viernes, 27 de noviembre de 2015

Aquelarre (Bienvenido al Desfile Negro)

   Jueves, 20:30 hs., tocando la guitarra y tomando un vaso de whisky con dos cubos de hielo, porque tenía ganas de tomar un vaso de whisky con dos cubos de hielo mientras tocaba la guitarra. Terminé y salí para El Mariscal, donde iban a pasar El Ángel Exterminador, de Buñuel. Como siempre, el evento decía 21:30, pero 21:40 todavía no había empezado, así que fui a esperar afuera. Llegaron Fabri y Vale y fuimos a comprar una Iguana que metimos de contrabando a la proyección. No esperamos a terminar la botella y decidimos salir. Confiados por el hecho de que fuera una película filmada en español, decidieron omitir los subtítulos, aún sabiendo que la calidad de audio era aberrante. No se entendía un carajo.

   Ya afuera, indecisos por no saber qué hacer, empezamos a bajar por Salta, al encuentro con el río. De camino encontramos a Pablo y Vero y nos quedamos con ellos hablando, más yo como espectador que como partícipe en la conversación, emitiendo ocasionalmente algún comentario.
   Cerca de la medianoche decidimos caminar hasta el puerto y, mientras los cuatro observaban en vidriera unos estridentes adornos navideños sacados de alguna comedia familiar hollywoodense, me despedí de ellos y subí al colectivo que me llevaría a casa a tomar un poco de agua para después dormir, luego de una breve lectura a alguno de los libros de mi lista.

   En mi sueño, estábamos nuevamente los cinco recorriendo las calles, junto a dos figuras más: una voluptuosa chica de rulos dorados junto a Pablo y, acompañando a Vero, un muchacho alto que parecía llevar un peinado estilo Severus Snape, aunque no pude distinguir más ya que ambos iban varios metros delante mío. Caminábamos separados por varios pasos, cada par sumido en su propio diálogo, excepto yo, claro está, que observaba la gente que pasaba a mi lado caminando en sentido contrario. Al cabo de un momento las figuras se fueron volviendo cada vez más monótonas: mujeres en su mayoría, de vestimenta oscura y rostro apático, y casi todos portando algún tipo de símbolo pagano, con especial predilección por el pentagrama. "Wiccas" pensé.

   Cada tanto, alguno de estos personajes se detenía a observarme con singular atención, quedando completamemte quieto por un momento, como si pudieran ver en mí algo asombroso pero a la vez preocupante. No le dí demasiada importancia, hasta que una joven bruja, al pasar junto a mí, me chocó con su hombro. Dí media vuelta esperando verla alejarse entre la multitud pero, para mí sorpresa, ahora estaba frente a mí. Extendió un brazo y posó su mano abierta sobre mi pecho.
   De pronto, todo alrededor se hizo oscuro y solo podía verla a ella, que, a pesar de mantener un semblante imperturbable, había empezado a llorar, y las lágrimas ennegrecidas por el delineador brotaban de sus ojos asombrosamente abiertos y dejaban sobre sus pálidas mejillas las huellas de su recorrido. Sentí una tristeza profunda, como si el contacto de aquella mano pudiera transmitirme tal emoción de aquella chica. O acaso era a la inversa, y era ella quien encontraba el pesar en lo más profundo de mi ser, pesar que ahora afloraba y me dejaba atónito mientras esa joven lloraba por mí sin siquiera pestañear o emitir sollozo alguno. Después de un momento que pareció eterno, nos liberó de aquel trance, alejando su mano de mí, y, con labios temblorosos, dió media vuelta y se fue.
   - Tapia, ¿qué fue eso?. - preguntó Pablo, sin disimular su sorpresa.
   - No sé. - atiné a decir después de una pausa, y volvimos a caminar al tiempo que volvía en mí.

