miércoles, 30 de diciembre de 2015

Johnnie, Jack y el viejo contrabandista

   Mi bebida favorita es el whisky. El whisky es la bebida más versátil e incierta: no hay dos ejemplares iguales, pero todos pueden tomarse solos, con agua, jugo, soda, coca, en cóctel, a temperatura ambiente, enfriados o con hielo, y no dejan de ser whisky. También es la bebida más noble: no es como el vodka que al otro día te da nauseas, o el fernet que te mueve los intestinos; en mi caso al menos, la resaca de whisky es un dolor de cabeza (que ni siquiera me impide salir a la calle en pleno sol o soportar tranquilamente ruidos fuertes y molestos) y nada más. También es, si se quiere hacer bien, una de las bebidas más complicadas de hacer, un desafío hasta para el más perfeccionista, que no puede lograrse en un laboratorio; crearlo es un trabajo reservado a generaciones de maestros con paladares exquisitos, entrenados especialmente para ello.

   Pero la razón principal por la que me gusta tanto es porque lo hace a uno pensar, plantearse y replantearse lo que pasa alrededor. Si, será un cliché sentarse en la barra con un vaso de on the rocks a meditar, pero es un cliché hermoso, digno de ver, hacer y sentir innumerables veces. Y cuando esta situación no se da en soledad, lo obliga a uno a hablar. Pero no a hablar boludeces como la cerveza, el fernet o el vino que te aflojan la lengua, no. El whisky te afloja el alma. Te obliga a sincerarte con vos mismo y con los demás.

   Por desgracia, no siempre lo logra. A veces uno prefiere resistirse, negar todo y seguir ensimismado, e incluso endurecerse aún más, deshonrando al elixir y todo lo que representa. Pasa muy rara vez, pero pasa. Y cuando pasa puede darte pena o bronca, pero no hay vuelta que darle.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Barajar y dar de nuevo

   El Loco y el Sinvergüenza hallábanse en sillones enfrentados, compartiendo una enésima copa de Bonarda. Las paredes color turquesa de la habitación dejaban entrever a intervalos manchas irregulares de humedad, iluminadas por los primeros destellos de un amanecer frío que traía consigo una fina llovizna otoñal. La vieja amistad que los hermanaba había quedado sepultada bajo una dura capa de rencor e indiferencia.

   - ¿Qué nos pasó? ¿Cómo llegamos a esto? - preguntó el Sinvergüenza. Su voz delataba su borrachera y su tristeza.
   - Lo de siempre - respondió el Loco, sin dejar de observar meditabundo su copa de vino -: dinero, mujeres, orgullo, venganza... jugamos a ver quien la tiene más larga, básicamente.
   - Tenés razón, creo que abusé mucho de tu honradez.
   - Hasta que me cansé, vi la ocasión y te hice mierda. Necesitaba devolverte los golpes.
   - ¿Te arrepentís de haberme dejado así tirado, a la buena de Dios?
   - Alguien tenía que hacerlo, y yo era el más indicado para ello. ¿O acaso sentís remordimiento por todas las humillaciones a las que me sometiste? - interrogó el Loco, mirando a los ojos de su compañero.
   - Me disculpo por tu sufrimiento, pero no por lo que hice. Haría lo mismo de nuevo, pero cuidando de que no me descubras. Si te hubiera ocultado bien lo que hacía hubieras sido feliz, ignorando todo lo que pasaba a tu alrededor. Ocultarte algo no puede ser tan difícil como parece. - se sinceró por primera vez el Sinvergüenza. Después de un breve silencio, preguntó - Entonces, ¿estamos a mano?
   - Así parece.
   - Sin embargo nuestra relación ya no tiene arreglo, y no hay forma de empezar desde cero, ¿cierto?
   - Cierto. Al menos, no en esta vida.
   El Loco dejo su copa sobre la mesa, introdujo una mano en su abrigo y sacó un revólver. Apuntó al pecho de su viejo amigo y disparó. El sonido del fogonazo rebotó en las cuatro paredes de la pequeña habitación. Lentamente la camisa del Sinvergüenza fue tiñéndose de rojo.
   - Espero que en la siguiente vida no arruinemos nuestra amistad. - dijo el agonizante, atragantándose con la sangre que salía de su boca.
   - Lo mismo digo. - respondió el Loco. Apoyó la punta del arma en su sien y, después de dedicarse ambos mutuamente una sonrisa cómplice, tiró del gatillo.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Perfeccionista, competitivo, calentón y la concha bien de mi hermana

   No recuerdo la última vez que necesité aislarme. No recuerdo la última vez que, con justa razón, me eché la culpa de un fracaso grupal (no va a faltar el que, sin mala intención, diga que no fue mi culpa, obligándome a meterme en el orto las ganas de cagarlo a trompadas o al menos gruñirlo por contradecirme). Tampoco que los nudillos me hayan dolido 4 días seguidos por un solo golpe (another busted knuckle taken down by a kick to the balls).

   Como si ser competitivo no me fuera suficiente, también soy perfeccionista. Y cuando algo tan simple me sale mal y trae como consecuencia la derrota, me enojo. Mucho. Conmigo mismo. Pero me descargo con lo que tenga enfrente, sea algo o alguien. Por eso la necesidad de desaparecer, de apagar el celular y no salir de casa por unos días.

   Me gustaría explayarme más acerca de esto, porque me expreso mucho mejor de manera escrita que verbal, pero esta es de esas pocas, poquísimas cosas de las que prefiero hablar. No tiene que ser whisky de por medio en un bar lúgubre, aunque sería ideal.

   Para conversar se necesitan 2: uno que hable y otro que escuche. El problema es que nunca hablo porque creo (y no sé cuanto de razón tendré en esto) que a nadie le interesa escuchar(me). Probablemente esté totalmente equivocado y sea como me dijera alguien cuyo carácter pasa de manera apabullante por encima del mío, que "seguramente tenés a muchas personas que te van a escuchar, incluida yo. Pero tengo esa particular diferencia de que yo te voy a matar".

  “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios… pero hay una cosa que no puede cambiar… no puede cambiar de pasión.”

viernes, 27 de noviembre de 2015

Aquelarre (Bienvenido al Desfile Negro)

   Jueves, 20:30 hs., tocando la guitarra y tomando un vaso de whisky con dos cubos de hielo, porque tenía ganas de tomar un vaso de whisky con dos cubos de hielo mientras tocaba la guitarra. Terminé y salí para El Mariscal, donde iban a pasar El Ángel Exterminador, de Buñuel. Como siempre, el evento decía 21:30, pero 21:40 todavía no había empezado, así que fui a esperar afuera. Llegaron Fabri y Vale y fuimos a comprar una Iguana que metimos de contrabando a la proyección. No esperamos a terminar la botella y decidimos salir. Confiados por el hecho de que fuera una película filmada en español, decidieron omitir los subtítulos, aún sabiendo que la calidad de audio era aberrante. No se entendía un carajo.

   Ya afuera, indecisos por no saber qué hacer, empezamos a bajar por Salta, al encuentro con el río. De camino encontramos a Pablo y Vero y nos quedamos con ellos hablando, más yo como espectador que como partícipe en la conversación, emitiendo ocasionalmente algún comentario.
   Cerca de la medianoche decidimos caminar hasta el puerto y, mientras los cuatro observaban en vidriera unos estridentes adornos navideños sacados de alguna comedia familiar hollywoodense, me despedí de ellos y subí al colectivo que me llevaría a casa a tomar un poco de agua para después dormir, luego de una breve lectura a alguno de los libros de mi lista.

   En mi sueño, estábamos nuevamente los cinco recorriendo las calles, junto a dos figuras más: una voluptuosa chica de rulos dorados junto a Pablo y, acompañando a Vero, un muchacho alto que parecía llevar un peinado estilo Severus Snape, aunque no pude distinguir más ya que ambos iban varios metros delante mío. Caminábamos separados por varios pasos, cada par sumido en su propio diálogo, excepto yo, claro está, que observaba la gente que pasaba a mi lado caminando en sentido contrario. Al cabo de un momento las figuras se fueron volviendo cada vez más monótonas: mujeres en su mayoría, de vestimenta oscura y rostro apático, y casi todos portando algún tipo de símbolo pagano, con especial predilección por el pentagrama. "Wiccas" pensé.

   Cada tanto, alguno de estos personajes se detenía a observarme con singular atención, quedando completamemte quieto por un momento, como si pudieran ver en mí algo asombroso pero a la vez preocupante. No le dí demasiada importancia, hasta que una joven bruja, al pasar junto a mí, me chocó con su hombro. Dí media vuelta esperando verla alejarse entre la multitud pero, para mí sorpresa, ahora estaba frente a mí. Extendió un brazo y posó su mano abierta sobre mi pecho.
   De pronto, todo alrededor se hizo oscuro y solo podía verla a ella, que, a pesar de mantener un semblante imperturbable, había empezado a llorar, y las lágrimas ennegrecidas por el delineador brotaban de sus ojos asombrosamente abiertos y dejaban sobre sus pálidas mejillas las huellas de su recorrido. Sentí una tristeza profunda, como si el contacto de aquella mano pudiera transmitirme tal emoción de aquella chica. O acaso era a la inversa, y era ella quien encontraba el pesar en lo más profundo de mi ser, pesar que ahora afloraba y me dejaba atónito mientras esa joven lloraba por mí sin siquiera pestañear o emitir sollozo alguno. Después de un momento que pareció eterno, nos liberó de aquel trance, alejando su mano de mí, y, con labios temblorosos, dió media vuelta y se fue.
   - Tapia, ¿qué fue eso?. - preguntó Pablo, sin disimular su sorpresa.
   - No sé. - atiné a decir después de una pausa, y volvimos a caminar al tiempo que volvía en mí.

