lunes, 26 de diciembre de 2016

   Desperté de inmediato cuando sentí que se sentó en mi cama. Normalmente hubiera visto en mi celular qué hora era, pero en ese momento pensé que el tiempo era lo de menos.
   – Te preguntaría cómo entraste, pero en realidad no me interesa saberlo.
   – Tampoco me creerías, supongo.
   – Como si lo increíble no fuera lo que nos tiene donde estamos ahora. ¿A qué debo el honor de tu visita?
   – Sólo pasaba a decir "hola" y ver como te va.
   – Me ha ido mejor y me ha ido peor, y algunas cosas nunca cambian...
   – ... "y probablemente nunca cambien", si, siempre decís eso. Veo que seguís siendo un pesimista.
   – Y probablemente nunca cambie.
   – Yo no estaría tan seguro. Te noté bastante optimista últimamente.
   – ¿Con respecto a cuándo?
   – ¿Mediados de año?
   – Y a principios de año estaba mucho más optimista que ahora. Todo es relativo. Además, ¿dónde estabas en ese entonces?
   – Vos tenías tus asuntos y yo tenía los míos.
   – Me gustaría saber cuáles eran los tuyos.
   – Eso es algo que de verdad no creerías.
   – A ésta altura del campeonato, estoy dispuesto a creer hasta en el horóscopo.
   – Jajajajaja... Mirá, te contaría, pero es difícil de explicar. Aparte, ya te va a tocar, así que no te preocupes. Y tampoco quiero adelantarte nada.
   – Gracias por conservarme la sorpresa.
   – No es por eso, es porque te conozco y sé que para vos hay una sola forma de averiguar las cosas.
   Hasta ese momento no había abierto mis ojos. Lo busqué con la mirada un momento pero sólo ví oscuridad. Sin embargo, sabía que estaba ahí.
   – ¿Acaso eso es una invitación?
   – Sabés que no depende de mí. De hecho, prefiero que cada quien siga en donde está un tiempo más. Sé que, en un mundo ideal, no pensás venir a verme en un largo tiempo.
   – Los mundos ideales no existen.
   – Pero aún así seguís acá. ¿Cómo era eso que dijiste alguna vez? ¿"No sé qué estará pasando en otros mundos, pero dudo que puedan ser mejores que éste"?
   – Eran dimensiones, no mundos... ¿también estabas ahí?
   – Suelo estar más cerca de lo que pensás.
   – Eso era algo que no necesitaba saber, pero supongo que gracias.
   – De nada... Che, tendrías que ordenar un poco este desorden. Casi me maté tropezando con todo lo que está en el camino.
   – Que irónico –reí–, matarte justo vos. Con respecto a ordenar esto, no es que tenga mucho tiempo que digamos, y tampoco sé por dónde empezar.
   – Si no parece haber un principio, podés empezar por donde quieras. Y hablando de tener las cosas en orden, ¿dijiste todo lo que tenías que decir? Digo, ante cualquier eventualidad...
   – Está todo dicho... bueno, tengo que ponerle los puntos a algún que otro individuo, pero puedo vivir con eso. Por lo demás, todo en orden.
   – Ajá, ¿y lo que tenías que hacer? Ya no decir, sino hacer.
   – Lo que depende pura y exclusivamente de mí, si.
   – Y eso significa...
   – Que cuantas más personas se ven implicadas en un hecho, menos son las probabilidades de que salga bien.
   – Vos y tus leyes de Murphy. Después te quejás del horóscopo.
   – Y bueno, hermano, cada loco con su tema.
   Se levantó. Al ser consciente de mis palabras, me senté en la cama.
   – Nunca antes me habías dicho "hermano".
   – Me acabo de dar cuenta. Y bueno, se me escapó, ¿qué se le va a hacer?
   – Y sí... bueno, te dejo. Estamos en contacto.
   – Eso significa que vas a estar más cerca de lo que pienso cuando menos lo imagino, ¿no?
   – Parece como si me conocieras de toda la vida.
   – Algo así –sonreí. Al momento, lo escuché tropezar con algo.
   – Pero la re puta madre, ¿qué mierda es esto, boludo?
   – Debe ser la silleta donde tengo los retazos de ropa.
   – ¿Y por qué tenés una silleta con retazos en medio del camino?
   – Se supone que vivo solo, ¿no? Yo no me tropiezo porque sé que está ahí. Además esos retazos los ocupo para arreglar o reforzar otras cosas a las que le faltan unas puntadas.
   Se rió por lo bajo.
   – Siempre hay un roto para un descosido.
   Cuando alcancé a prender la linterna, ya no estaba. Me levanté, moví la silleta fuera del camino y volví a acostarme.

viernes, 16 de diciembre de 2016

ROLDÁN, Gustavo. Maldición de Dragón.