   Ahora paraban a observarme con más frecuencia, siempre sin emitir sonido alguno, y en nuestro grupo reinaba también un silencio incómodo al darnos cuenta de esto. Así fue hasta que llegamos a la entrada a un predio sin edificar donde cientos de estos practicantes del ocultismo estaban congregados alrededor de un gran pentagrama dibujado en el suelo. Primero uno, luego un par más, después otros tantos, y finalmente todos interrumpieron sus actividades ante nuestra aparición. Voltearon a vernos, a verme, con expresión seria. Solo sus ojos denotaban sus sentimientos: en algunos había una furia viva; en otros, miedo; en la mayoría, una pena profunda, como si sintieran lástima por el sujeto que acababa de presentarse ante ellos. Miré atónito aquel espectáculo y cuando al fin me respondieron las piernas, eché a correr con desesperación, sintiendo detrás mío todas aquellas miradas inquisidoras y pensamientos afligidos, hasta que tropecé con un pozo y quedé tirado en el suelo, inmóvil.

   - Tapia, ¿estás bien? ¿Qué pasó? ¿Qué fué todo eso? - me interrogaba Vero, mientras Fabricio sacudíame el hombro y yo me sentaba.
   - No sé. - repetí, respirando agitadamente sin levantar la mirada del suelo.
   - ¿Te pasa algo? Algo te pasa, ¿verdad? - escuché decir a Vale. Alcé el rostro y ví a los cuatro de siempre observándome con gestos de curiosa preocupación.
   - Puede ser. - murmuré.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Clásicos de barrio

   - Me voy para lo de Tilito, ma.
   - ¿A lo de Tilito? - preguntó sorprendida mi madre. Hacía tiempo que no me escuchaba decir que iba de vuelta para el barrio que me vió crecer. Con la mochila en la espalda, en la cual llevaba una botella de vino, salí a caminar.

   Al llegar a lo de Tilito estaba Mauro, su hermano, la piel negra de grasa y sol, arreglando el motor de un auto en la vereda. Crecí viendo esa imagen desde mi casa y con esa imagen me fui a encontrar. "Hay cosas que nunca cambian", pensé. A pesar de la barba y los años, me reconoció y me invitó a pasar. Entré.

   No recordaba la última vez que había estado dentro de esa casa, pero habrán sido una o dos veces apenas en 20 años. Saludé al cumpleañero y a los invitados, gente nueva para mí; las caras viejas llegarían más tarde. Sacaron algunas fotos y se empezaron a servir los choripanes. No me recuperaba aún del litro de Old Smuggler que con Geropa, mano a mano, liquidamos la noche/mañana anterior, así que comí de compromiso.

   Llegaron Pinino, Markytos (el quinielero, el hijo del popular "Cucaracha") y Sheuen. Éste último sacó de su mochila de los Ramones, idéntica a la mía, pero más nueva, dos botellas de Estancia Mendoza. Hijo de puta, yo había llevado sólo una. Pero mejor así: tres botellas de Estancia Mendoza no eran mal negocio. Con su entusiasmo característico me saludó y Marky comentó que Tilito les había mandado un Whatsapp diciendo que "estaba Seba, pero no sabía qué Seba era, porque conocemos otro, y eras vos nomás". Y sí, Sheuen era el único que me conocía como Tapia. Para los demás era Seba, el de los jueguitos, el hijo del gordo de la gomería.

   Ocasionalmente me quedaba mirando por sobre el muro, hacia el cielo, a alguna estrella solitaria brillando a través de las nubes. Estaba en eso cuando cayó más gente al baile. Ojote, Gastón, Gustavo. Y Paul. El paso del tiempo lo dotó de una panza cervecera que se distinguía de su contextura más bien flaca que atlética, y de marcas en el rostro que por un momento me hicieron dudar de que en realidad fuera quien yo creía. Pero era Paul. Los ojos no mienten, y él era el único en todo el barrio con unos brillantes e inconfundibles ojos azules. No nos veíamos desde hacía al menos 7 años y ya llegó medio entonado, así que el abrazo (el primero) fue caluroso. Recordó cuando yo era "así de chiquitito", posando una mano apenas un poco más arriba que sus rodillas.
   - Pero vivía jugando a los jueguitos... más vale, si tenía en su casa. Apenas llegaba a los botones. Pero él no podía perder, eh. Sino se argelaba y golpeaba los botobes y "grrrrrr". - imitando a alguien que se enoja cuando la máquina no responde como uno quiere. A mí, cuando perdía estúpidamente y me enojaba y cagaba a piñas los botones y lloraba de bronca y mi viejo venía a cagarme a pedos por hacer escándalo. Y pensar que sólo eran 10 centavos...