   Ahora paraban a observarme con más frecuencia, siempre sin emitir sonido alguno, y en nuestro grupo reinaba también un silencio incómodo al darnos cuenta de esto. Así fue hasta que llegamos a la entrada a un predio sin edificar donde cientos de estos practicantes del ocultismo estaban congregados alrededor de un gran pentagrama dibujado en el suelo. Primero uno, luego un par más, después otros tantos, y finalmente todos interrumpieron sus actividades ante nuestra aparición. Voltearon a vernos, a verme, con expresión seria. Solo sus ojos denotaban sus sentimientos: en algunos había una furia viva; en otros, miedo; en la mayoría, una pena profunda, como si sintieran lástima por el sujeto que acababa de presentarse ante ellos. Miré atónito aquel espectáculo y cuando al fin me respondieron las piernas, eché a correr con desesperación, sintiendo detrás mío todas aquellas miradas inquisidoras y pensamientos afligidos, hasta que tropecé con un pozo y quedé tirado en el suelo, inmóvil.

   - Tapia, ¿estás bien? ¿Qué pasó? ¿Qué fué todo eso? - me interrogaba Vero, mientras Fabricio sacudíame el hombro y yo me sentaba.
   - No sé. - repetí, respirando agitadamente sin levantar la mirada del suelo.
   - ¿Te pasa algo? Algo te pasa, ¿verdad? - escuché decir a Vale. Alcé el rostro y ví a los cuatro de siempre observándome con gestos de curiosa preocupación.
   - Puede ser. - murmuré.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Clásicos de barrio

   - Me voy para lo de Tilito, ma.
   - ¿A lo de Tilito? - preguntó sorprendida mi madre. Hacía tiempo que no me escuchaba decir que iba de vuelta para el barrio que me vió crecer. Con la mochila en la espalda, en la cual llevaba una botella de vino, salí a caminar.

   Al llegar a lo de Tilito estaba Mauro, su hermano, la piel negra de grasa y sol, arreglando el motor de un auto en la vereda. Crecí viendo esa imagen desde mi casa y con esa imagen me fui a encontrar. "Hay cosas que nunca cambian", pensé. A pesar de la barba y los años, me reconoció y me invitó a pasar. Entré.

   No recordaba la última vez que había estado dentro de esa casa, pero habrán sido una o dos veces apenas en 20 años. Saludé al cumpleañero y a los invitados, gente nueva para mí; las caras viejas llegarían más tarde. Sacaron algunas fotos y se empezaron a servir los choripanes. No me recuperaba aún del litro de Old Smuggler que con Geropa, mano a mano, liquidamos la noche/mañana anterior, así que comí de compromiso.

   Llegaron Pinino, Markytos (el quinielero, el hijo del popular "Cucaracha") y Sheuen. Éste último sacó de su mochila de los Ramones, idéntica a la mía, pero más nueva, dos botellas de Estancia Mendoza. Hijo de puta, yo había llevado sólo una. Pero mejor así: tres botellas de Estancia Mendoza no eran mal negocio. Con su entusiasmo característico me saludó y Marky comentó que Tilito les había mandado un Whatsapp diciendo que "estaba Seba, pero no sabía qué Seba era, porque conocemos otro, y eras vos nomás". Y sí, Sheuen era el único que me conocía como Tapia. Para los demás era Seba, el de los jueguitos, el hijo del gordo de la gomería.

   Ocasionalmente me quedaba mirando por sobre el muro, hacia el cielo, a alguna estrella solitaria brillando a través de las nubes. Estaba en eso cuando cayó más gente al baile. Ojote, Gastón, Gustavo. Y Paul. El paso del tiempo lo dotó de una panza cervecera que se distinguía de su contextura más bien flaca que atlética, y de marcas en el rostro que por un momento me hicieron dudar de que en realidad fuera quien yo creía. Pero era Paul. Los ojos no mienten, y él era el único en todo el barrio con unos brillantes e inconfundibles ojos azules. No nos veíamos desde hacía al menos 7 años y ya llegó medio entonado, así que el abrazo (el primero) fue caluroso. Recordó cuando yo era "así de chiquitito", posando una mano apenas un poco más arriba que sus rodillas.
   - Pero vivía jugando a los jueguitos... más vale, si tenía en su casa. Apenas llegaba a los botones. Pero él no podía perder, eh. Sino se argelaba y golpeaba los botobes y "grrrrrr". - imitando a alguien que se enoja cuando la máquina no responde como uno quiere. A mí, cuando perdía estúpidamente y me enojaba y cagaba a piñas los botones y lloraba de bronca y mi viejo venía a cagarme a pedos por hacer escándalo. Y pensar que sólo eran 10 centavos...

   Entrada la madrugada y con mi celular ya sin batería, decidí irme.
   - ¿Qué hacés con esa mochila, vos? - me increpó Sheuen.
   - Y me voy, boludo. - respondí, tendiéndole mi mano.
   Agachó la cabeza en un ademán (exagerado, por cierto) de frustración/resignación y me saludó. Me dirigí a Markytos, que agregó que teníamos que organizar algo para juntarnos, nosotros del barrio que somos del palo, que somos pocos y nos conocemos mucho, "como un FestyPunky o algo así, aunque sin bandas". "Un FestyBarrio" pensé.
   Fui a despedirme del resto. Otro abrazo con Paul, tan o más efusivo que el primero. Un abrazo con Tilito.
   - Vení cuando quieras, Seba. Yo te aviso y caé nomás, total, sabés que este es tu barrio, loco. - dijo, manteniendo el apretón de manos. "Este es mi barrio", pensé.

   Al salir, no pude evitar ver frente a mí el baldío, ahora ocupado casi en su totalidad por galpones y una pensión. La canchita. Me ví jugando de 4 (en ese entonces mi estado físico me lo permitía), pegado al alambrado del fondo de la casa de Raimundo, a quien innumerables veces tuvimos que pedir que nos devolviera la pelota, que terminaba en su patio.

   Giré la vista hacia la izquierda, a la calle Las Dalias, y vi la casa de Balmaceda, con sus características paredes amarillas. Esa casa está exáctamente frente a la que fuera la mía, una cuadra más al este, por la calle paralela, y era lo primero que veía al salir a la calle, cuando no había galpones en la canchita. Vino a mi mente la mañana del 28 de noviembre del 2000. Me levanté más temprano que de costumbre, mis viejos tomando mate y escuchando la radio en el pasillo. Escuché gritos de júbilo y explosiones pirotécnicas. Miré a través de la puerta del frente, que estaba abierta, y en lo de Balmaceda estaba Jorge, uno de los hijos, el que siempre pegaba bombazos jugando a la pelota, siendo abrazado fuertemente por su novia. Boca le había ganado 2 a 1 al Real Madrid y se había consagrado como el mejor equipo de fútbol del mundo.

   Empecé a caminar. Al pasar frente a lo del gordo Blanco me forcé a seguir viendo el camino, a no buscar con la mirada a Chiquito, mi perro, mi eterno mejor amigo, compañero de alegrías, tristezas, peleas en la esquina. Hace 3 años lo vi por última vez, y hasta entonces habían pasado otros 2. No pude evitar llorar esa vuelta, cuando con alegría inusitada respondió a mi llamado, corriendo hacia mí al reconocerme enseguida, a pesar del tiempo y de su edad. Aproveché a tomarme la única foto que tengo con él (al menos, con él mirando a la cámara). Siempre oí decir que Chiquito y yo éramos parecidos, y esa foto lo confirma. El 21 de septiembre pasado habría cumplido 14 años. Hace tiempo no tengo noticias suyas, pero quiero creer que los cumplió, y que va a cumplir muchos más. Para mí, siempre va a estar vivo.

   Al llegar a la esquina de Río Chico y Las Gardenias (apenas recuerdo como lucía sin semáforo), antes de cruzar la avenida, me detuve, di media vuelta y miré hacia Las Gardenias al fondo,  en dirección al Molina Punta. No había un alma en la calle y pude reconocer varios lugares: en la primer cuadra, la heladería El Polo, la casa del gendarme, la casa de donde salía el perro que siempre me corría (y más de una vez llegó a morderme), el gimnasio de Gato y la panadería, donde hacían la galleta hojaldrada más rica que probé en mi vida. En la segunda cuadra, la casa de Antoñito y el kiosco de Coli, en la esquina. En la tercera, la carnicería de don Urbina, el kiosco de doña Vicenta (en paz descanse la dulce señora), la pizzería de don Genaro, la farmacia, la casa de Manu y la gomería de don Blanco, mi casa, con banderas rojas en el frente, en señal de devoción de mi viejo al Gauchito Gil. Imaginé, distante, el sonido del compresor de aire en funcionamiento. Si hubiera estado encendido sin duda se habría escuchado hasta donde yo estaba, a casi 3 cuadras de distancia, en el silencio de la madrugada del barrio Jardín.

   - Es lindo volver al barrio. - susurré, dejando escapar una sonrisa.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Fuego saliendo de la cabeza del Mono.

Érase una vez, al pie de una gran montaña,
un pueblo cuyos habitantes eran conocidos como la Gente Feliz.
Su existencia era un misterio para el resto del mundo,
oculto como estaba tras las grandes nubes.

Allí disfrutaban de sus pacíficas vidas
inocentes a la letanía del exceso y la violencia
que crecía sin cesar en el mundo exterior.
Vivir en armonía con el espíritu de la montaña, llamada Mono, les era suficiente.

Un día, Gente Extraña arribó al pueblo.
Llegaron camuflados, ocultos tras lentes oscuros,
pero nadie los vió.
Sólo veían sombras.
Sin la Verdad de los Ojos, la Gente Feliz fue ciega.

Cayendo de aviones y escondiéndose en agujeros,
esperando a la puesta de sol, la gente va a casa.
Saltan detrás de ellos y les disparan en la cabeza.
Ahora todos están bailando la Danza de los Muertos... la Danza de los Muertos... la Danza de los Muertos...

Con el tiempo la Gente Extraña encontró su lugar en las partes altas de la montaña,
y es allí donde hallaron cuevas de inimaginable belleza y sinceridad.
Por casualidad se toparon con el lugar al que todas las almas buenas van a descansar.

La Gente Extraña codiciaba las joyas de estas cuevas por sobre todas las cosas,
y pronto comenzaron a minar la montaña,
su rica veta alimentando el caos de su propio mundo.

Mientras tanto, abajo, en el pueblo,
la Gente Feliz dormía inquieta,
sus sueños invadidos por figuras sombrías que cavaban sus almas.