   Que tengas comida hasta estar harto todos los días de tu vida. Y que vivas muchos años. Que nunca te falten ni el agua ni la luz. Que los senderos sean suaves cuando los camines. Que las espinas se aparten de tu lado. Que tus enemigos te dejen pasar sin atacarte. Que ningún dolor te hiera en el costado. Que nadie te lastime a traición. Que nadie te ofenda ni siquiera con un gesto. Que tengas todo lo que se pueda desear, por largos, larguisimos años.
   Pero que te falte el amor.

jueves, 1 de diciembre de 2016

El penitente (y la indómita)

Me habían dicho que no se comportaba.
Atrapada en la espontaneidad era una amenaza.
Supongo que alguien debía hacer algo.
Pero, ¿queda algo por civilizar?
No me aburro de pensar en ello, porque soy la unión de tres elementos; tierra, cielo y agua; y digo cielo y no aire, porque éste ya es de ella.
En cambio yo pertenezco a las alturas.
Es algo que me libera con ilusión, pero yo sé que ella me lo cela.
Lo único que no tiene.

Nos fuimos conociendo de a poco.
Incluso ahora me extraño cuando calla.
Me hace perder la noción del tiempo cuando está triste.
Siento como vibra debajo de mi,
E imploro al Sol que por favor me desmorone en ella.

Siempre pude verlos, pero me fue difícil darme cuenta.
En cambio, ahora sé que es él el que esta en ella.
La seduce y ella acaba escurriendose rendida, estirando sus quebradizos brazos para alcanzarme,
Y yo sin poder hacer nada.
Espero el atardecer donde la veo toda,
Entrecierro los ojos de vergüenza,
La descubro en un instante y ella baila,
Para ser siempre nueva,
Siempre lejana e indómita.

No entiendo qué es lo que habré hecho.
¿Por qué me condenaron a observarlos?
¿Acaso no sabían que terminaría anhelandolos,  como su guardián devoto y fiel?
Y, en cambio, ella va dejando besos y abrazos en otros dominios que no son los míos,
Y tengo que soportar verla cambiar frente a mí,
Enamorada del cielo, que otrora creyó era una extensión de ella.
Pero ya paso mucho desde aquello.

Cuando empecé a formar parte de su panorama, la sacó de quicio no poder tocarme.
Me decía que iba a tomarme y que por siempre sería suyo.
Y durante las noches, no sabía porqué, me decía,
Quería bailar, me decía.
Pero yo no era el que bailaría con ella.
Mientras escurrida por esa fuerza invisible que me azota a diario,
En su danza, me embestían,
Y yo entrecerraba los ojos y echaba vistazos, sonrojado y aturdido,
Cómplice de los dos amantes,
Rebeldes,
Atrapados en la espontaneidad e indómitos.
Trato de ser devoto a su amor.

Me habían dicho que abarcaban casi todo el mundo
Y no pude evitar sonrojarme.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Sheep en la Gran Ciudad (Final)

(continuación del relato anterior)