   Entrada la madrugada y con mi celular ya sin batería, decidí irme.
   - ¿Qué hacés con esa mochila, vos? - me increpó Sheuen.
   - Y me voy, boludo. - respondí, tendiéndole mi mano.
   Agachó la cabeza en un ademán (exagerado, por cierto) de frustración/resignación y me saludó. Me dirigí a Markytos, que agregó que teníamos que organizar algo para juntarnos, nosotros del barrio que somos del palo, que somos pocos y nos conocemos mucho, "como un FestyPunky o algo así, aunque sin bandas". "Un FestyBarrio" pensé.
   Fui a despedirme del resto. Otro abrazo con Paul, tan o más efusivo que el primero. Un abrazo con Tilito.
   - Vení cuando quieras, Seba. Yo te aviso y caé nomás, total, sabés que este es tu barrio, loco. - dijo, manteniendo el apretón de manos. "Este es mi barrio", pensé.

   Al salir, no pude evitar ver frente a mí el baldío, ahora ocupado casi en su totalidad por galpones y una pensión. La canchita. Me ví jugando de 4 (en ese entonces mi estado físico me lo permitía), pegado al alambrado del fondo de la casa de Raimundo, a quien innumerables veces tuvimos que pedir que nos devolviera la pelota, que terminaba en su patio.

   Giré la vista hacia la izquierda, a la calle Las Dalias, y vi la casa de Balmaceda, con sus características paredes amarillas. Esa casa está exáctamente frente a la que fuera la mía, una cuadra más al este, por la calle paralela, y era lo primero que veía al salir a la calle, cuando no había galpones en la canchita. Vino a mi mente la mañana del 28 de noviembre del 2000. Me levanté más temprano que de costumbre, mis viejos tomando mate y escuchando la radio en el pasillo. Escuché gritos de júbilo y explosiones pirotécnicas. Miré a través de la puerta del frente, que estaba abierta, y en lo de Balmaceda estaba Jorge, uno de los hijos, el que siempre pegaba bombazos jugando a la pelota, siendo abrazado fuertemente por su novia. Boca le había ganado 2 a 1 al Real Madrid y se había consagrado como el mejor equipo de fútbol del mundo.

   Empecé a caminar. Al pasar frente a lo del gordo Blanco me forcé a seguir viendo el camino, a no buscar con la mirada a Chiquito, mi perro, mi eterno mejor amigo, compañero de alegrías, tristezas, peleas en la esquina. Hace 3 años lo vi por última vez, y hasta entonces habían pasado otros 2. No pude evitar llorar esa vuelta, cuando con alegría inusitada respondió a mi llamado, corriendo hacia mí al reconocerme enseguida, a pesar del tiempo y de su edad. Aproveché a tomarme la única foto que tengo con él (al menos, con él mirando a la cámara). Siempre oí decir que Chiquito y yo éramos parecidos, y esa foto lo confirma. El 21 de septiembre pasado habría cumplido 14 años. Hace tiempo no tengo noticias suyas, pero quiero creer que los cumplió, y que va a cumplir muchos más. Para mí, siempre va a estar vivo.

