lunes, 11 de enero de 2016

Sonreir

   02:30 am, termina mi quinta jornada en mi nuevo laburo (el primero de este año; vaya uno a saber cuántos más voy a tener y cuánto duraré en este). Entre caminar hora y media hasta mi casa y gastar medio salario en remís, prefiero caminar; el remís es un lujo del que puedo prescindir y, además, vale la pena aprovechar cada minuto de una madrugada de lunes de enero con cielo despejado.

   Camino algunas cuadras por Sarmiento, pasando por el estadio de Huracán y, más adelante, por la Roubineau. Por ahí cerca vive un gente. Si en este momento yo estuviera en su lugar (o él en el mío) ya habría llegado a casa. Pienso en lo bueno que sería alquilar por ahí cerca, aunque la facultad me quede lejos. Después me pregunto si sería mejor vivir cerca del laburo y lejos de la facu, o viceversa. Resuelvo que sería ideal un punto medio, digamos, entre la Liceo y el Juventus. Paso por una hamburguesería. A veces, a esta hora, suelen estar cerrando, a veces ya está cerrado y, a veces (como esta noche), sigue abierto para algunos clientes tardíos o fieles parroquianos y amigos.

   Sigo caminando. Hace varias cuadras vengo sonriendo inconscientemente, sin saber por qué, y al darme cuenta de esto suelto una risa breve, ronca y espasmódica. Esporádicamente me cruzo con algunas personas que, por diversos motivos, rondan las calles casi céntricas en la madrugada. Rostros apagados, cansados (reflejo de una noche ardua que llega a su fin, o de un día que empieza muy temprano), sedientos. Todas caras largas o indiferentes, a diferencia mía, que llevo una sonrisa inexplicable como estandarte.

   A media cuadra de un kiosco decido que es buen momento de parar en boxes. El mismo pibe que hace tan sólo dos noches me vendió sin problema alguno una cerveza a esta misma hora, hoy me la niega. Agradezco la atención, levantando el pulgar, y sigo mi camino. Hay una ley que prohíbe la venta de bebidas alcohólicas en kioscos durante la madrugada; ley que el 99% de las veces no se respeta. Hoy me tocó ser ese 1 en 100 que no pudo comprar una cerveza fuera del horario permitido. Recorro mentalmente el camino que me queda, tratando de recordar los kioscos que voy a encontrar abiertos y en cuál podría, con seguridad, conseguir al fin esa bebida. El más cercano lo tengo a 20 minutos; 15, y hasta 10, si le pongo ganas. Pero no hay apuro. Yo sigo caminando tranquilo, sonriendo.

   Veo mi reflejo en una ventana con vidrios espejados. Mi cara oleosa de sudor, el cabello un tanto revuelto, la mandíbula oscurecida por una barba que se deja notar sutilmente tras dos días sin afeitarme. Y, desentonando como ojotas con smoking, mi sonrisa. La puta, que me veo distinto así. En eso estaba cuando veo a un sereno, uno de tantos que se encuentran sentados cuidando un negocio, edificio o cuadra entera, con la simple compañía de un celular, unos auriculares y un diario Época.
   - ¿Qué te pasa que sonreís tanto? - me lanza de manera increpante, como sintiéndose ofendido por la expresión de mi rostro. Por mi mente pasan infinidad de posibles respuestas del tipo "porque vengo de estar con tu señora", "de tu cara de pelotudo", "¿qué te importa?", y así, cada una más ácida, cínica y sarcástica que la otra. Las descarto a todas.
   - No sé - contesto finalmente, encogiéndome de hombros, sin cambiar mi semblante -, tengo ganas de sonreír, nada más.