IV. Las callecitas de Buenos Aires tienen ese... qué se yo, ¿viste?


   Resolví caminar hacia el sur hasta toparme de nuevo con la avenida Rivadavia, sin saber siquiera hacia dónde quedaba. Comencé a zigzaguear las calles, girando a la derecha en una esquina y a la izquierda en la siguiente, buscando la parada de algún colectivo cuyo número de línea me resultara familiar. El barullo de la ciudad en movimiento se iba disipando a medida que me internaba en el barrio de casas bajas. Así llegué hasta la calle Humboldt, cuyos adoquines me recordaron la letra de un tango, y decidí seguir derecho, como de costumbre, a contramano. Pocas cuadras después divisé las vías de un tren y, más allá, el cartel añejo de una estación que anunciaba "a Retiro". Lo ignoré y seguí mi camino. Más adelante ví una cancha de fútbol de medidas profesionales custodiada por tribunas de color azul y amarillo. Recordé haber visto aquel paisaje en televisión alguna vez y un escudo pintado en el paredón confirmó mi suposición: sin saber cómo, llegué a la cancha de Atlanta.
   El miércoles anterior había jugado Chacarita, de local ante Villa Dálmine, por el ascenso a la B Nacional. El estadio del Tricolor queda a menos de diez cuadras de la casa donde estaba parando y no perdí la oportunidad de ir a ver el partido, acompañado de un amigo de mis tíos que vive a media cuadra de la cancha y para quien Chacarita es tan importante como el aire a sus pulmones y el pan de cada día. A pesar de que mi viejo me hizo de Boca, el Funebrero siempre me había generado cierta simpatía, al punto que lo adopté como mi segundo equipo. El encuentro de aquel día era por la última fecha de la Primera B Metropolitana y Chaca necesitaba ganar para asegurarse el campeonato y el ascenso directo. No fue sino hasta el minuto 85 que el equipo de San Martín rompió el 0 a 0 con un tiro de esquina que aterrizó en la cabeza del Piojo Manso, quien desvió la pelota hacia el segundo palo del arco que da a la cabecera en la que me encontraba, como las otras 25.000 personas en las tribunas, expectantes y con los huevos en la garganta. A la euforia del gol le siguieron eternos minutos aguantando la ventaja ante un rival que bombardeaba el área en busca del empate. Tras el pitazo final, la algarabía se desató y se escucharon fuegos artificiales por los alrededores mientras el equipo daba la vuelta olímpica y la gente iba de a poco a la plaza central a seguir los festejos. En un momento de tranquilidad, el hombre que me acompañó al espectáculo me advirtió de los lugares donde no iba a ser bienvenido con la camiseta de Chacarita. Uno de ellos, las inmediaciones de la cancha de Atlanta.
   A pesar de que no llevaba esos colores conmigo, siguiendo las tradiciones del folclore de nuestro fútbol, me delaté la mañana de mi travesía al profanar el santuario bohemio de una de las maneras más bajas y humillantes: orinando aquel escudo pintado en la pared del estadio.
   En un momento, al ser consciente de la situación, empecé a sentir miedo. Conocida por todos es la pasión con la que se vive el fútbol en nuestro país, sobrentodo en las categorías del ascenso en la zona bonaerense. No es inusual que un partido termine con pedradas, corridas y detenidos, a tal punto que ya hace años que los encuentros se juegan sin público visitante. En ese contexto, mear un escudo en un estadio amerita el empalamiento en la plaza central. Y en eso estaba yo, indefenso, de espaldas a la calle; cualquier transeúnte que pasara por allí podía detenerse a ajusticiarme, o algún vecino que saliera temprano a limpiar la vereda, y yo no hubiera podido hacer absolutamente nada. Pensé en todo esto y empecé a apurar el trámite. Parecía algo de nunca acabar y, cuando al fin concluí el trabajo, seguí mi camino apurando el paso, intentando desentenderme de mi crimen, sin volver la vista atrás.
   De a poco mi lucidez iba aumentando, cosa que noté al llegar a la avenida Warnes y recordar que, al arribar hacía una semana a la ciudad, me topé en los pasillos de la terminal de ómnibus de Retiro con cargadores universales de batería de uso público. "Mi aventura sería mucho más simple con el celular cargado" pensé, además mis tíos empezarían a llamar, intentando ubicarne, y al no recibir respuesta se preocuparían. Armé un mapa mental. Conocía dos maneras de llegar a San Martín: en colectivo, desde Plaza de Mayo, y en tren, desde Retiro. Eso era: llegar a Retiro, cargar la batería y tomar el tren. Pero, ¿cómo llegar, si no tenía idea de mi paradero? Claro, la estación que había visto minutos antes, cuyo cartel añejo anunciaba "a Retiro".
