miércoles, 29 de julio de 2015

Semana más, semana menos...

   La semana pasada fui a jugar al fútbol. Hacía frío, como cualquier noche de julio, dejando en claro que Corrientes si tiene invierno, al contrario de lo que dice la canción. En mi mochila, con los botines gastados y la camiseta de Chacarita Juniors, tenía una botella de ginebra Bols más o menos por la mitad, que me había quedado del finde anterior.

   Me acordé del Loco Gatti, y de las cosas en común que tengo con el: ambos arqueros, melenudos, pero con algo en la cabeza (él con su vincha, yo, una bandana), achicar en un mano a mano haciendo "la de Dios", el apodo de "Loco"... y ahora, la Bols. Con la sutil diferencia de que yo tomaba un par de tragos entre jugada y jugada mientras él sólo hacía una publicidad en la que clavaba un gol de arco a arco y después decía: "si quiere tener esmowing, tome ginebra Bols".

   No, el no jugó en pedo. Pero yo si. Y me fue bastante bien: varias atajadas buenas (a pesar que mis reflejos se vieran algo afectados por querer tener algo de esmowing), y hasta salí a gambetear y dar pases largos con los pies (siempre fui un pata dura, pero esa noche mi precisión fue exquisita. ¿Habrá sido la ginebra?). De todas formas, con el partido empatado y el dueño de la cancha gritando "hora", pedimos unos minutos más y aplicamos la sagrada regla de "el que hace gol, gana". Y me hicieron un gol boludo. De esos que hasta el manco más pajero ataja. Odio cuando me hacen un gol boludo, me saca del partido, me nubla el pensamiento, me quedo con la bronca de que pude haber hecho algo más. Después de un gol boludo ya no puedo jugar más.

   Pero el partido ya había terminado. Y cuando me quedo con bronca después del partido es peor. Me enojo conmigo mismo, pero me desquito con todos a mi alrededor. No hablo ni quiero que me hablen.

   Por suerte, los pibes (con ayuda del alcohol en mi organismo) lograron animarme y olvidé rápidamente mi error. Y así fuimos al kiosco de la esquina a tomar el tradicional vino con coca post-partido.

   Solo dos de los muchachos habían compartido conmigo la ginebra. Los demás no salen del tridente vino-cerveza-fernet, y camuflaban su miedo a la desconocida botella tras un "we Tapia, vos nio estás re loco".

   Todavía quedaba algo de Bols en la botella. Bah, "algo", por no decir nada; apenas para un sorbo. Consideré que no valía la pena y tiré la botella a los pies de un árbol, frente al kiosco donde estábamos.

   Luego de eso siguió corriendo el vino, seguimos hablando de las pelotudeces que hablamos los hombres cuando nos juntamos a tomar vino, comimos unas hamburguesas, y cada cual volvió a su casa a soñar con las jugadas que pudo haber hecho y no se animó.

   Una semana más tarde volvimos a encontrarnos en la cancha del Tekoh'a. Otra hora de jogo bonito (no tan bonito), con goles, cargadas, festival de patadas y algún que otro encontronazo. Esta vez ganamos, así que de camino al kiosco de la esquina me sentía más alegre.

   Y ahí estaba. Abandonada a su suerte, a los pies del árbol donde la había dejado una semana atrás, seguía la botella de ginebra. Durante siete días pasó desapercibida a los ojos de todos.

   Y, en plena ronda de vino, puchos, algún fasito y boludeces, esa botella me hizo pensar. En una semana su vida no había cambiado, a diferencia de la mía, que se vio colmada de idas y vueltas.

   Una semana es tiempo suficiente para que pasen muchas cosas. Viajes de ida y vuelta, lejos y no tanto. Encuentros y desencuentros. Acercamientos y distancia. Discusiones, malentendidos, peleas, reconciliaciones. Piñas y abrazos. Confesiones, revelaciones, epifanías. Muchas preguntas respondidas y otras tantas que aparecen de pronto a ocupar el lugar de las primeras. Bronca, llanto, piñas a una inocente pared, negación, resignación. Dicha y desazón. Risas irónicas, de alegría, o sin motivo alguno. Litros de cerveza, vino, fernet; por qué no algún que otro vaso de Old Smuggler. Mano tras mano de truco y poker, a veces por amor al deporte, a veces por algo más que plata. Páginas, capítulos, libros nuevos. Miles de ojos, con la mirada fija hacia quién sabe donde, que nos tienen sin cuidado y pasan al lado nuestro (o a través, quizá). Y unos ojos, cansados y eternamente tristes, que no podemos dejar de apreciar; nos hipnotizan, nos mantienen en trance, inconscientes de que el mundo a nuestro alrededor se desmorona y se recontruye una y otra vez.

   Muchas cosas pasan en solo un parpadeo, y la vida en sí cambia, mucho o poco, para bien o para mal, en tan solo una semana. La vida de todos cambia, menos la de esa botella de ginebra, descansando a los pies de un árbol, frente al kiosco de la esquina de la cancha del Tekoh'a.