Cada día despertaban y miraban hacia la montaña.
¿Por qué está llegando la oscuridad a sus vidas?
Y como la Gente Extraña minaba más y más profundo en la montaña
comenzaron a aparecer agujeros, trayendo con ellos un viento frío y amargo
que enfrió hasta la misma alma del Mono.

Por primera vez la Gente Feliz sintió miedo
porque supo que pronto el Mono despertaría de su letargo.
Entonces hubo un sonido, distante primero,
que creció en una hecatombe
tan inmensa que pudo ser oída muy lejos en el espacio.

No hubo gritos. No hubo tiempo.
La montaña llamada Mono había hablado.
Sólo hubo fuego.
Y después... nada.

Oh, pequeño pueblo en Estados Unidos, el tiempo llegó para ver
que no hay nada que crees desear.
Pero ¿dónde estabas cuando todo esto llegó a mí?
¿Me llamaste? No.

martes, 10 de noviembre de 2015

Fight, fight, you'll never win.

   Estábamos en la piscina tomando cerveza y escuchando Flema y La Polla Records mientras esperábamos que las brasas terminaran de cocer los chorizos que habíamos dejado sobre la parrilla. Jugábamos a una especie de fútbol-tenis acuático: dividimos la piscina en dos atravesándola con una red de voley y armamos los equipos. De un lado el Cuaty, Robert y Seba (con su prominente panza cervecera, a la cual todos estamos destinados), del otro, Geropa y Tarta (los mellizos), y yo. Ganaron ellos, nos gastaron y salimos a prepararnos los choripanes antes que la carne se nos achicharrara.

   Después de secarme y degustar el quinto sandwich (con más chimichurri que carne) agarré mi guitarra, la enchufé a la netbook, abrí el Guitar Rig y empecé a tocar sobre las canciones que sonaban. Lo bueno de la música punk es que es fácil de tocar; eso, sumado a mi (modestia aparte) destacable sentido del oído, hacía que para la mitad de la primer estrofa ya hubiera sacado los acordes correctos, para admiración de mis amigos que ya empezaban a expresar el sueño adultescente de formar nuestra propia banda.
   - Vamos a llamarnos "Los Prepucios". - dije, y empezamos a reir.
   - No, no, no - interrumpió Seba -, mejor "Los Oldenait". - y estallamos en carcajadas mientras dirigimos las miradas a Robert, a quien siempre gastamos con eso del gigoló, que también estaba riendo.

   - Bueno, vamos a salir a joder por ahí. - dijo el Cuaty. Apoyamos la idea y ellos entraron a la casa a vestirse mientras yo fui para la piscina a buscar la pelota, que quedó flotando abandonada. Estaba en la parte honda y a mi me sale perfecto el "estilo piedra" (entro al agua y me hundo), pero sí sé brazear, por lo que era cuestión de tomar la caprichosa, tirarla al césped, nadar hasta el borde y salir.

   Me tiré al agua. Antes de poder saber dónde estaba, sentí un calambre en el abdomen. Intenté llegar hasta el borde de la piscina pero no estaba a mi alcance, y cada movimiento me generaba más dolor. Me hundía. Abrí la boca para pedir auxilio pero terminé tragando agua. Me hundía hasta el fondo. Me desesperé.
   - ¡¡¡Eh, Tapia se está ahogando!!! ¡¡¡Vengan, ey!!! - eschuché la voz de Robert. Sin duda toda la cuadra se enteró de mi situación, pero a mis oidos llegó como un sonido distante, amortiguado por el agua que me abrazaba y me aprisionada y no mostraba ni la más mínima piedad para conmigo. Acabadas mis fuerzas y mis ganas de luchar una pelea que nunca iba a ganar, me rendí.

   Desperté. Despegué la cabeza de la almohada como quien levanta una piedra del suelo. Miré mi celular, entrecerrando los ojos para que su luz no me hiciera tanto daño, y vi la hora: 06:30 a.m.
   - Morí como un boludo. - atiné a balbucear, recordando los sucesos oníricos. Pensé en levantarme a preparar un café, pero el cuerpo y los párpados me pesaban, así que me hundí nuevamente sobre la almohada.

   Empecé a toser y a escupir agua. Abrí los ojos y vi a los vagos alrededor mío, los rostros preocupados mutando en alivio.
   - Tapia, boludo, te estuvimos reanimando como 5 minutos. Creímos que ya te nos fuiste. - dijo Geropa, en un tono mezcla de reproche y alivio.
   - O sea que me morí y resucité... ¿cuántas veces les dije que si me moría no me reanimaran? - pregunté indignado.
   - Nunca. - contestaron, extrañados por mi protesta.
   - Bueno, ahora ya saben, para la próxima - sentencié -. Igual, gracias por traerme de vuelta. - dije, levantándome a abrazarlos. "A este mundo de mierda" quise agregar, pero no encontré manera de decirlo sin sonar ingrato.
   Con una sensación de bronca porque no me dejaron descansar en paz, pero a la vez de júbilo, al darme cuenta de que tengo amigos que aún en pedos son capaces de arrancarme de entre las frías y suaves manos de la Muerte, fui hasta la conservadora y saqué una botella de cerveza que abrí con los dientes, en contra de todos los consejos y puteadas de mis odontólogos.
   - Guarda, no te vayas a ahogar otra vez, hijo de mil puta. - gritó el Tarta, con voz burlona.
   - Pfff, no me mataron 60.000 litros de agua, mirá si me va a hacer algo un litro de cerveza. - repliqué, para no ser menos, y me llevé la botella a la boca, dando mi primer beso en esta nueva vida.
   - Calmate pue, Highlander. ¿Chev Chelios ta no te dicen a vos? - atacó Robert, y todos reímos nuevamente, los ánimos calmados.

   - Bueno, ahora sí vamos. - dijo el Cuaty, y esta vez entramos todos a la casa a cambiarnos para salir.
   Nos vestimos como punks. En realidad es algo que nunca hacemos (ni haríamos) porque nos gusta la música punk, pero no nos consideramos como tales. Simplemente somos los vagos y nos vestimos como queremos (y podemos), con la ropa que tengamos a mano. Y esa vez teníamos "ropa punk". El Cuaty con su campera de cuero negra, Seba calzándose unos borcegos, y yo con una campera de jean con parches de Dead Kennedys y Dropkick Murphys, entre otros. Agarré mi longboard y salimos a la vereda. Seba enrolló la cadena, asegurando la reja, y cerró el candado.

   - Eh, manga de putos. - escuchamos a lo lejos. Dirigimos la vista hacia una esquina y vimos a un grupo de calvos apuntándonos con el dedo, viniendo hacia nosotros. Uno de ellos tenía una remera roja con la esvástica nazi pintada. Skinheads neonazis.
   - Eh, mirale pue a estos que están buscando bardo. - comentó el Cuaty mientras agarraba del suelo la pata rota de una mesa. Tarta, Geropa y Robert también buscaban en el suelo algo que usar como arma. Seba sacó el candado y se escuchó el sonido de la cadena desenrollándose. Yo me aferré a mi fiel tabla de skate. Con la adrenalina a flor de piel, fuimos al encuentro de los skins.
   - ¿Son pesados, ustedes, cabezas de mi picho? - provocó el Tarta, y tiró un piedrazo que fue a dar en el pecho de uno de los del otro grupo. No le presté atención, yo tenía la mirada fija en el de remera roja.

   Nos encontramos. Piñas, patadas voladoras, cabezazos. Una batalla campal sin reglas, donde lo único que importaba era herir lo más posible al adversario.

   Agarré mi tabla por la parte trasera y con la delantera intenté "apuñalar" al de remera roja en el pecho. Atajó la estocada y alcancé a pegarle una patada circular al costado de la rodilla antes de que se le ocurriera hacer otra cosa. Soltamos ambos la tabla y empezamos a intercambiar golpes. Una piña a mis costillas, un cortito a su nariz, una patada a mi estómago. En un momento vi un espacio y no dudé: le dí una patada certera de puntín, directo a los huevos. Se agachó, llevándose las manos a la zona inguinal, y acerté un rodillazo de lleno en su cara. Cayó con la nariz rota y me abalancé sobre él, atacando su cara con mis puños. Una trompada, dos, tres. Volví en razón, pero no me detuve: empecé a tararear alegremente un fragmento de la ópera Carmen mientras, al ritmo, seguía golpeándolo.
   Así estaba, tarareando y golpeando y riendo lleno de dicha, cuando sentí un golpe en mi zona lumbar. Miré sobre mi hombro y vi un tubo de hierro blanco con manchas de corrosión acercándose ferozmente hacia mi rostro. Caí de nariz al piso con el primer fierrazo. Un segundo. Un tercero. El cuarto ya no lo sentí.

   Desperté de nuevo. Volví a revisar el celular. 12:30 p.m.
   - La concha de mi hermana, morí de vuelta. Qué pelotudo. - dije, esta vez en voz alta. Ya no me pesaba el cuerpo ni los párpados, así que me levanté.
   Miré mi celular nuevamente y tenía un audio de Whatsapp de Geropa diciéndome que vaya a ayudarlo con el catering para la fiesta de 15 de su prima, como habíamos acordado.
   Me preparé un sandwich de milanesa y me senté sobre el longboard a comer, preguntándome por qué lo había elegido como arma, en vez de buscar una piedra suelta en la calle o ir a mano limpia. Después me pregunté por qué no me levanté a buscar un nuevo rival estando el de remera roja ya vencido, en vez de dar rienda suelta a mis más sádicos instintos mientras dejaba mi espalda indefensa ante el fatal ataque oportunista que me devolvió a este mundo.
   - Por pelotudo - concluí entre bocados. - Morí por pelotudo. Como siempre.

jueves, 5 de noviembre de 2015

         [10:39] - Me gustás.
   Pero la puta madre...
         [10:42] - ¿Por qué?
         [10:44] - No sé, me gusta como sos y todo eso. Date cuenta, me gustás y quiero estar con vos. Punto.
   Eh... bueno... ay, la concha de la lora.