   Al terminar de concebir esta idea ya había recorrido (sin darme cuenta) bastantes cuadras por Warnes, hasta la esquina de Jorge Newbery, a escasos metros de la vía férrea. Giré hacia la derecha, cruzando el paso a nivel, y empecé a caminar por Newbery hacia la estación, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba ésta, siguiendo una corazonada típica del desorientado que prentende demostrar (al mundo y a sí mismo) seguridad. A mi izquierda, al otro lado de la calle, llamó mi atención una muralla alta, llena de graffitis de estilos distintos e inusualmente extensa; del otro lado, casi 100 hectáreas de tumbas, panteones y mausoleos conformaban el cementerio de la Chacarita, donde descansaban los restos de Roberto Arlt, Discépolo, Gardel, Bonavena, Goyeneche, Ernesto Montiel, Pappo, Alfonsinany tantos otros, junto a muchos más seres anónimos que pasaron sin tanta pena ni gloria por este mundo (o quizás con algo más de la primera). Doblé por una calle adoquinada, frente a la pintura de una rana con alas de libélula, y al final me reencontré con las vias, separado de ellas por un alambrado, y junto a éste corría un camino de tierra que interpreté como un atajo y, un poco más allá, del otro lado, la estación. Seguí el cerco de alambre buscando donde este terminara para poder cruzar. Llegué a un potrero improvisado en lo que, al parecer, sería un estacionamiento, con montículos de piedras haciendo las veces de arcos de fútbol, pero antes de llegar al mediocampo un hombre, armado con una cachiporra, me salió al cruce desde el otro lado de la línea de meta.
   – ¿Adónde vas? 
   – Acá, a la estación. – contesté, todavía sorprendido por su aparición.
   – Bueno, pero no podés pasar por acá. Esto es propiedad privada.
   – Ah... – dije desconcertado –, pero quiero atravesar la vía nomás, ¿puedo llegar hasta la calle y cruzar? Eso nomás es. – argumente, mientras veía detrás de él el final del alambrado y el paso a nivel.
   — No, amigo, no te puedo dejar pasar. Vas a tener que pegar toda la vuelta. – sentenció haciendo un ademán. Podía quedarme a discutir o rogar, pero habría sido una pérdida de tiempo viéndome cansado y en desventaja. Además, pensé, el pobre tipo estaba cumpliendo su trabajo; en esta historia, mi historia, soy el héroe que busca llegar a un lugar sano y salvo y se atraviesa con él, el troll bajo el puente que le impide el paso y le obliga a retroceder casilleros. Pero desde su punto de vista, él es un guardián con órdenes de ahuyentar intrusos, desconocidos, en cuyas palabras e intenciones no puede confiar. Pedí disculpas por las molestias, dí media vuelta y volví por el camino. Empecé a buscar un hueco en el tejido y lo encontré no muy lejos. Ya no tenía tiempo (ni ganas) de dudar, así que pasé al otro lado, crucé los rieles y finalmente trepé al andén.
   A las 05:50 hs. saqué boleto para el tren que llegaría 10 minutos después,  por lo que me senté a esperar en un banco de madera. A aparecer la formación, entré en ella y ocupé el primer asiento que ví. El silencio del vagón que llevaba sólo a un hombre leyendo el diario y a mí se interrumpía por el traqueteo constante del tren en movimiento. Un suave balancer invitaba a estirar las piernas y descansar y acepté la invitación, intentando mantener los ojos abiertos, con la mirada perdida entre las casas y paredes grafiteadas que quedaban atrás, tránsito, carteles de publicidad y el hombre que cada tanto daba vuelta la página del diario. Arribamos a la estación Retiro y tuve que dar un largo rodeo hasta llegar a la terminal de ómnibus, pasando frente a la entrada de la villa 31. A lo largo de la vereda se veían ya vendedores ambulantes de pan casero, café, jugo y chucherías, junto a puestos de revistas y quinieleros. Hice memoria para no perderme y pude encontrar el puesto de carga de celulares empotrado al muro, miré el tutorial sobre el funcionamiento de la máquina y pagué (si mal no recuerdo) $20 por una hora de recarga. Enchufé el cable correspondiente a mi celular y me senté bajo el aparato, recostándome a la pared, a dejar pasar el tiempo.
   Durante esa interminable hora intenté distraerme observando y contando a la gente que pasaba, yendo y viniendo, con bolsos de mano y enormes valijas con ruedas, desde las plataformas hacia la avenida y de la avenida a las plataformas, terminando e iniciando sus viajes, cada quien con sus rutas recorridas y por recorrer, cada quien con sus motivos, historias, encuentros y desencuentros. Perdí la cuenta y me perdí en mis pensamientos. Frente a mí, cruzando el transitado pasillo, una revistería colmada de guías turísticas bilingües, libros, álbumes de figuritas y todo lo que uno podría encontrarse en uno de esos lugares donde un hombre que empieza a peinar canas se refugia tras un muro de chimentos, noticias y opiniones. Perdí la noción del tiempo y me levanté a ver cuánto faltaba para que aquella hora, maldita y bendita a la vez, acabara. 3 minutos. Consideré que no valía la pena volver a sentarme y esperé de pie junto a la máquina. Cuando por fin terminó, desenchufé el celular y lo encendí. 15% de batería. La puta madre, ni siquiera un 1% por peso... pero bueno, peor es nada. Active el modo avión para que esa efímera recarga durara lo más posible y fui hacia la salida, donde se me acercó un hombre con un Samsung S3 en mano, ofreciendomelo a cambio de $500. A pesar de la dudosa procedencia del equipo, probablemente se lo hubiera comprado de haber contado con el dinero, con tal de haber podido usarlo para volver a casa. Rechacé la propuesta y me encaminé hacia la estación de trenes.