   Al llegar a la esquina de Río Chico y Las Gardenias (apenas recuerdo como lucía sin semáforo), antes de cruzar la avenida, me detuve, di media vuelta y miré hacia Las Gardenias al fondo,  en dirección al Molina Punta. No había un alma en la calle y pude reconocer varios lugares: en la primer cuadra, la heladería El Polo, la casa del gendarme, la casa de donde salía el perro que siempre me corría (y más de una vez llegó a morderme), el gimnasio de Gato y la panadería, donde hacían la galleta hojaldrada más rica que probé en mi vida. En la segunda cuadra, la casa de Antoñito y el kiosco de Coli, en la esquina. En la tercera, la carnicería de don Urbina, el kiosco de doña Vicenta (en paz descanse la dulce señora), la pizzería de don Genaro, la farmacia, la casa de Manu y la gomería de don Blanco, mi casa, con banderas rojas en el frente, en señal de devoción de mi viejo al Gauchito Gil. Imaginé, distante, el sonido del compresor de aire en funcionamiento. Si hubiera estado encendido sin duda se habría escuchado hasta donde yo estaba, a casi 3 cuadras de distancia, en el silencio de la madrugada del barrio Jardín.

   - Es lindo volver al barrio. - susurré, dejando escapar una sonrisa.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Fuego saliendo de la cabeza del Mono.

Érase una vez, al pie de una gran montaña,
un pueblo cuyos habitantes eran conocidos como la Gente Feliz.
Su existencia era un misterio para el resto del mundo,
oculto como estaba tras las grandes nubes.

Allí disfrutaban de sus pacíficas vidas
inocentes a la letanía del exceso y la violencia
que crecía sin cesar en el mundo exterior.
Vivir en armonía con el espíritu de la montaña, llamada Mono, les era suficiente.

Un día, Gente Extraña arribó al pueblo.
Llegaron camuflados, ocultos tras lentes oscuros,
pero nadie los vió.
Sólo veían sombras.
Sin la Verdad de los Ojos, la Gente Feliz fue ciega.

Cayendo de aviones y escondiéndose en agujeros,
esperando a la puesta de sol, la gente va a casa.
Saltan detrás de ellos y les disparan en la cabeza.
Ahora todos están bailando la Danza de los Muertos... la Danza de los Muertos... la Danza de los Muertos...

Con el tiempo la Gente Extraña encontró su lugar en las partes altas de la montaña,
y es allí donde hallaron cuevas de inimaginable belleza y sinceridad.
Por casualidad se toparon con el lugar al que todas las almas buenas van a descansar.

La Gente Extraña codiciaba las joyas de estas cuevas por sobre todas las cosas,
y pronto comenzaron a minar la montaña,
su rica veta alimentando el caos de su propio mundo.

Mientras tanto, abajo, en el pueblo,
la Gente Feliz dormía inquieta,
sus sueños invadidos por figuras sombrías que cavaban sus almas.

Cada día despertaban y miraban hacia la montaña.
¿Por qué está llegando la oscuridad a sus vidas?
Y como la Gente Extraña minaba más y más profundo en la montaña
comenzaron a aparecer agujeros, trayendo con ellos un viento frío y amargo
que enfrió hasta la misma alma del Mono.

Por primera vez la Gente Feliz sintió miedo
porque supo que pronto el Mono despertaría de su letargo.
Entonces hubo un sonido, distante primero,
que creció en una hecatombe
tan inmensa que pudo ser oída muy lejos en el espacio.

No hubo gritos. No hubo tiempo.
La montaña llamada Mono había hablado.
Sólo hubo fuego.
Y después... nada.

Oh, pequeño pueblo en Estados Unidos, el tiempo llegó para ver
que no hay nada que crees desear.
Pero ¿dónde estabas cuando todo esto llegó a mí?
¿Me llamaste? No.

martes, 10 de noviembre de 2015

Fight, fight, you'll never win.

   Estábamos en la piscina tomando cerveza y escuchando Flema y La Polla Records mientras esperábamos que las brasas terminaran de cocer los chorizos que habíamos dejado sobre la parrilla. Jugábamos a una especie de fútbol-tenis acuático: dividimos la piscina en dos atravesándola con una red de voley y armamos los equipos. De un lado el Cuaty, Robert y Seba (con su prominente panza cervecera, a la cual todos estamos destinados), del otro, Geropa y Tarta (los mellizos), y yo. Ganaron ellos, nos gastaron y salimos a prepararnos los choripanes antes que la carne se nos achicharrara.