   Hay gente que toda su vida (bueno, no "toda" exactamente) estuvo en pareja. Tengo una amiga que hace no mucho cortó con un tipo con el que salió desde los 15, casi 10 años. Eran de esas parejas que parecía que nunca se iba a separar, pero un buen día la commedia è finita. Lo bueno es que mi amiga no es de las que llora como una magdalena porque el novio las deja. Lo malo es que después de estar tanto tiempo y hacer tantas cosas con alguien más, no sabía estar sola, y la simple idea de estar sola la aterraba. Tardó 4 días en empezar a salir con otro tipo al que, lógicamente, ella encaró. Su temor hacia lo desconocido (la soledad) la empujó a buscar casi con desesperación alguien que llene el vacío que dejó su anterior novio.

   Bueno, a mí me pasa al revés: de pendejo, cuando las hormonas empezaban a hacer su magia, yo era un tímido fracasado que no se levantaba ni a la mañana y, encima, no sabía bailar ni el vals. Todos mis amigos caradureaban, chamuyaban como los mejores y andaban con una (a veces dos o tres) y yo ahí, yurú chupita, jugando al King of Fighters hasta que los putos botones se hundían y había que llamar al técnico para que venga a casa a arreglar (y, de paso, nos regalaba créditos en todas las máquinas). En fin, de a poco dejé de preocuparme, fui asumiendo la soledad sentimental y aprovechando los beneficios de manejarme siempre solo por todos lados hasta que me (mal)acostumbré y desembocó en esto: no sé no estar solo. Es decir, me acostumbré tanto y tan bien a ser un lobo solitario que cuando tengo la oportunidad de cambiar eso ante una posible relación, simplemente no sé qué hacer, me paralizo y, con suerte, duro 3 semanas en pareja hasta que mi indiferencia emocional se vuelve tediosa para la otra persona y decide mandarme a la mierda.

   Cosas simples que toda pareja hace prácticamente de manera instintiva, como ir a pasar la tarde al Camba Cuá (la actividad más sobrevalorada de la República de Corrientes) a mi me complican. Claro que sé ir hasta el Camba Cuá (soy boludo, pero no tanto), pero ¿después qué? Nunca pregunto nada y casi no hablo si no me preguntan, por lo que estar a solas conmigo es verme mantener la boca cerrada durante el tiempo que dure la reunión. Aunque soy así con todo el mundo, mis amigos pueden dar fe de ello; no importa que pasen meses desde el último encuentro, nunca hablo, nunca cuento nada nuevo, nunca un chiste de Jaimito, nunca nada. Solo opinar y responder preguntas concretas (y dejar el "visto" en un chat cuando ya no se me ocurre como continuar la conversación).

   Pero no es que solamente tenga problemas para comunicarme, sino que me tomo demasiado en serio el papel de tipo racional y sin emociones que se sienta a analizar lo que pasó en el partido en vez de salir a la caravana a festejar que Boca salió campeón. Rara vez dejo salir mi parte emocional, y esto se traduce en mi cara de "¿y acá que pasó?" cuando me abrazan con cierta efusividad, o correr la mano de lugar cuando pretenden tomármela. No es que no me guste el afecto y el contacto humano, pero podría decir que mi indiferencia emocional (si hay algo que amo es ese concepto) es un mecanismo de defensa ante el riesgo potencial de ser lastimado; pero mis intenciones son más nobles (o al menos eso pretendo hacer creer): no quiero estar con alguien sabiendo que la voy a tratar con desdén. Después de todo, nadie quiere (ni debe) dar afecto a una persona que no sabe corresponderle. Y yo no sé corresponder. De verdad, no sé.

         [12:49] - ¿Estás?
   ✔✔

viernes, 16 de octubre de 2015

No sos punk (o sos demasiado punk).

   - Sos demasiado punk para mi. - me dijo, con la voz temblorosa, a la sombra del viejo sauce una tarde de verano.

   En realidad era un intento de explicación a algo que no tenía explicación. Ambos sabíamos que no había vuelta que darle, pero no podía quedar todo en la nada (o más en la nada de lo que ya estaba).
   Y la verdad es que no, no soy punk, nunca lo fui, probablemente nunca lo sea y tampoco quiero serlo, aunque ella (y varios más) digan lo contrario. Aunque, siendo sincero, nunca supe con exactitud qué es "ser" punk. No hay una guía, manual o libro de la serie "for dummies" de cómo ser un buen punk, y cuándo se es "demasiado punk".
   Si definimos al punk como el típico rebelde de cresta con el símbolo anarquista dibujado con cabello a un costado de la cabeza que discute con todo el mundo, busca pelea por cualquier boludez, no respeta a los profesores y siempre termina en la dirección planteándole sus problemas a un rector cincuentón ex-hippie y haciéndose la víctima (con razón o no) de discriminación por su condición de "punk", si, pasé por esa etapa de la adolescencia en la que uno no sabe que concha quiere hacer con su vida y necesita demostrar su indecisión con actos de vandalismo y raros peinados nuevos. Pero en sí eso es lo más cerca que estuve de ser un "punk estándar".
   Me viene a la memoria una vieja publicidad de un vino en la que había un grupo de estos "standard-punks" buscando algo por lo cual brindar, en lo que uno dice "porque me amigué con el sistema", para acto seguido arrancarse la cresta picuda de utilería y su "uniforme punk", quedando simplemente pelado y con camisa blanca y pantalón de vestir, alzar los brazos y gritar a la ciudad "Sistema, ¡¡¡te quiero como sos!!!". Bueno, una vez conocí a un tipo así, que no encajaba estéticamente con su grupo: todos ellos punks a la vista y él de camisa y corbata. Pero aún así estaba con ellos sentado en la vereda tomando una Palermo y escuchando La Polla. Los amigos eran todos mecánicos, albañiles, remiseros (típicos trabajos del "punk obrero"), pero él era cajero en un banco en plena City porteña. Y aún así era punk, el más punk del grupo según sus amigos, porque (me explicaron) nunca le gustó "disfrazarse de punk", ser un ejemplo más del estereotipo. Rechazaba todo aquello que podía revelar su punkidad, pero sin meterse de lleno en el Sistema. Estaba en el Sistema (como todos), pero no con él (como todos los punks); era punk, pero en carácter, no en estética. Era un punk que se rebelaba contra en estereotipo del punk, y eso lo hacía más punk que el propio punk.
   Claro que un pendejo de 13 años que toda su corta vida se vio obligado a escuchar chamamé, Michael Jackson y Yerba Brava apenas podía entender lo que un grupo de punks del conurbano tenía para decirle acerca de la vida, pero desde entonces me pregunto si será cierto que lo más punk que puede haber es un punk que no acepta parecer uno más del montón y anda por ahí de camisa y corbata y un peinado impecable, mientras el resto de la monada va con sus borcegos y sus cabellos de formas y colores llamativos (no por ello descuidados).
   Si estos punks anti-punks (el de la publicidad y el banquero) son lo más punk que hay o no, no lo sé. Y algún desubicado (¿por qué "desubicado"?) dirá que me parezco a ellos al no pretender ser uno más del estereotipo conservando la actitud de me-chupa-un-huevo-todo (que no sé si tengo, dicho sea de paso; pero vos sabrás mejor que yo, porque nunca me doy cuenta de nada).
  Más allá de las veces que me dijeron "sos demasiado punk" desde aquella tarde de hace algunos eneros hasta hoy, no, no me considero punk, y tampoco pretendo serlo (ni parecerlo).

   - Tenés razón - admití finalmente, reflejándome por última vez en aquellos ojos color ámbar que no creo poder olvidar. -, soy demasiado punk para vos.

martes, 22 de septiembre de 2015

Campeón mundial sin corona.

   - Tengo toda mi fe puesta en vos, Seba.
   - Vos decinos qué tenemos que hacer y nosotros te seguimos, Tapia.
   - Tapia, estás a cargo del grupo.
   - Bueno Sebastián, tenés el papel principal.
   - SebasT, vos vas a pasar primero.
   - Sos mi mejor amigo, Tapia.

   *interprétese como muchas voces hablando al mismo tiempo*
   - Vos sos el referente...
   - Confío plenamente en lo que vos digas...
   - Sos el primer tipo que conozco que...
   - Es tu decisión la que nos importa acá...
   - Recurro a vos primero...
   - El primero...
   - Primero...
   *silencio*

   No me gusta ser la primer opción. No me gusta ser el primero en la lista. No me gusta que me sigan. Ni siquiera puedo caminar más adelantado que el resto del grupo cuando vamos por la calle. No me gusta que confíen ciegamente en mí.

   Por supuesto, todos queremos que confíen en nosotros, en lo que decimos y hacemos, pero no quiero que me lo hagan saber. Muchos dirán que soy un tipo digno de confianza y creo que tienen razón. Son pocos, muy pocos, los que pueden reprocharme el haberles fallado alguna vez. Precisamente por eso les fallé, por decirme que me tenían plena confianza. Ya sé que confiás en mi, o que al menos esperás que haga o logre algo, pero no me lo hagas saber con palabras. Eso me inhibe, me incomoda, tengo miedo a decepcionar y me molesta recibir halagos, y no hay frase más halagadora que "confío en vos".

   Tampoco me gusta ser el primero. En nada. En llegar a un lugar, en autoridad, como opción, en entregar un exámen. En nada. Tampoco es que haya nacido para segundear, pero no me gusta distinguirme del resto del grupo por lograr ser "el primero", "el que está al frente de todo". Obviamente tampoco quiero ser el último, después de todo el último es el primero en orden invertido.

   No, no sirvo para comandar, para estar a cargo, para llevar las riendas de un carruaje en el que no viajo solo. Puedo estar ahí para apoyar, aconsejar, incluso tomar la posta momentáneamente ante la duda. Pero no quiero llevar la batuta, no tengo pasta de director de orquesta.

   ¿El primero en esta ciudad o el segundo en Roma? Segundo. Ya sea en Roma, Cártago, Esparta o Villa Cajeta. Ser el primero es sobresalir, distinguirse demasiado, tener la confianza y admiración (y también odio) de los demás. No, gracias, no necesito el reconocimiento, estoy bien si mi nombre aparece segundo en los créditos.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Cocktails & Dreams

   Otra noche fría te encuentra recorriendo las calles sintiéndote miserable, impotente, cual único superviviente de una batalla sin vencedores que vuelve a casa a recibir una insípida medalla y años y años de tratamiento por estrés post-traumático. Pero no vas directo a casa; de camino parás en el bar, ese que siempre está abierto cuando lo necesitás, una suerte de Sala de Menesteres donde pasas a meditar, buscar respuestas, o simplemente tomar algo y ver que onda.

