miércoles, 30 de diciembre de 2015

Johnnie, Jack y el viejo contrabandista

   Mi bebida favorita es el whisky. El whisky es la bebida más versátil e incierta: no hay dos ejemplares iguales, pero todos pueden tomarse solos, con agua, jugo, soda, coca, en cóctel, a temperatura ambiente, enfriados o con hielo, y no dejan de ser whisky. También es la bebida más noble: no es como el vodka que al otro día te da nauseas, o el fernet que te mueve los intestinos; en mi caso al menos, la resaca de whisky es un dolor de cabeza (que ni siquiera me impide salir a la calle en pleno sol o soportar tranquilamente ruidos fuertes y molestos) y nada más. También es, si se quiere hacer bien, una de las bebidas más complicadas de hacer, un desafío hasta para el más perfeccionista, que no puede lograrse en un laboratorio; crearlo es un trabajo reservado a generaciones de maestros con paladares exquisitos, entrenados especialmente para ello.

   Pero la razón principal por la que me gusta tanto es porque lo hace a uno pensar, plantearse y replantearse lo que pasa alrededor. Si, será un cliché sentarse en la barra con un vaso de on the rocks a meditar, pero es un cliché hermoso, digno de ver, hacer y sentir innumerables veces. Y cuando esta situación no se da en soledad, lo obliga a uno a hablar. Pero no a hablar boludeces como la cerveza, el fernet o el vino que te aflojan la lengua, no. El whisky te afloja el alma. Te obliga a sincerarte con vos mismo y con los demás.

   Por desgracia, no siempre lo logra. A veces uno prefiere resistirse, negar todo y seguir ensimismado, e incluso endurecerse aún más, deshonrando al elixir y todo lo que representa. Pasa muy rara vez, pero pasa. Y cuando pasa puede darte pena o bronca, pero no hay vuelta que darle.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Barajar y dar de nuevo

   El Loco y el Sinvergüenza hallábanse en sillones enfrentados, compartiendo una enésima copa de Bonarda. Las paredes color turquesa de la habitación dejaban entrever a intervalos manchas irregulares de humedad, iluminadas por los primeros destellos de un amanecer frío que traía consigo una fina llovizna otoñal. La vieja amistad que los hermanaba había quedado sepultada bajo una dura capa de rencor e indiferencia.

   - ¿Qué nos pasó? ¿Cómo llegamos a esto? - preguntó el Sinvergüenza. Su voz delataba su borrachera y su tristeza.
   - Lo de siempre - respondió el Loco, sin dejar de observar meditabundo su copa de vino -: dinero, mujeres, orgullo, venganza... jugamos a ver quien la tiene más larga, básicamente.
   - Tenés razón, creo que abusé mucho de tu honradez.
   - Hasta que me cansé, vi la ocasión y te hice mierda. Necesitaba devolverte los golpes.
   - ¿Te arrepentís de haberme dejado así tirado, a la buena de Dios?
   - Alguien tenía que hacerlo, y yo era el más indicado para ello. ¿O acaso sentís remordimiento por todas las humillaciones a las que me sometiste? - interrogó el Loco, mirando a los ojos de su compañero.
   - Me disculpo por tu sufrimiento, pero no por lo que hice. Haría lo mismo de nuevo, pero cuidando de que no me descubras. Si te hubiera ocultado bien lo que hacía hubieras sido feliz, ignorando todo lo que pasaba a tu alrededor. Ocultarte algo no puede ser tan difícil como parece. - se sinceró por primera vez el Sinvergüenza. Después de un breve silencio, preguntó - Entonces, ¿estamos a mano?
   - Así parece.
   - Sin embargo nuestra relación ya no tiene arreglo, y no hay forma de empezar desde cero, ¿cierto?
   - Cierto. Al menos, no en esta vida.
   El Loco dejo su copa sobre la mesa, introdujo una mano en su abrigo y sacó un revólver. Apuntó al pecho de su viejo amigo y disparó. El sonido del fogonazo rebotó en las cuatro paredes de la pequeña habitación. Lentamente la camisa del Sinvergüenza fue tiñéndose de rojo.
   - Espero que en la siguiente vida no arruinemos nuestra amistad. - dijo el agonizante, atragantándose con la sangre que salía de su boca.
   - Lo mismo digo. - respondió el Loco. Apoyó la punta del arma en su sien y, después de dedicarse ambos mutuamente una sonrisa cómplice, tiró del gatillo.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Perfeccionista, competitivo, calentón y la concha bien de mi hermana

   No recuerdo la última vez que necesité aislarme. No recuerdo la última vez que, con justa razón, me eché la culpa de un fracaso grupal (no va a faltar el que, sin mala intención, diga que no fue mi culpa, obligándome a meterme en el orto las ganas de cagarlo a trompadas o al menos gruñirlo por contradecirme). Tampoco que los nudillos me hayan dolido 4 días seguidos por un solo golpe (another busted knuckle taken down by a kick to the balls).

   Como si ser competitivo no me fuera suficiente, también soy perfeccionista. Y cuando algo tan simple me sale mal y trae como consecuencia la derrota, me enojo. Mucho. Conmigo mismo. Pero me descargo con lo que tenga enfrente, sea algo o alguien. Por eso la necesidad de desaparecer, de apagar el celular y no salir de casa por unos días.

   Me gustaría explayarme más acerca de esto, porque me expreso mucho mejor de manera escrita que verbal, pero esta es de esas pocas, poquísimas cosas de las que prefiero hablar. No tiene que ser whisky de por medio en un bar lúgubre, aunque sería ideal.

   Para conversar se necesitan 2: uno que hable y otro que escuche. El problema es que nunca hablo porque creo (y no sé cuanto de razón tendré en esto) que a nadie le interesa escuchar(me). Probablemente esté totalmente equivocado y sea como me dijera alguien cuyo carácter pasa de manera apabullante por encima del mío, que "seguramente tenés a muchas personas que te van a escuchar, incluida yo. Pero tengo esa particular diferencia de que yo te voy a matar".

  “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios… pero hay una cosa que no puede cambiar… no puede cambiar de pasión.”