   Después de secarme y degustar el quinto sandwich (con más chimichurri que carne) agarré mi guitarra, la enchufé a la netbook, abrí el Guitar Rig y empecé a tocar sobre las canciones que sonaban. Lo bueno de la música punk es que es fácil de tocar; eso, sumado a mi (modestia aparte) destacable sentido del oído, hacía que para la mitad de la primer estrofa ya hubiera sacado los acordes correctos, para admiración de mis amigos que ya empezaban a expresar el sueño adultescente de formar nuestra propia banda.
   - Vamos a llamarnos "Los Prepucios". - dije, y empezamos a reir.
   - No, no, no - interrumpió Seba -, mejor "Los Oldenait". - y estallamos en carcajadas mientras dirigimos las miradas a Robert, a quien siempre gastamos con eso del gigoló, que también estaba riendo.

   - Bueno, vamos a salir a joder por ahí. - dijo el Cuaty. Apoyamos la idea y ellos entraron a la casa a vestirse mientras yo fui para la piscina a buscar la pelota, que quedó flotando abandonada. Estaba en la parte honda y a mi me sale perfecto el "estilo piedra" (entro al agua y me hundo), pero sí sé brazear, por lo que era cuestión de tomar la caprichosa, tirarla al césped, nadar hasta el borde y salir.

   Me tiré al agua. Antes de poder saber dónde estaba, sentí un calambre en el abdomen. Intenté llegar hasta el borde de la piscina pero no estaba a mi alcance, y cada movimiento me generaba más dolor. Me hundía. Abrí la boca para pedir auxilio pero terminé tragando agua. Me hundía hasta el fondo. Me desesperé.
   - ¡¡¡Eh, Tapia se está ahogando!!! ¡¡¡Vengan, ey!!! - eschuché la voz de Robert. Sin duda toda la cuadra se enteró de mi situación, pero a mis oidos llegó como un sonido distante, amortiguado por el agua que me abrazaba y me aprisionada y no mostraba ni la más mínima piedad para conmigo. Acabadas mis fuerzas y mis ganas de luchar una pelea que nunca iba a ganar, me rendí.

   Desperté. Despegué la cabeza de la almohada como quien levanta una piedra del suelo. Miré mi celular, entrecerrando los ojos para que su luz no me hiciera tanto daño, y vi la hora: 06:30 a.m.
   - Morí como un boludo. - atiné a balbucear, recordando los sucesos oníricos. Pensé en levantarme a preparar un café, pero el cuerpo y los párpados me pesaban, así que me hundí nuevamente sobre la almohada.

   Empecé a toser y a escupir agua. Abrí los ojos y vi a los vagos alrededor mío, los rostros preocupados mutando en alivio.
   - Tapia, boludo, te estuvimos reanimando como 5 minutos. Creímos que ya te nos fuiste. - dijo Geropa, en un tono mezcla de reproche y alivio.
   - O sea que me morí y resucité... ¿cuántas veces les dije que si me moría no me reanimaran? - pregunté indignado.
   - Nunca. - contestaron, extrañados por mi protesta.
   - Bueno, ahora ya saben, para la próxima - sentencié -. Igual, gracias por traerme de vuelta. - dije, levantándome a abrazarlos. "A este mundo de mierda" quise agregar, pero no encontré manera de decirlo sin sonar ingrato.
   Con una sensación de bronca porque no me dejaron descansar en paz, pero a la vez de júbilo, al darme cuenta de que tengo amigos que aún en pedos son capaces de arrancarme de entre las frías y suaves manos de la Muerte, fui hasta la conservadora y saqué una botella de cerveza que abrí con los dientes, en contra de todos los consejos y puteadas de mis odontólogos.
   - Guarda, no te vayas a ahogar otra vez, hijo de mil puta. - gritó el Tarta, con voz burlona.
   - Pfff, no me mataron 60.000 litros de agua, mirá si me va a hacer algo un litro de cerveza. - repliqué, para no ser menos, y me llevé la botella a la boca, dando mi primer beso en esta nueva vida.
   - Calmate pue, Highlander. ¿Chev Chelios ta no te dicen a vos? - atacó Robert, y todos reímos nuevamente, los ánimos calmados.

