último detalle me hizo sonreir), prendí el pucho, le pregunté su nombre para olvidarlo inmediatamente y nos pusimos a conversar los tres. Al poco tuempo ella contestó una llamada en su celular, habló por unos segundoa y colgó; su amiga la estaba esperando, así que levantó el brazo para detener un taxi que pasaba por ahí para ir a cumplir su compromiso. Saludó al Viejo con un beso más al aire que a la mejilla, al estilo porteño; dió media vuelta hacia mí, me tomó del cabello en la parte de atrás de mi cabeza y me dió un beso violento, con sabor a tabaco y cerveza, mordiéndome el labio antes de abrir la puerta del taxi y entrar. Me dedicó una última murada desde el interior del vehículo, que finalmente aceleró y se fue, dejándome a solas en la calle con el Viejo.
   – Lindo recuerdito te llevás de acá, ¿eh, pibe? El recital, una uña, un after acá en el bar y, ahora, un beso de despedida antes de volverte a Corrientes.
   – Si todas mis noches acá van a ser así, capaz que me quede. – contesté entre risas.
   – No sé si todas las noches, pero los fines de semana es muy probable. ¿No te gustaría quedarte y probar suerte acá, ya que estás? – dejé de reir y lo observé con interés. Busqué sus ojos y reparé en una verruga junto a una de sus cejas que no había visto antes. – Dijiste que sos chef, ¿no? – (el error comun de confundir ser chef con haberse recibido en una escuela de cocina) – Acá levantás una piedra y encontrás un bar o un restaurant que necesita cocinero. Y si no tenés mucha experiencia, te enseñan. Yo conozco varios que son chef y empezaron como bacheros... bah, no sé, digo. – sentenció al final, encogiéndose de hombros antes de darle la bocanada final a su cigarrillo. No emití palabra alguna. En vez de eso, mi respuesta fue bambolear la cabeza hacia arriba y abajo, en silencio, apretando los labios. Miré el cilindro de papel que se quemaba lentamente entre mis dedos, lo llevé a la boca y aspiré.
   – Che, ¿y si vamos adentro que ya estoy teniendo sed de nuevo? – propuso. Exhalé el humo de un suspiro y me dispuse a seguirlo de nuevo. Al llegar a la puerta, observé por última vez mi cigarrillo, del que solo quedaba ya el filtro. Era un recuerdo más de aquella noche (a la cual le quedaban varias horas), el único del encuentro fugaz con esa joven de cabello negro azabache y piel de porcelana. Como a cualquier otra colilla, con cierta displiscencia, la tiré a la calle.
   De nuevo dentro del local encontré al canoso charlando con otro hombre de edad mediana. Decidí no interferir en la conversación entre mayores y fui a la barra. Mostrándome decidido (aunque en realidad no lo estaba), pedí al barman un litro de cerveza tirada.  El elixir dorado caía desde la canilla de la chopera hasta la jarra de vidrio y,  una vez ésta estuvo llena hasta el borde,  la tomé del asa y extendí un billete de $50 al cantinero, que me ofreció un vaso, lo cual rechacé porque me pareció un detalle de delicadeza innecesaria. Me dediqué a beber en solitario y tuve la sensación de que el nivel del líquido no bajaba y en ese momento era demasiado para mí,  que nunca iba a llegar al fondo del cristal, o, al menos, no antes que la cerveza se calentara hasta el punto de volverse repugnante. Recorriendo el salón con la mirada vi a un tipo sentado solo en una mesa, con la única compañía de un vaso vacío. Fueron tantas las veces que me encontré en su situación que, casi sin dudarlo, fui hasta él y llené su vaso sin siquiera saludarlo. Tras una breve estupefacción, me dio un abrazo y me ofreció un asiento. Tuvimos una charla, no tan interesante como para ser recordada, que duró lo que nos tardamos en vaciar él su pinta de cerveza y yo mi jarra. Ya sin nada más por tomar, me hizo una pregunta que tuve que pedir que la repitiera, ya que no lo había entendido.
   – ¿Qué talle sos? – dijo casi gritando y señalando mi pecho.
   – M. – contesté, algo extrañado. Vaciló un momento, con cara de analizar mi respuesta, y llegado a una conclusión se quitó con algo de torpeza la remera que llevaba puesta, quedando él con una de mangas largas que llevaba debajo, y me la ofreció. Intenté rechazar el obsequio, pero lo puso en mis manos alegando que me lo merecía por el gesto espontáneo de generosidad que tuve para con él, un completo desconocido en un bar muy lejos de mi casa, y que la remera, además, llevaba un estampado de Hellcat Records, la compañía que edita los discos de, entre otros, Dropkick Murphys. Hasta ese momento no había visto ese detalle, pues lo tuve frente a mí largo rato, y decidí aceptar el regalo y agradecer al sujeto con un abrazo antes de despedirme de él, con la remera puesta sobre las cinco que ya llevaba, para ir al baño.