   Entrâs y te recibe el sonido de la trompeta de Louis Armstrong acompañando a la voz de Ella Fitzgerald mientras canta Dream a Little Dream of Me. La luz tenue muere al llegar al piso de nogal que cruje levemente con cada paso; un ambiente tibio, acogedor, melancólico. Solo el barman está presente, ese maestro de la alquimia cuyos brebajes son una caricia a los sentidos y al alma, que te transportan a una dimensión personal, intemporal, lejos del mundo y sus demonios y cerca de los tuyos.

   Te sentás y apoyás los brazos en la barra, un suspiro profundo, una mirada afligida al cantinero, que está puliendo una coctelera con un paño de algodón blanco, y agachás la cabeza. No hacen falta las palabras, la señal es inconfundible; interrumpe su ritual, da media vuelta y saca del aparador un vaso old fashioned y una botella de Old Smuggler. Posa el vaso frente a vos y con maestría sirve el líquido ámbar, en una cascada de casi dos segundos que siempre parecen eternos. ¿Hielo? ¿para qué?, lo que necesitás es algo reconfortante, purificador, algo que te haga sentir vivo. El manual del cantinero dicta el deber de devolver la botella a su lugar una vez servido el trago, pero no lo hace; la deja a un lado, al alcance de su mano. Sabe que la va a necesitar más tarde, y vos también: no es la única copa que vas a beber esta noche.

   Tomás es cáliz, no con delicadeza. Lo observás, lo revolvés. El elixir refleja la luz mortecina y brilla en un resplandor dorado. Asomás el vaso a tus labios y un gentil aroma a roble y miel te reconfortan. Un sorbo. Unas suaves notas de tabaco y vainilla quedan impregnadas en el paladar. Bajás el recipiente y con un golpe suave pero audible lo dejâs sobre la barra. Inconscientemente ponés un dedo sobre el borde del vaso y lo recorrés, pensando, mirando sin observar. El tabernero volvió a su rutina de la coctelera. Solo el dulce murmullo del jazz se atreve a romper el silencio.

   - ¿Soy masoquista o qué? - preguntás finalmente.
   - Detrás de todo masoquista, por lo general, hay un sádico con un látigo. - responde el cantinero.
    Con un pequeño sobresalto, una sonrisa se dibuja en tus labios, un tanto jocosa, un tanto irónica.
   - "Las cosas quizás no salieron bien, es momento de partir". - recita él.
   - "Si amas a alguien, déjalo volar. Quiero ser feliz y que seas feliz". - completás. - Es fácil cantarlo, pero cuesta horrores llevarlo a la práctica. ¿No es para mí o qué? -
   - Uno nunca "es para alguien". -
   - ¿Y entonces?, porque es todo lo que busco en una persona, con defectos y todo. -
   - ¿Y vos sos lo que busca? Más aún, ¿sos lo que necesita?
   - Si... bah, creo. Nos conocemos hace bocha, siempre nos llevamos bien, podemos estar días juntos sin aburrirnos. - suspirás - No entiendo. - y terminás la oración con otro trago de whisky.
   - Puede que no quiera arriesgarse a perder tu amistad. También tienen muchos amigos en común y seria incómoda la tensión entre ustedes, si ya no la es. Puede que tenga pensado irse a la mierda dentro de poco. O puede que simplemente no le atraigas. -
   Bamboleás la cabeza considerando las opciones y finalmente vaciás el vaso.
   - ¿Qué te dijo? - pregunta mientras te sirve otra ronda.
   - Que no le interesa tener nada con nadie, que siente que no es el momento. ¿Es posible eso? -
   - Si no fuera posible, yo no estaría de este lado. - responde sin inmutarse.
   - Cierto, me olvidé que te extirparon el corazón. Disculpa. -
   Ahora es el barman quien ríe ante la ocurrencia. - Ojo, no estoy diciendo que no podés sentir nada por nadie. El tema es que si le das demasiada importancia a alguien que no te registra, cagaste. - explica mientras saboreás el segundo vaso. - El interés lleva al deseo, y el deseo al sufrimiento. - remata.
   - Pero tarde o temprano vas a sufrir por algo, es inevitable. -
   - No, el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Vos cuando vas a un recital y hacés pogo salís con dolor en partes del cuerpo que no sabés ni cómo se llaman, sin embargo disfrutás ese dolor y terminás sonriendo, por poner un ejemplo. -
   Asentís tomando otro sorbo.

   - ¿Cómo hacés, boludo? A vos nada te afecta. - preguntás.
   - Muchas cosas me afectan. - corrige.
   - Si, ya sé, pero no estas cosas. Siempre andás en la tuya y no te interesa nadie aparte de vos mismo. -
   - Si no sos lo más importante para vos mismo, te pasan por arriba. -
   - Hablás como un resentido. -
   - Puede ser. La vida nunca me sonrió, siempre se me cagó de risa en la cara. -
   - Pero ahora te sonríe, no me vas a negar que preguntan por vos. -
   - No lo niego, soy consciente de que le intereso a alguien. -
   - Y aprovechá, boludo. Ahora que tenés las puertas abiertas no querés entrar. ¿O me vas a decir que porque te cagaron un par de veces te vas a desquitar con todo el mundo? -
   - No, no es desquitarme con nadie, pero... no me interesa estar con nadie. -
   - Ese verso me suena conocido. - sentenciás con sorna, acercando el vaso a la boca. - ¿No podés simplemente seguirle el juego y aceptar la propuesta? ¿Qué es lo peor que podría pasar? -
   - Porque no voy a andar con alguien sin sentirlo, porque "es lo que hay". Es triste andar mendigando la atención de alguien y que no te registre, pero si te da pelota por lástima y/o de tanto que le jodés, ya es humillante, y no soy tan hijo de puta. -
   Abrís la boca para contestar pero no lográs articular palabra. Tomás conciencia de esa última frase y la sentís como una puñalada a tu amor propio.
   - Me estoy humillando, ¿verdad? - te preguntás en voz alta.
   - Cada día un poco más. - contesta el barman intentando no parecer insensible, sin lograrlo.

   Volvés a recorrer el borde de la copa un momento. - ¿Por qué no me manda directamente a la mierda? Así dejo de ilusionarme al pedo. - te quejás.
   - Porque nadie es tan imbécil de echar por la borda una amistad ya afianzada sólo porque de pronto la otra persona muestra cierto interés. - responde, como si lo que hubieras preguntado fuera un insulto. - Y, conociéndolos a ambos, poco o mucho, sé que su amistad vale lo suficiente como para no arruinarla. - agrega.
   - ¿Estás diciendo que no debería intentar ir más allá?. -
   - No, estoy diciendo que no tienen que dejarse amedrentar por la situación, especialmente vos. ¿No te da pelota?, listo, asumilo. Si podés hacer algo, hacelo; si no, no te escondas ni agaches la cabeza cuando se vean de nuevo. El río sigue su curso: habrán más encuentros, más birras, más gastadas porque el equipo de uno le ganó al del otro; es probable que hasta terminen más unidos. Y capaz algún día hasta se dé... - y antes de que esto último refleje en tus ojos una esperanza renovada, agrega con un suspiro - aunque en tu caso lo veo difícil. -
   - ¿Por qué? ¿Acaso sabés algo? - preguntás impaciente.
   - No, nada concreto. Pero por algo no te da pelota. Sé que tiene una buena razón para no hacerlo, lo presiento. - explica con la mirada perdida, como si pudiera ver más allá en el tiempo. Su respuesta te desconcierta pero a la vez te alivia.
   - El tiempo siempre termina dándote la razón, hijo de puta. -
   - Puede ser. O puede que sólo presto atención a los detalles. -
   - Quisiera poder hacer eso. Enseñame tu secreto. -
   - Simple, mira más allá de lo que ves. -
   - Gracias, Rafiki. - Ambos ríen alegremente un momento.

   - Entonces, ¿abandono toda esperanza?. - consultás, adivinando la respuesta.
   - Eso suena desalentador, me agrada. - contesta con una sonrisa irónica. - Pero ya en serio, no te hagas la cabeza. Si no se te da, te va a ser mucho más fácil superarlo. -
   - ¿Y si, por esas putas cosas de la vida, se me da? -
   - Bueno, recibís algo que nunca esperabas obtener. ¿Qué mejor que una sorpresa agradable? -
   - Y si. - admitís finalmente.

   Vaciás el vaso y lo dejás en la barra, sobre unos billetes que cubren la cuenta y la charla. Agradecés este último detalle y salís del bar, que ya no te parece tan lúgubre como cuando entraste. Afuera, el silencio de las calles vacías transmite una paz confusa, inesperada, mientras te disponés a caminar a casa. El viaje es largo, pero eso no te preocupa; tenés un par de cosas que pensar en el camino.

viernes, 28 de agosto de 2015

La canción sigue siendo la misma.

   02:23 a.m., estoy acostado viendo la película de Led Zeppelin, The Song Remains The Same, por enésima vez en TCM. Están tocando Stairway to heaven, justo recién empezó el solo. La Gibson de doble mástil de Jimmy Page es todo lo que está bien en esta vida.

   Hay solo dos películas que podría ver una y otra y otra vez sin cansarme: Hombres de Honor, y esta. Igual, esta vez no la estoy disfrutando. Estoy intranquilo, no puedo dormir. Muevo el pie derecho con nerviosismo, como un tic incontrolable, como si estuviera marcando el ritmo de un solo de DragonForce, como si Joey Jordison se estuviera mandando alto solo de batería con un solo pedal de bombo. Algo me quita el sueño, pero no logro identificar qué.

   Renuncié al laburo y ando tirando currículums; estoy buscando mi quinto trabajo en menos de un año. Lo que fácil viene, fácil se va, así que no me caliento. Pronto llegará.

   Invité a salir a la mina que me gustaba y no me da pelota, pero tampoco me mandó al carajo. Lo importante es que hice lo que tenía que hacer; no me salió, pero tengo la tranquilidad de no haberme quedado callado, que es lo importante. De todas formas no creo que hubiéramos funcionado, por eso "me gustaba" y no "me gusta"; asumí que era una causa perdida así que no me preocupa.