   Llamó mi atención que no hubiera gente entrando y saliendo del edificio, y al llegar noté que esto era porque las puertas estaban cerradas. Un policía le estaba explicando a una señora que había paro de trenes y subtes desde las 8 de la mañana (era poco más de 08:30 según el reloj del uniformado, y tomé éste de referencia para actualizar el de mi celular, que se había reiniciado al quedar sin batería). Plan A, tomar el tren desde Retiro hasta San Martín: descartado. Pasé al plan B (irónicamente, el plan A original): llegar a Plaza de Mayo y tomar el 111. Me acerqué a preguntarle al oficial dónde y qué colectivo debía esperar para llegar a la plaza.
   – Acá, en frente, tomate el 33. – dijo, señalando con el dedo hacia un largo parterre convertido en refugio para esperar todas las líneas que por ahí pasaban. Dí las gracias, crucé la avenida y a los pocos minutos estaba subiendo al autobús junto a una decena de personas.
   A pesar de haber asientos libres, decidí permanecer de pie; sabía que el viaje no duraría mucho, por lo que me ubiqué cerca de la puerta trasera. Lo que no sabía era si el colectivo pasaba justo frente a Plaza de Mayo o debía caminar algunas cuadras, duda que despejé al ver que íbamos por av. Paseo Colón, detrás de Casa Rosada. Toqué el timbre y terminé bajando en la vereda de la ANSES. De momento, estaba menos perdido que antes.
   Fui hacia la esquina y entré un par de cuadras por Alsina hasta la calle Defensa, desde donde pude divisar la plaza. A ambos lados del empedrado, como todos los domingos, la feria de San Telmo iba tomando forma. Todavía era temprano (la feria suele empezar oficialmente a las 10), por lo que apenas me crucé con un par de personas que se dirigían a algún café para asegurarse un lugar en alguna mesa antes que la muchedumbre invadiera las calles del barrio. La mayoría de los puestos estaban vacíos, otros se iban armando de a poco; los únicos ya instalados eran un vendedor de café, chocolate caliente y jugos y un fileteador que trabajaba en una placa, rodeado por tantas otras que se dejaban ver orgullosas, coloridas, con su arte típicamente porteño. Caminé unos metros sin quitarle la vista de encima al artesano, aunque no me animé a acercarme a observar con más detalle. Desde una vieja vitrola se escuchaba el lamento de un bandoneón y, cono un turista más, sentí por primera vez todo el encanto de Buenos Aires. El despegar de unas palomas a mi alrededor de despertó de mis cavilaciones. Me encontraba caminando frente a la Pirámide de Mayo y, poco después, ante la Catedral Metropolitana. Desde la intersección de Rivadavia y Sáenz Peña podía contemplarse, alzándose en el horizonte, el Obelisco. Me encamine hacia él, mas sólo unos metros, hasta una parada de colectivos. Me senté a esperar lo que, creía, sería el último tramo del viaje. Comprendí que tendría que caminar un trecho más cuando, viendo acercarse el colectivo, levanté el brazo y el rodado pasó de largo. Por supuesto, el 111 no era la única línea que pasaba por allí, y cada una tenía su propia parada. Por lo visto yo había estado un buen rato en el refugio equivocado, tal como la última vez que había estado en Buenos Aires y debía volver solo desde Plaza de Mayo hasta San Martín. Y, tal como aquella vez, decidí ir hasta la parada de Esmeralda casi Corrientes, ahí donde era seguro que parase el 111.
   La vez anterior me había sentido insignificante en aquella vereda angosta de una calle también estrecha, rodeado de edificaciones altas, tan imponentes que no dejaban ver el cielo, y volví a sentirme así esta vez. La única diferencia era que la vez primera estaba anocheciendo y hacía frío mientras que ahora, en plena mañana, el calor me sofocaba. Intentaba distraerme leyendo carteles, afiches y panfletos, y llamó mi atención un gran número de blocs de notas tipo "post-it", pegados a un poste, con fotos sugerentes y números de teléfonos de escorts ofreciendo sus servicios. Tomé uno de color rosado y lo observé con cierta intriga, extrañado de la posibilidad de acceder a esos favores con tanta facilidad (cosa que, me parece, no ocurre en Corrientes). El papel mostraba la imagen de una mujer en ropa interior vista de espaldas y un número de teléfono, seguido de la frase "Las 24 hs". Me pregunté cuál sería la tarifa y cuántos de esas chicas y muchachos (también habían volantes de servicios masculinos, aunque en cantidad considerablemente menor) estarían trabajando en aquel preciso momento. Mientras pensaba en eso llegó por fin el colectivo. Esta vez sí se detuvo, por lo que subí, pagué el boleto (sabía que tenía la SUBE ya en negativo, pero no me había percatado de en cuánto ni sabía cuál era el límite, por lo que el aviso de "pago realizado" me alivió) y fui a sentarme. Agotado, apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla. "No me tengo que dormir" recitaba en voz baja, parpadeando lentamente, "no me tengo que dormir"... cabeceaba cada vez con más frecuencia. "No me tengo que dormir... No me tengo que dormir... No me... tengo... que...".