   - Bueno, ahora sí vamos. - dijo el Cuaty, y esta vez entramos todos a la casa a cambiarnos para salir.
   Nos vestimos como punks. En realidad es algo que nunca hacemos (ni haríamos) porque nos gusta la música punk, pero no nos consideramos como tales. Simplemente somos los vagos y nos vestimos como queremos (y podemos), con la ropa que tengamos a mano. Y esa vez teníamos "ropa punk". El Cuaty con su campera de cuero negra, Seba calzándose unos borcegos, y yo con una campera de jean con parches de Dead Kennedys y Dropkick Murphys, entre otros. Agarré mi longboard y salimos a la vereda. Seba enrolló la cadena, asegurando la reja, y cerró el candado.

   - Eh, manga de putos. - escuchamos a lo lejos. Dirigimos la vista hacia una esquina y vimos a un grupo de calvos apuntándonos con el dedo, viniendo hacia nosotros. Uno de ellos tenía una remera roja con la esvástica nazi pintada. Skinheads neonazis.
   - Eh, mirale pue a estos que están buscando bardo. - comentó el Cuaty mientras agarraba del suelo la pata rota de una mesa. Tarta, Geropa y Robert también buscaban en el suelo algo que usar como arma. Seba sacó el candado y se escuchó el sonido de la cadena desenrollándose. Yo me aferré a mi fiel tabla de skate. Con la adrenalina a flor de piel, fuimos al encuentro de los skins.
   - ¿Son pesados, ustedes, cabezas de mi picho? - provocó el Tarta, y tiró un piedrazo que fue a dar en el pecho de uno de los del otro grupo. No le presté atención, yo tenía la mirada fija en el de remera roja.

   Nos encontramos. Piñas, patadas voladoras, cabezazos. Una batalla campal sin reglas, donde lo único que importaba era herir lo más posible al adversario.

   Agarré mi tabla por la parte trasera y con la delantera intenté "apuñalar" al de remera roja en el pecho. Atajó la estocada y alcancé a pegarle una patada circular al costado de la rodilla antes de que se le ocurriera hacer otra cosa. Soltamos ambos la tabla y empezamos a intercambiar golpes. Una piña a mis costillas, un cortito a su nariz, una patada a mi estómago. En un momento vi un espacio y no dudé: le dí una patada certera de puntín, directo a los huevos. Se agachó, llevándose las manos a la zona inguinal, y acerté un rodillazo de lleno en su cara. Cayó con la nariz rota y me abalancé sobre él, atacando su cara con mis puños. Una trompada, dos, tres. Volví en razón, pero no me detuve: empecé a tararear alegremente un fragmento de la ópera Carmen mientras, al ritmo, seguía golpeándolo.
   Así estaba, tarareando y golpeando y riendo lleno de dicha, cuando sentí un golpe en mi zona lumbar. Miré sobre mi hombro y vi un tubo de hierro blanco con manchas de corrosión acercándose ferozmente hacia mi rostro. Caí de nariz al piso con el primer fierrazo. Un segundo. Un tercero. El cuarto ya no lo sentí.

   Desperté de nuevo. Volví a revisar el celular. 12:30 p.m.
   - La concha de mi hermana, morí de vuelta. Qué pelotudo. - dije, esta vez en voz alta. Ya no me pesaba el cuerpo ni los párpados, así que me levanté.
   Miré mi celular nuevamente y tenía un audio de Whatsapp de Geropa diciéndome que vaya a ayudarlo con el catering para la fiesta de 15 de su prima, como habíamos acordado.
   Me preparé un sandwich de milanesa y me senté sobre el longboard a comer, preguntándome por qué lo había elegido como arma, en vez de buscar una piedra suelta en la calle o ir a mano limpia. Después me pregunté por qué no me levanté a buscar un nuevo rival estando el de remera roja ya vencido, en vez de dar rienda suelta a mis más sádicos instintos mientras dejaba mi espalda indefensa ante el fatal ataque oportunista que me devolvió a este mundo.
   - Por pelotudo - concluí entre bocados. - Morí por pelotudo. Como siempre.

jueves, 5 de noviembre de 2015

         [10:39] - Me gustás.
   Pero la puta madre...
         [10:42] - ¿Por qué?
         [10:44] - No sé, me gusta como sos y todo eso. Date cuenta, me gustás y quiero estar con vos. Punto.
   Eh... bueno... ay, la concha de la lora.