   Me está yendo como el orto en la facultad. Me cabe por querer ser astrofísico, pero con un par de videitos de Youtube le saco la ficha a ese problemita de mierda de termodinámica en el que me quedé estancado. Y mi vieja insistiéndome para que estudie para despachante de aduana; capaz le de el gusto el año que viene.

   No, che. No logro identificar la causa de mi inesperado insomnio. Hoy no dormí la siesta así que debería estar cagado de sueño; debería estar durmiendo plácidamente, como los bebés de las publicidades de Pampers. Pero no, estoy dándole vueltas a un asunto sin siquiera saber cuál es. Y esta misma incógnita me quita aún más la calma, si es que aún hay calma por quitar.

   Estoy tapado con una sábana, de esas que se usan en verano: blanca, algo transparente, con ella uno se siente más fresco aún que sin ella. Pero a mi me da calor. Me estoy cagando de calor. Siento que me arden las piernas.

   Me destapo. Enseguida siento frío, ese frío que hiela hasta los huesos; como estar a la intemperie momentos antes del alba. Es increíble como un simple pedazo de tela de menos de un milímetro de espesor puede hacer la diferencia entre Siberia y la siesta sahariana. He aquí otro problema de termodinámica irresoluto.

   Reposo boca arriba, mirando al techo... bueno, no precisamente al techo, sino a la parrilla de la cama superior de mi litera; particularmente a un listón de madera que tiene un nudo ovalado con una especie de pupila vertical en su centro, sorprendentemente parecido al Ojo de Sauron. Así me siento, como si tuviera frente a mi al mismísimo Señor Oscuro.

   Pongo la almohada sobre mi frente, forzándome a mantener los ojos cerrados. No me siento cómodo reposando mi cabeza directamente sobre el colchón. La almohada vuelve a su lugar y yo cambio de posición. Me acomodo sobre mi costado derecho... miento, no logro acomodarme; recostarme hacia la pared solo logra mantener, e incluso aumentar mi ansiedad. 180 grados sobre mi columna. Me siento mejor sobre mi lado izquierdo, tanto que vuelvo a indagar las regiones más profundas de mi cerebro en busca de ese cuento inconcluso, ese círculo sin cerrar que no me deja viajar al país de los sueños.

   03:32 hs. Termina la película. Me levanto, busco en mi mochila, como quien busca una respuesta a todas las incógnitas del universo. No encuentro la respuesta, pero si un paquete de Benson & Hedges por la mitad. Con el botín en mis manos salgo al patio del frente a meditar bajo la Luna casi llena. Mi gata me escucha, se levanta de su lecho, un montón de ropa desparramada en la cama de arriba (la cama de Sauron) y decide acompañarme.

   Ya en el patio, perfilado hacia el sur, prendo el primer pucho. Busco la Cruz del Sur, como siempre lo hago. No la veo; para la fecha y hora que es ha de estar por debajo de la línea del horizonte. No estoy seguro, la contaminación lumínica y las casas al otro lado de la plaza me impiden comprobar mi teoría.

   Rastreo la bóveda celeste en busca de una constelación amiga; al Este encuentro a Orión enfrentando a Tauro para poder llegar a las Pléyades, objetos de su deseo. En esta eterna batalla estelar estoy del lado del toro. Hacia el Oeste me observa la Luna, brillante, inmaculada; no hay estrella ni nube alrededor que desvíe mi atención de ella. Sólo un acertijo sin origen ni respuesta dando vueltas en mi cabeza.

   Otro cigarrillo. Unos ladridos distantes rompen el silencio reinante en la madrugada del último viernes de agosto. Definitivamente siento más frío acá que estando destapado en la cama, pero a la vez me siento más cómodo. Es un frío que llega solo hasta la piel, y en el calor interno del cuerpo encuentra un adversario que lo iguala en fuerzas, logrando entre ambos equilibrar la balanza. Que cosa hermosa la termodinámica.

   Pasan los minutos, los cigarrillos, algunas motos por la avenida. Pasan mis pensamientos. No logro descifrar el enigma. Es mi energía oscura; sé que está ahí, puedo sentir sus efectos sobre mi universo, pero desconozco su naturaleza.

   Busco otro cigarrillo y me encuentro con el paquete vacío. Cosas que pasan cuando se dispara sin contar las balas, ensimismado en las profundidades de la mente, navegando sin rumbo en medio de una feroz tormenta de madrugada austral.

   Derrotado por mí mismo, decido volver a la frialdad de mi lecho. Abro la puerta y dejo pasar primero a mi gata, que vaya uno a saber dónde estuvo todo este tiempo... hablando de tiempo, ¿cuánto habré estado afuera, de pie, inmóvil, como un gnomo de jardín fumador y pensativo?

   Miro mi celular, 04:56 hs. Una hora y pico, no recuerdo bien, y no estoy para hacer memoria. No más. Un último repaso por las novedades de Twitter: algunas fotos de la nave Soyuz subidas por la NASA, nada interesante.

   Vuelvo a la cama, bajo la atenta mirada del Ojo de Fuego (en este caso, de madera). Morfeo golpea a mi puerta y lo recibo sin muchas ganas. Se sirve un vaso de whisky y se sienta a mi lado a presenciar la batalla entre mi cansancio y mi incertidumbre. Éste último es un hueso duro de roer, pero tarde o temprano caerá ante el primero. Solo entonces el dios de los sueños me posará en sus brazos, asegurándose que yo no pueda oponer resistencia y consiga dormir de una vez.

   Cuál fue el motivo de mi vigilia extendida, quizá nunca lo sepa. Quizá al despertar lo descubra, como quien recuerda de pronto que olvidó algo al salir de su casa. Quizá lo descubra en un sueño. Quizá al despertar no quede rastro del incidente de esta noche, guardando esta aventura en el cajón de las anécdotas.

   Suficiente incertidumbre por una noche. Me voy a dormir, cuando quiera que eso pase.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Muralla de cristal

   ¿Qué es lo que nos hace ser como somos? ¿Son las experiencias;el cómo nos criaron? ¿O cada quien elige cómo quiere ser? Creo que es un poco de ambas.

   A mi me criaron rompiéndome el lomo, esto es, cagándome a garrotazos, pero también haciéndome laburar. Mi currículum y mi hernia dan cuenta de ello. De ahí que no soporte estar al pedo un momento. Es lindo, si, pero necesito estar ocupado haciendo algo.

   También me acuerdo que si hacía algo mal mi viejo me pegaba una laceada. No había margen para el error. Recuerdo que siempre me decía "ni se te ocurra venirme con menos de 9 en la libreta". Si, un 8,66 ya era merecedor de un cintarazo. Y menos de tres dieces también. Puede que a eso se deba el que sea tan perfeccionista, aunque ahora nadie me va a garrotear si hago algo mal. De hecho, a muchos les desespera verme hacer las cosas con excesivo esmero.

   Otra cosa que no me gusta es hacer mandados. Siempre que me mandaban a hacer algo y salía mal, me echaban la culpa. Total, siempre es más fácil echarle la culpa al mandadero.

   Ahora que me doy cuenta, todo esto es la base de mi miedo al fracaso. Por eso prefiero nunca intentar nada. Bueno, prefería, hasta que entendí que no tenía que tomarme el fracaso tan a pecho (que todo me chupe un huevo, bah). Como dicen, el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Yo lo intento, total, ¿qué es lo peor que podría pasar?

   Otro de mis miedos, y creo que el único objéto físico al que le tengo un cagazo, es a (te doy un momento para que intentes adivinar, pero te juego la birra a que en tu puta vida lo vas a imaginar. ¿Pista? Gajes del noble oficio de la gomería)...





... ruedas de camiones *risas grabadas*. No, en serio, les tengo un cagazo bárbaro. No Puedo pasar por al lado de un camión sin ponerme nervioso, con palpitaciones y todo eso. Y no es por el temor a que exploten (que también), sino por el aro de la llanta, un anillo de acero de unos 50 cm de diámetro, 3 de ancho y 0,5 de espesor. ¿Te imaginás la fuerza con la que sale disparado semejante fierro de como 5 kg de una rueda inflada a 120 lb/pulg²? Para que te des una idea, puede atravesar una pierna y un techo con cieloraso, y seguir varios metros más todavía... ¿cómo? ¿atravesarle la pierna a alguien? Oh si, preguntale a cualquier gomero si no me creés. Especialmente al que vivía a la vuelta de mi casa. Tuvo suerte, el aro no le atravesó la gamba, le quedó incrustado nomás (je, "nomás"). Le salvaron la pierna, pero estuvo (sin exagerar) casi 2 años enyesado. Y desde entonces que anda con muletas, y de esto ya harán unos 10 años.

   Pero no todo es trauma y sufrimiento y aros de acero asesinos voladores. También hay cosas buenas que te marcan. En mi caso, la radio.

   Prender la radio y escuchar a una criatura de 10 años haciendo un programa de chamamé un domingo a la siesta no es cosa de todos los días. Siempre me llamaban invitándome al cumpleaños de una abuela, un asado o la novena de algún santo. Y yo iba, si me llevaban mis viejos, claro. Obvio que era el centro de atención: "todos los domingos te escuchamos", "que orgullo que a alguien tan jovencito le guste el chamamé", y así. Te debés estar cagando de risa, pero era muy incómodo. Se deshacían en halagos hacia mi, y he ahí la rrazón de que me incomode ser halagado. Si acepto una felicitación es por pura cortesía, aunque casi siempre de mala gana.

   Y así son las cosas que forman nuestro temple. En su momento pasan sin que nos demos cuenta, pero de un momento a otro nos vemos pegando un sapucay cuando suena un dos hileras en la madrugada. Es un acto reflejo que te sale del alma, como todo.

   ¿Te pusiste a pensar el por qué? ¿Qué te hizo ser como sos?

viernes, 14 de agosto de 2015

La misma mierda con distintos nombres.