   "Puta madre, me dormí... ¿dónde mierda estoy?", pensé al despertar. No reconocía ninguna de las casas que veía pasar y alcancé a ver en una esquina un cartel que indicaba mi marcha por la avenida Amancio Alcorta. Sabía que estaba (de nuevo) perdido, pero esta vez me desespere. Me había dormido hasta pasarme de mi destino (de eso estaba seguro) y, lo que era peor, no tenía idea de hacia dónde iba ni de los puntos cardinales. Después de mirar a un lado y a otro sin saber qué hacer, recuperé la lucidez y saqué mi celular del bolsillo. Eran casi las 11 de la mañana y me quedaba 9% de batería. Mi única esperanza eea confiar en una buena velocidad 3G y que el aparato no se apagara. Desactivé el modo avión, encendí el GPS y entré a Google Maps. 8%. Rastreando mi posición. 7%. Encontrado. Un punto celeste se movía a la par del colectivo indicando que el GPS funcionaba perfectamente. Alejé el zoom hasta ver la estrellita que marcaba en el mapa la ubicación de la casa de mis tíos. Me había pasado unas 40 cuadras, y contando. 6%. Empezaron a llegar mensajes y notificaciones de llamadas perdidas. Salí de la aplicación y volví a activar el modo avión. Ya sabía dónde estaba, me quedaba averiguan cómo volver. Analicé la idea de bajar de inmediato y caminar, pero llevaría mucho tiempo, además del riesgo de perderme más aún. No se me ocurría otra cosa. Mientras intentaba no pensar en que el colectivo seguía avanzando, adentrándome cada vez más en zonas desconocidas, alcancé a ver que, de frente, venía otra unidad. Era de la línea 140, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, leí el cartel que indicaba "Gral. Paz y Constituyentes". Me levanté rápido a tocar el timbre, crucé de vereda y me uní al grupo de gente que esperaba en una esquina. Ya en el 140 me senté prestando atención a la señalética en cada esquina; la ansiedad no me hubiera dejado dormir aunque lo hubiera intentado. Tenía que bajarme en Av. de los Constituyentes y Sáenz Peña, y afortunadamente el colectivo paró en esa misma esquina, por lo que me levanté de un salto y me apresuré en llegar a la vereda. A partir de allí la ruta era fácil y conocida: caminar por Sáenz Peña hasta Saavedra y entrar un oar de cuadras hasta destino. Apuré el paso bajo el sol radiante, que se reflejaba en las vidrieras y me cocinaba a fuego lento desde todos los ángulos, hasta que finalmente llegué al edificio donde, en un segundo piso, estaba el departamento de mis tíos. El timbre no andaba y la puerta del balcón estaba cerrada, así que busqué mi celular para mandarles un mensaje avisándoles que estaba abajo. Eran las 11:25 de la mañana del domingo 23 de noviembre y tenía 2% de batería.
   En la seguridad del hogar pude conectar el celular al cargador. Mientras les explicaba que se me pasó la hora y no pude avisarles (al terminar el recital y recibir la propuesta de seguir de gira, les había llamado diciendo, para menos lío, que quedaba a dormir en lo de un amigo en Liniers), iba vaciando mis bolsillos y mostrándoles las remeras que había adquirido en mi travesía. Mientras todo lo que había llevado puesto iba al lavarropas fui a darme una ducha larga y relajante que disfruté como nunca. Al salir me esperaba un plato de milanesas con puré y una charka sobre los sucesos del concierto. Terminado esto me tiré al sofá a descansar un par de horas, ya que a las 19 debía estar abordando el micro para volver al pago.
   Desperté poco después de las 15 hs. La ropa que había puesto a lavar ya estaba como nueva, así que la guardé en el bolso que ya había armado la mañana del día anterior. Mis tíos me llevarían en el Peugeot 206 a Retiro, pero antes de bajar, mientras preparábamos el mate, me preguntaron si no preferiría quedarme. En ese entonces había salido hace casi un año de la escuela de gastronomía y, recorriendo la zona durante la semana, había visto varios locales gastronómicos pidiendo personal. Si no tenía suerte en eso, dijeron, podían hablar con conocidos suyos y acomodarme en cualquier otro trabajo, que con mi facilidad para aprender no tendría problema en adaptarme. La idea era de lo más tentadora: conseguir trabajo en Bs. As., poder elegir entre una enorme variedad de recitales a los cuales ir cuando quisiera y pudiera (incluso de bandas internacionales), un montón de lugares de interés histórico y cultural por visitar, la posibilidad de ir a la cancha los domingos a ver un partido de Primera y, eventualmente, vivir solo y manejarme como un experto en la Ciudad de la Furia, sin perderme nuevamente; y todo esto con apenas 21 años. En definitiva, era la mejor oportunidad que se me había presentado jamás. Era todo eso y más por ganar, pero ¿que perdería a cambio? Nada me ataba a Corrientes. Ni novia, ni trabajo estable, amigos en la cantidad justa, una carrera universitaria recién iniciada y ya en vías de recursar. Nada… excepto Bodoque, mi hermanito. En ese entonces tenía solamente 7 meses de vida, y la idea de no poder verlo crecer, de no escucharlo intentando decir mi nombre mientras aprendía a hablar, de no poder jugar con el cada día, me destrozó por dentro. Con todo lo que significaba para mi el hecho de, al fin, tener un hermano, supuse que no estaba preparado para separarme de él tan pronto. Rechacé la propuesta de mis tíos y fuimos al auto.
   Todo el camino a la terminal intentaron disuadirme de mi parecer, y todo el camino medité al respecto. A las 18:55 hs., frente al ómnibus que partiría hacia Corrientes 5 minutos más tarde, decliné por última vez la oferta. Luego de las fotos de rigor y los abrazos de despedida, subí al micro, cometiendo así el mayor error de mi vida. O el mayor acierto. No sé, eso aún está por escribirse.