   Vuelto al salón el grupo se había vuelto a reunir. El Viejo seguía conversando con su compadre y se les habían sumado el Rulo y Ramiro. No vi a la pelirroja por ningún lado, por lo que supuse que el grandulón había vuelto solo. Me recibieron con algarabía y los dos más jóvenes me propusieron ir a otro lugar, a seguir recorriendo la noche porteña, lo cual acepté casi sin titubear. Antes de salir a por un taxi, el cuarentón desconocido me dirigió la palabra.
   – ¿De dónde sos? 
   – De Corrientes. 
   – Yo soy de Sáenz Peña, Chaco. ¿De qué parte de Corrientes? ¿Capital? – asentí sin disimular esa alegría sorpresiva y extraña que uno suele sentir al encontrarse lejos del pago con alguien oriundo de tan cerca. Me contó que había vivido con su mujer en San Cosme, de donde ella era, pero que había ido a Buenos Aires al separarse ("son bravas las correntinas" comentó). Al momento estábamos en medio del bar cantando Kilómetro 11; a diferencia de mi guaraní medio trambólico, su interpretación del estribillo (y de la canción en general)  en el idioma indígena fue perfecta. Al terminar la canción sentí una mano sobre mi hombro y un rostro con cabellos en bucle se acerco a apurarme la partida, ya que el taxi estaba afuera. Entre risas, me despedí del chaqueño con un apretón de manos devenido en abrazo, lo mismo con el canoso que nos había guiado hasta el bar, y salí de ahí sin pensar en cuál sería mi próximo destino.
   Entramos al asiento trasero del taxi y nos vimos las caras un momento. 
   – ¿Adónde van? – preguntó el taxista, conla paciencia natural que sólo con incontables noches de transportar gente que va de bar en bar se puede cultivar. 
   – Eh, en serio, ¿de acá para dónde? – inquirí desde el extremo derecho.
   – Vos tranquilo, Corrientes, que te vamos a dar un tour por la noche porteña, y sin cargo. Corre todo por nuestra cuenta – contestó el Rulo desde la punta izquierda, pasando el brazo sobre la amplia espalda de Ramiro para darme unas palmadas tranquilizadoras en mi hombro –. Al Roxy vamos. – dijo, dirigiéndose al chofer.
   – ¿Y hasta cuándo te quedás? – preguntó el del medio una vez iniciada la marcha.
   – Hoy me voy, a las siete. 
   – ¿Ahora, a la mañana? ¿Salís del boliche y te vas a Retiro? 
   – No, boludo Siete de la tarde salgo. 
   – Ah, menos mal. Bueno, tomá, llevate esto de recuerdo. – dijo, pasándone, entre risas, varios posavasos que había sacado del bar.
   Llegamos al Roxy y el Rulo se puso a hablar con familiaridad con uno de los patovicas de la entrada. Le pidió que nos permitiera entrar gratis. El guardia nos observó de arriba a abajo (seguramente, al verme, pensó lo mismo que yo: en lo ridículo que me veía con seis remeras encima) y nos dejó pasar.
   Habré estado unos diez minutos entre el gentío, la niebla artificial y las luces de colores, tiempo que usé para ir al baño y poca cosa más. Llegado un momento, Ramiro me invitó a salir de ese lugar para ir al Vorterix. Al seguirlo vimos al Rulo hablando con una mina, por lo que nuestra despedida fue una palmada al hombro al pasar. Ya afuera tomamos otro taxi y, en un par de minutos, llegamos a nuestro nuevo destino. Intentamos entrar, pero una mujer que resguardaba la puerta nos lo impidió, por lo que Ramiro le dijo que llamara a su tío, guardia también del lugar, para poder pasar. Después de un minuto el tipo llegó, nos dió el ok y volvió adentro. Ramiro pasó y yo vacilé, pensando en si realmente quería entrar; no tenía ganas de sufrir el hacinamiento nuevamente, ya fue suficiente por una noche. Miré hacia el otro lado de la avenida y, al ver un McDonald's en la esquina, recordé que tenía hambre y crucé a desayunar. 
   A las 04:26 hs. compré un triple mac con oapas y gaseosa. Me senté en una mesa junto al ventanal que da a la avenida Álvarez Thomas a comer mientras observaba a los adolescentes entrar y salir del local y los autos y motos circular por las avenidas. Al cabo de una media hora ya estaba nuevamente afuera. El cielo se había aclarado, tornándose celeste de a poco, señalando el inminente amanecer del domingo. En ese momento me di cuenta que me encontraba solo, perdido en una ciudad con 2 millones de personas desconocidas, sin celular, mapas ni referencia alguna. Levanté la vista hacia los edificios a mi alrededor, buscando no sé qué, y por primera vez en la noche me hice la pregunta que, sabía, tarde o temprano tendría que hacerme: ¿dónde carajo estoy?

Continuará.