   La otra vuelta andaba con Cathy en el 104 yendo a la casa de no-me-acuerdo-quien. Como siempre, ella hablando y yo escuchando el 15% de la intempestiva catarata de cosas de las que hablaba, y no me acuerdo como ni por qué terminamos hablando de este blog, de la paja que me da escribir cosas como las que estás leyendo en este momento en mi cuaderno, cual borrador, para después publicarlas acá, que tenía varias ideas en mente, pero que justamente por esta falta de voluntad no salían de mi cabeza y de que el tema de esta entrada era una de esas ideas y que probablemente iba a ser la primera en ver la luz.

   Viéndolo desde una perspectiva más amplia y absolutamente racional (perspectiva a la que siempre recurro para analizar todas las variables y calcular los posibles resultados antes de llevar a cabo una acción, para después lanzarme al vacío, maniatado y con los ojos vendados, refugiándome en un simple pero convincente "¿qué es lo peor que podría pasar? total, mañana voy a tener una anécdota más para contar"), me pregunto "¿a quién carajo le importa saber todos los apodos que tengo?, ¿a quién carajo le importa este blog?, ¿a quién carajo le importan los blogs personales donde la gente como yo deja plasmadas sus historias de viajes, (des)amores, pérdida, depresión, libertinaje, anarcoadolescencia, y demás cosas que solo nosotros conocemos bien (o casi bien), pero igual nos volcamos a leer experiencias ajenas, como la chusma insaciable que somos?, ¿a quién caraj...?", y así en una sucesión infinita de indiferencia que ¿termina? en un "¿a quién carajo le importa/n el/los universo/s?". Bueno, en respuesta a la primer pregunta de la cadena esta, puede que a nadie le importe saber todas mis identidades pero las hago públicas de todas formas, como simple curiosidad (mía y tuya, porque si llegaste hasta acá estoy seguro que vas a seguir leyendo. Y no te juzgo, la curiosidad es el más fuerte de los instintos animales), porque le dije a Cathy que iba a publicar esto y soy un tipo de palabra (nunca falto a una promesa y esas huevadas), y porque se me cantan las pelotas. Después de todo, ¿qué es lo peor que podría pasar?

   En fin, la lista es bastante larga, aunque no sé cuál será el promedio de sobrenombres que tiene una persona, y voy a intentar explicar masomeno el origen de cada apodo en cuestión, así que esto va a ser todavía más largo. De hecho, sólo esta suerte de introducción ya es como el doble de lo que iba a ser originalmente, porque a pesar de ser un pajero inexpresivo, cuando arranco no paro más.

   Bueno, basta de irnos por las ramas. He aquí la lista de Tapia (?), con sus cortas (?!!!) y no muy interesantes historias y protagonistas:
  •     Seba: El clásico, el lógico, el apócope por excelencia del nombre Sebastián. Lo usan desde que tengo memoria y fue el único hasta que entré al polimodal, esto es 2008. Claro, hasta ese entonces yo era el único Sebastián de la clase, de la familia, de la junta, del barrio... parecía ser el único con mi nombre en todo el puto universo. Ni en las novelas había algún personaje que se llamara Sebastián, ni en las películas, ni en nada. Me viene a la mente el cangrejo de La Sirenita (nunca me cayó bien ese personaje pelotudo y justo se viene a llamar igual que yo). ¿Algún famoso con mi nombre? Y... Loëb, Bach, Chabal, Gaboto, Elcano, Estevanez, Battaglia, Saja, Joan Sebastian... pero nadie en el barrio Jardín oyó en su puta vida hablar de alguno de estos (excepto tal vez de los futbolistas, el actor, y tal vez Joan Sebastian). Eso sí, nunca falta (ni va a faltar) el que escucha mi nombre y automáticamente lo asocia con Sebastián Mendoza.
  •    SebasT: Cuando entré a la escuela Frondizi a hacer los últimos 3 años de mi escolaridad me dieron a conocer el juego Mu. Lo empecé a jugar con unos compañeros y terminamos amigándonos, formando el grupo del curso/clan del Mu "Meteora" (por el disco de Linkin Park, y así descubrí que también tenía gustos musicales parecidos a los de ellos). Dos de estos pibes, Angelito y Tortuga, vivían en la misma cuadra, muy cerca de la escuela, así que siempre terminábamos por ahí. Y empecé a juntarme con los otros pibes de esa cuadra, entre los que ya había un Sebastián, así que surgió la necesidad de diferenciarnos. Por aquel entonces mi canción favorita era el Canon Rock, una versión eléctrica de la obra de Pachelbel interpretada por un guitarrista taiwanés llamado JerryC, entonces yo, en vez de escribir "Seba" por todos lados, escribía "SebasT". No me había puesto a pensar en la pronunciación, hasta que Majo la interpretó como "sebasté". Y gustó, y pegó, y quedó. Y, dentro de todo, sigue siendo mi apodo favorito.
  •    Tapia: No se si será un apodo como tal, pero tiene su historia: con el tiempo me hice conocido en la escuela (a base de hacer pelotudeces y ser el arquero de fútbol y handball por antonomasia de la escuela, más que nada), pero, por razones desconocidas, los de los otros cursos, profesores, preceptores y hasta el mismo rector me decían simplemente Tapia. Como la Frondizi es la típica escuela en la que el 90% de los alumnos/profesores son del barrio, y yo vivía a unas 10 cuadras y sobre la calle principal, todos los días pasaba alguien que me saludaba con un "Eh, Tapia". Esto siempre molestó a mi viejo, don Blanco, que me increpaba diciéndome "ahora sos Tapia nomás, ya no sos más Blanco". Para ese entonces la relación con mi viejo era una convivencia forzada y cada vez que nos dirigíamos la palabra terminaban volando cosas, así que yo le hacía peor y le pedía a la gente nueva que me llame Tapia, lo cual sigo haciendo hasta ahora, como rechazo hacia el apellido de mi viejo y (casi) todo lo que representa.
  •    Saiyaman: Creo que acá empiezan las historias cortitas (o eso espero). Resulta que en 2011 por ahí empecé a usar bandana en la cabeza por la dificultad y el desgano de peinarme (y esto me trajo varios sobrenombres que veremos más adelante). Prácticamente no salía de casa sin la cabeza cubierta. En uno de mis innumerables viajes al Molina Punta, yendo a jugar a la pelota en lo de Ángel con los caú, Mosqueira al verme comenta que me parecía al Saiyaman. Y quedó.
  •    Loco del Jardín: Este se remonta a mi época de cumbiero-que-escucha-Adrenalina-y-Sapukay-FM-intento-de-seguidor-de-Eclip'c-que-hace-un-programa-de-radio-de-cumbia. No me enorgullezco de esa etapa de mi adolescencia, pero tampoco me arrepiento de ella ya que conocí a varios buenos amigos. Para todo ese rejunte de 100% negros cumbieros yo era "Seba, el loco del Jardín". Incluso en una canción de Iluminados me nombran, como el típico saludo en las canciones de cumbia-rock, aunque no recuerdo exactamente qué canción era.
  •    Coatí: Este es quizá el más extraño de la lista. Fue obra de un tal Gordo Jorge que iba en noveno, un año más que yo, cuando entraba en la 158, y prácticamente toda su junta me llamaba así. Todavía me los cruzo y me siguen diciendo Coatí, aunque nunca me atreví a preguntar el por qué de tan peculiar sobrenombre. Mejor dejémoslo así.
  •    Blanquito: El infaltable diminutivo del apellido. Para todos los amigos de mi viejo yo soy Blanquito. Y para algunos amigos míos también, pero no por ser el hijo de don Blanco, sino por el personaje de Irene, yo y mi otro yo, un albino parricida y rarito con claras tendencias psicópatas. No seré albino ni parricida, pero siempre fui un rarito y solía (suelo) expresar ideas un tanto psicópatas. Además me apellido Blanco, el complemento ideal.
  •    Pequeño Tapia: Surgió durante una de tantas noches de alcohol tratando de conquistar el mundo en la vieja florería (a.k.a la casa de Geropa, donde nada puede malir sal) (N. de R.: todo lo que recuerde que pasó en la casa de Geropa en realidad es un "creo que pasó así". Puede haber más de una versión de la historia). Deriva de la escena de Los Simpson en la que Kent Brockman dice "pues hoy no habrá camión de bomberos para el pequeño Bart, ni suéter para la pequeña Lisa, ni salchicón francés para el pequeño Homero". Si mal no recuerdo, me habían invitado a Bolilla y yo me negué alegando que no tenía ropa decente o algo así (mentira, no me gusta el boliche, y menos Bolilla), y Robert comenta "no habrá Bolilla para el pequeño Tapia. Algunas risas después y me sigue llamando así.
  •    Enano: Este es obra de mi vieja. Aunque ya no debería aplicar, puesto que tenemos la misma altura. Pero es mi vieja, ¿qué le voy a decir?. Además es el nombre de una canción de Las Pastillas del Abuelo que, según algunos (ella incluida), me describe bastante bien.
  •    Barba Jr.: No, el Barba no es mi viejo. Tampoco es Dios, aunque bien podría. El Barba es un personaje. La personificación del bohemio. Cliente frecuente del bar donde laburaba con Tarta y Geropa, desde la cocina lo veíamos en el salón y lo saludábamos. La razón de este sobrenombre es que, al igual que a mí, al Phil Robertson de Corrientes siempre, pero siempre, se lo ve con una bandana cubriéndole la cabeza. Empezó como un chiste, una burla, pero ojalá pudiera llegar a ser como el Barba.
  •    Zohan: Si no me equivoco, fue lo primero que me dijo Mario una vez que fui a buscarlo a Ernesto y hacía como mes y medio que no me afeitaba. Hasta ahí llegó, pero reflotó en el último tiempo gracias a Emilio.
  •    Osama / Bin Laden / Saddam / Iraquí / Palestino / Musulmán / Al Qaeda / ISIS / Terrorista: Todos ideados por distintas personas, pero por la misma razón: ¿cómo hacés para no acordarte del quilombo que hay en Medio Oriente cuando ves a un flaco con barba y un trapo en la cabeza? Varias veces me han preguntado si tenía bombas o dónde las puse. Por lo general, suelo plantarlas en la B.
  •    Pirata / Jack Sparrow: Otra vez la misma cantinela. Barba y trapo en la cabeza. No tengo mucho más que decir de esto. Como nota de color, el cerebro detrás de estos sobrenombres fue un inspector del 110.
  •    Capiatá: Se puso de moda después del partido de Boca contra el equipo paraguayo homónimo. ¿Se acuerdan que un jugador de Boca dijo "sería una catástrofe perder con Capiatá"? Bueno, lo fue. ¿Y qué mejor que llamar así a un hincha de Boca cuyo apellido puede "confundirse" con el nombre del equipo guaraní? Tapia, Capiatá... see, e' maomeno lo mismo.
  •    Gato Dumas: "Ah, mirá vos, sos chef. Te vamos a decir Gato Dumas". La creatividad en todo su esplendor (igual, peor es que me digan Master Chef. Ni me nombres ese programa de mierda porque te cago a ollazos). De todas formas me gusta este apodo. Y tiene más tiempo del que podría creerse; me acuerdo que cuando era chico veía con mi vieja el programa del Gato Dumas en Utilísima. Y las veces que yo la ayudaba a cocinar (lo primero que hice fue una salsa blanca, me acuerdo perfectamente), me comparaba con el. Buenos recuerdos, che.
  •    Fellatio: Me llaman así porque decirme "Chupada de pija" quedaba feo. Bueno, no... en realidad fue idea de un amigo de mi jefe, un tipo re buena onda (heavy, más no metacho. Tiene un par de bandas pero no me acuerdo los nombres), que me vió con la bandana puesta (otra vez el trapo, si) y me comparó con Txus di Fellatio, de Mägo de Oz. De mis apodos favoritos, justamente porque me gusta Mägo de Oz.
  •    Zoolander: De los más recientes. Otra vez en la vieja florería. Eso sí, no sé como (Escena desaparecida. Desaparecida. Fin), pero terminé con la mirada fija, perdida (como hago siempre, que puedo pasar varios minutos sin parpadear), y para sacarme del trance, Geropa me largó un "Eh, Zoolander". Risas y quedó.
  •    Flema: Esta historia es cortita como un punk rock. Tocaba Flema en Resis, ese entonces yo salía de gira con Lucas, Lean, Sabri, etc. Les rompí los huevos para ir. Lean aceptó. Él no sabía que me gustaba Flema (en ese entonces era re fiebre) y desde entonces me llama así. Fin.
  •    Escocés: Todos saben que me gusta el whisky. Todos saben que mi barba es colorada. Todos saben que me gusta Dropkick Murphys, una banda de irish punk (Irlanda, Escocia... es la misma mierda, los dos tienen gaitas). Todo es propicio para dar lugar a este sobrenombre.
  •    Jim Morrison: Ya estuvo Robert, ya estuvo Geropa, tenía que aparecer también el Tarta (pa que se entienda, son hermanos). También de hace poco, voy a saludarlo cuando le dieron vacaciones de la Prefectura y, como últimamente me estoy dejando el pelo largo (mirá que te tiene que dar paja ir a la peluquería, eh), al verme me comparó con el cantante de The Doors. Tenemos alguna que otra historia que nos involucra escuchando a Las Puertas al borde de la locura, pero eso es para otra ocasión... si es que las logro recordar, claro está.
  •    Turgon: Si no leíste El Silmarillion (algo así como la Biblia de Tolkien, el inicio mismo del universo donde se desarrollan El Hobbit y El Señor de los Anillos), te explico brevemente: Turgon es el rey de Gondolin, un reino escondido en un valle. Ningún foráneo sabe con exactitud donde queda y nadie puede entrar sin el consentimiento del Rey. Aclarado esto, Vero (la mayor Tolkiendil que conozco [bueno, tampoco conozco muchos]) decidió llamarme así por dos razones: porque Gondolin es mi reino favorito del libro y porque (casi) nadie sabe con exactitud dónde vivo y rehuso a revelar la ubicación de mis aposentos (los únicos de mis amigos que conocen mi casa son Jere, Geropa, Rodrigo, Johnny y algún que otro más. Todos porque tienen móvil y me llevaron hasta ahí para no hacerme caminar).
  •    Coriolano: No tengo mucho que decir sobre esto. Esperando para tomar un café, Sífilis me dijo "te voy a llamar Coriolano". El por qué nome quedó del todo claro. Ni siquiera recuerdo si me dió una explicación al respecto (últimamente tiendo a no prestar atención a lo que me dicen, no porque no me importe sino porque tengo la cabeza en otro lado). Supongo que será por Cayo Marcio Coriolano, un general romano del que incluso de duda que haya existido. Si el apodo viene a cuenta de este personaje, aún no me quedaría claro qué tiene que ver conmigo.
  •    Tapión: Este era tan obvio que casi lo paso por alto, por eso aparece último es esta lista. La escuché por primera vez en la escuela, de boca de mi profesor de Economía (un jodón bárbaro el tipo). Justo me había hecho una cresta punk, tal como el personaje, y además calzaba justo: Tapia, Tapión...