domingo, 31 de julio de 2016

Sheep en la Gran Ciudad

I. Otra vez, otro recital...


      Apenas eran las 3 de la tarde, pero ya estaba alistándome para ir al recital. La entrada decía 17 hs., en Facebook se hablaba de entre 19:30 y 20. "Hora, hora y media de viaje, tomar un par de birras afuera, hacer la cola... si, voy saliendo" pensaba mientras me ponía una remera negra mangas cortas sobre otra mangas largas y a tono. A pesar de ser noviembre, habían pronosticado una noche fresca. Pantalón, zapatillas, mi trapo de Saiyaman; celular con batería completa, al igual que la videocámara que me había prestado Bruno un par de semanas atrás, la billetera con algo de efectivo, documentos y la SUBE. Repasé con mis tíos nuevamente la ruta que había trazado hacía meses, cuando me enteré que Dropkick Murphys (banda así llamada en homenaje al "Murphy's Place", una clínica de rehabilitación para alcohólicos fundada y presidida por John "Dropkick" Murphy, un ex-jugador de fútbol americano y entrenador de boxeo de antaño) iba a dar un único concierto en Buenos Aires y, ya entonces ansioso, compré la entrada por internet, teniendo que ir con el comprobante de la transacción a retirarla a un local del barrio de Caballito una semana antes del evento en cuestión. Cuando todo estuvo preparado salí hacia la esquina de Saavedra y Sáenz Peña a esperar el colectivo. Sería la tercera vez que me internaría en la ciudad de Buenos Aires, la segunda por propia cuenta, pero la primera ocasión en que estaría solo hasta pasado el anochecer.
   – Bartolomé Mitre y Laprida – le dije al chofer del 161 en un acento porteño bastante artificial, no tan imitado como mimetizado, después de una semana tratando con gente de la zona. Mentí respecto a mi destino. Me salía más barato que decirle dónde bajaba realmente, en la esquina de Cabildo y Congreso, donde descendí la escalera hasta la estación del subte D, pagué con la SUBE y pasé a través del molinete. Esperé un momento a que llegara la formación y subí al último vagón, me senté y ví que, de la docena de personas a mi alrededor, la mitad viajaba de cresta, borcego o campera de cuero. Ese mismo día tocaba Ska-p en cancha de Ferro. Mientras algunos interactuaban entre sí, intercambiando bromas o compartiendo anécdotas, para deleite y opinión de sus acompañantes, yo centraba mi atención en publicidades de prepagas, indicaciones de seguridad y el mapa con las estaciones en las que paraba el subte cada pocos minutos, luego de un segmento de túnel de cemento pobremente iluminado por tubos de luz fluorescente. Llegado a la estación Catedral subí la escalera al entrepiso y giré a la derecha, hacia la estación Perú del subte A, para hacer la combinación. Otro viaje por el subsuelo, por sendas cavadas hace más de 100 años (las primeras de su tipo de este lado del Atlántico), hasta el final del recorrido en San Pedrito. Nuevamente retorné a la ajetreada vereda, lo cual no llamó mi atención, aún para ser plena siesta de sábado del último tercio de primavera. Caminé unas cuadras más por avenida Rivadavia, hasta llegar al 7.800.