   Hay gente que toda su vida (bueno, no "toda" exactamente) estuvo en pareja. Tengo una amiga que hace no mucho cortó con un tipo con el que salió desde los 15, casi 10 años. Eran de esas parejas que parecía que nunca se iba a separar, pero un buen día la commedia è finita. Lo bueno es que mi amiga no es de las que llora como una magdalena porque el novio las deja. Lo malo es que después de estar tanto tiempo y hacer tantas cosas con alguien más, no sabía estar sola, y la simple idea de estar sola la aterraba. Tardó 4 días en empezar a salir con otro tipo al que, lógicamente, ella encaró. Su temor hacia lo desconocido (la soledad) la empujó a buscar casi con desesperación alguien que llene el vacío que dejó su anterior novio.

   Bueno, a mí me pasa al revés: de pendejo, cuando las hormonas empezaban a hacer su magia, yo era un tímido fracasado que no se levantaba ni a la mañana y, encima, no sabía bailar ni el vals. Todos mis amigos caradureaban, chamuyaban como los mejores y andaban con una (a veces dos o tres) y yo ahí, yurú chupita, jugando al King of Fighters hasta que los putos botones se hundían y había que llamar al técnico para que venga a casa a arreglar (y, de paso, nos regalaba créditos en todas las máquinas). En fin, de a poco dejé de preocuparme, fui asumiendo la soledad sentimental y aprovechando los beneficios de manejarme siempre solo por todos lados hasta que me (mal)acostumbré y desembocó en esto: no sé no estar solo. Es decir, me acostumbré tanto y tan bien a ser un lobo solitario que cuando tengo la oportunidad de cambiar eso ante una posible relación, simplemente no sé qué hacer, me paralizo y, con suerte, duro 3 semanas en pareja hasta que mi indiferencia emocional se vuelve tediosa para la otra persona y decide mandarme a la mierda.

   Cosas simples que toda pareja hace prácticamente de manera instintiva, como ir a pasar la tarde al Camba Cuá (la actividad más sobrevalorada de la República de Corrientes) a mi me complican. Claro que sé ir hasta el Camba Cuá (soy boludo, pero no tanto), pero ¿después qué? Nunca pregunto nada y casi no hablo si no me preguntan, por lo que estar a solas conmigo es verme mantener la boca cerrada durante el tiempo que dure la reunión. Aunque soy así con todo el mundo, mis amigos pueden dar fe de ello; no importa que pasen meses desde el último encuentro, nunca hablo, nunca cuento nada nuevo, nunca un chiste de Jaimito, nunca nada. Solo opinar y responder preguntas concretas (y dejar el "visto" en un chat cuando ya no se me ocurre como continuar la conversación).

   Pero no es que solamente tenga problemas para comunicarme, sino que me tomo demasiado en serio el papel de tipo racional y sin emociones que se sienta a analizar lo que pasó en el partido en vez de salir a la caravana a festejar que Boca salió campeón. Rara vez dejo salir mi parte emocional, y esto se traduce en mi cara de "¿y acá que pasó?" cuando me abrazan con cierta efusividad, o correr la mano de lugar cuando pretenden tomármela. No es que no me guste el afecto y el contacto humano, pero podría decir que mi indiferencia emocional (si hay algo que amo es ese concepto) es un mecanismo de defensa ante el riesgo potencial de ser lastimado; pero mis intenciones son más nobles (o al menos eso pretendo hacer creer): no quiero estar con alguien sabiendo que la voy a tratar con desdén. Después de todo, nadie quiere (ni debe) dar afecto a una persona que no sabe corresponderle. Y yo no sé corresponder. De verdad, no sé.

         [12:49] - ¿Estás?
   ✔✔