   Y bueno, hasta aquí la lista de sobrenombres de este servidor. Hubo otros en su momento pero ya cayeron en el olvido, como todo en la vida. Y seguramente habrá más, ya sea reemplazando a alguno de los actuales, o bien agregándose a la lista.

   Como sea, el nombre no importa. La rosa, con cualquier nombre, olería a rosa.
- No si se llamara apestosa.
+ O hedionda.
* Nadie regalaría una hedionda en San Valentín. Preferiría chocolates.
+ No si se llamaran chocovascas.

miércoles, 29 de julio de 2015

Semana más, semana menos...

   La semana pasada fui a jugar al fútbol. Hacía frío, como cualquier noche de julio, dejando en claro que Corrientes si tiene invierno, al contrario de lo que dice la canción. En mi mochila, con los botines gastados y la camiseta de Chacarita Juniors, tenía una botella de ginebra Bols más o menos por la mitad, que me había quedado del finde anterior.

   Me acordé del Loco Gatti, y de las cosas en común que tengo con el: ambos arqueros, melenudos, pero con algo en la cabeza (él con su vincha, yo, una bandana), achicar en un mano a mano haciendo "la de Dios", el apodo de "Loco"... y ahora, la Bols. Con la sutil diferencia de que yo tomaba un par de tragos entre jugada y jugada mientras él sólo hacía una publicidad en la que clavaba un gol de arco a arco y después decía: "si quiere tener esmowing, tome ginebra Bols".

   No, el no jugó en pedo. Pero yo si. Y me fue bastante bien: varias atajadas buenas (a pesar que mis reflejos se vieran algo afectados por querer tener algo de esmowing), y hasta salí a gambetear y dar pases largos con los pies (siempre fui un pata dura, pero esa noche mi precisión fue exquisita. ¿Habrá sido la ginebra?). De todas formas, con el partido empatado y el dueño de la cancha gritando "hora", pedimos unos minutos más y aplicamos la sagrada regla de "el que hace gol, gana". Y me hicieron un gol boludo. De esos que hasta el manco más pajero ataja. Odio cuando me hacen un gol boludo, me saca del partido, me nubla el pensamiento, me quedo con la bronca de que pude haber hecho algo más. Después de un gol boludo ya no puedo jugar más.

   Pero el partido ya había terminado. Y cuando me quedo con bronca después del partido es peor. Me enojo conmigo mismo, pero me desquito con todos a mi alrededor. No hablo ni quiero que me hablen.

   Por suerte, los pibes (con ayuda del alcohol en mi organismo) lograron animarme y olvidé rápidamente mi error. Y así fuimos al kiosco de la esquina a tomar el tradicional vino con coca post-partido.

   Solo dos de los muchachos habían compartido conmigo la ginebra. Los demás no salen del tridente vino-cerveza-fernet, y camuflaban su miedo a la desconocida botella tras un "we Tapia, vos nio estás re loco".

   Todavía quedaba algo de Bols en la botella. Bah, "algo", por no decir nada; apenas para un sorbo. Consideré que no valía la pena y tiré la botella a los pies de un árbol, frente al kiosco donde estábamos.

   Luego de eso siguió corriendo el vino, seguimos hablando de las pelotudeces que hablamos los hombres cuando nos juntamos a tomar vino, comimos unas hamburguesas, y cada cual volvió a su casa a soñar con las jugadas que pudo haber hecho y no se animó.

   Una semana más tarde volvimos a encontrarnos en la cancha del Tekoh'a. Otra hora de jogo bonito (no tan bonito), con goles, cargadas, festival de patadas y algún que otro encontronazo. Esta vez ganamos, así que de camino al kiosco de la esquina me sentía más alegre.

   Y ahí estaba. Abandonada a su suerte, a los pies del árbol donde la había dejado una semana atrás, seguía la botella de ginebra. Durante siete días pasó desapercibida a los ojos de todos.

   Y, en plena ronda de vino, puchos, algún fasito y boludeces, esa botella me hizo pensar. En una semana su vida no había cambiado, a diferencia de la mía, que se vio colmada de idas y vueltas.

   Una semana es tiempo suficiente para que pasen muchas cosas. Viajes de ida y vuelta, lejos y no tanto. Encuentros y desencuentros. Acercamientos y distancia. Discusiones, malentendidos, peleas, reconciliaciones. Piñas y abrazos. Confesiones, revelaciones, epifanías. Muchas preguntas respondidas y otras tantas que aparecen de pronto a ocupar el lugar de las primeras. Bronca, llanto, piñas a una inocente pared, negación, resignación. Dicha y desazón. Risas irónicas, de alegría, o sin motivo alguno. Litros de cerveza, vino, fernet; por qué no algún que otro vaso de Old Smuggler. Mano tras mano de truco y poker, a veces por amor al deporte, a veces por algo más que plata. Páginas, capítulos, libros nuevos. Miles de ojos, con la mirada fija hacia quién sabe donde, que nos tienen sin cuidado y pasan al lado nuestro (o a través, quizá). Y unos ojos, cansados y eternamente tristes, que no podemos dejar de apreciar; nos hipnotizan, nos mantienen en trance, inconscientes de que el mundo a nuestro alrededor se desmorona y se recontruye una y otra vez.

   Muchas cosas pasan en solo un parpadeo, y la vida en sí cambia, mucho o poco, para bien o para mal, en tan solo una semana. La vida de todos cambia, menos la de esa botella de ginebra, descansando a los pies de un árbol, frente al kiosco de la esquina de la cancha del Tekoh'a.