II. (Not) Another November evening.


   Había una veintena de personas en la esquina del Teatro Flores, dispersas en grupos de no más de tres integrantes. Ví una pareja tomando cerveza y pensé que era buena idea buscar un kiosco para calmar la sed. Un trío, que al parecer pensó lo mismo que yo, se me acercó, y fue la mujer del grupo quien me preguntó:
   – Desculpa, um kiosco você sabe onde...? – vacilé un par de segundos, tanto por su inesperado portuñol como por el simple hecho de verme en oportunidad de interactuar socialmente con completos desconocidos.
   – Não, eu também procuro cerveja. – respondí, desempolvando mi portugués de secundaria y haciendo alarde de una caradurez inusual en mí. Sonrisas de júbilo se dibujaron en el rostro de los otros dos. Uno de ellos puso su mano en mi hombro y gritó:
   – Você fala Português também!
   – Não, mais ou menos. Muito pouco, francamente.
   Un par de tipos que escucharon nuestra conversación se acercó a nosotros con una botella de agua mineral vacía y nos dijeron que fuéramos con ellos, que conocían un lugar a pocas cuadras. De la conversación posterior recuerdo que los brasileños contaron que eran oriundos de São Paulo, que, antes de arribar a Buenos Aires, la banda había dado dos shows allí y que los tres fueron a ambos. Al volver ya había un vendedor armando su puesto de remeras del recital en la esquina; compré dos y me las puse encima de las que ya traía.
   Cuando fuimos suficientes remeras negras, verdes, camisetas de los Boston Celtics y gorras de los Red Sox como para copar dos esquinas salieron los de prevención a avisar que iban a abrir la puerta que da a la calle Pergamino y que empezáramos a hacer fila. Hecho esto, unos chicos salieron a recorrer la cola repartiendo pegatinas con las próximas fechas de Doble Fuerza y volantes de DKM diciendo que, con la compra de remeras oficiales de la banda (las venderían dentro del lugar), entregaban un numerito para el sorteo de dos tablas de skate firmadas por los miembros del grupo. Al llegar a la puerta no pude evitar pedirle encarecidamente al que cortaba las entradas que lo hiciera bien, no como en Corrientes, que lo hacen con displiscencia y te dejan con media entrada. Agradecí que haya respetado la línea punteada y fui a la barra a comprar una remera que decidí no llevarla puesta, sino tenerla en mis manos. Después logré conseguir un lugar contra la valla, frente al extremo izquierdo del escenario. A mi lado se encontraba una chica de cabellos color carmesí, luego llegaron los pibes que me habían guiado al kiosco antes de entrar, ya sin los brasileros, pero acompañados por otros dos tipos: un uruguayo poco más alto que yo que llevaba una remera similar a una de las que había comprado yo afuera, y un barbudo de unos 35 años quizá, ya bastante ebrio, que se presentó como J. T. Sexton, de Atlanta, Georgia. Con el yorugua oficiando de intérprete, nos contó que había llegado hacía dos meses a Buenos Aires con su novia, porteña ella, tenía una fábrica de cerveza artesanal, la Sexton Beer Company, y pensaba abrir su propio bar para distribuir su producto. Era fanático de Dropkick Murphys desde sus inicios, había ido a decenas de sus presentaciones a lo largo y ancho de su país natal, tenía un tatuaje en el homóplato derecho del escudo que aparece en la portada de Sing Loud, Sing Proud, e incluso llevaba consigo este mismo CD, original, traído de Estados Unidos. Por mi mente asomó la idea de esfumarme con el disco cuando lo tuve en mis manos, pero ello hubiera implicado perderme el recital o, al menos, mi lugar de privilegio a dos metros del escenario, por lo que, resignado, le devolví el disco al gringo.
   Como a las 19:30 hs. se apagaron las luces y salieron a escena Los Bizzarros. Media hora de punk rock melódico con el sonido algo bajo, un aperitivo light, decente pero olvidable, para lo que vendría después.
   Más tarde fue el turno de Doble Fuerza. Al principio presentaron los mismos problemas de sonido que la banda anterior, pero se fueron ajustando y el público empezó a agitar con los clásicos de la banda comandada por Hugo Irisarri. Consideré buen momento para sacar la videocámara (teniendo en cuenta que su dueño me había advertido del pobre rendimiento de la batería) y, cuando empezaban a tocar Aloha!, me puse a filmar. Nada más terminada la canción, y antes que pudiera yo detener la grabación, sonaron los primeros acordes de Almas Gemelas, por lo que continué apuntando con la cámara hacia el escenario. Llegado el solo de guitarra de Gastón Ojeda enfoque hacia mí y la gente que me rodeaba; J. T. acaparó la atención y, en primer plano, empezó a hablar en un inglés que no pude descifrar aún, sea por mi conocimiento insuficiente del idioma, sea por su estado etílico. Se alejó un segundo antes que empezara de nuevo el estribillo de la canción, por lo que su monólogo quedó plasmado en video en casi perfecta sincronía con el solo. Terminó la canción y guardé la filmadora. Le siguieron algunos temas más antes del cierre con Represión, de Los Violadores, mi primer pogo de la noche. Al terminar volví a mi lugar, se encendieron las luces y la atmósfera se puso densa palpitando la llegada del plato fuerte de la jornada. Decidimos juntar para la cerveza y el gringo puso diez dólares. Celebrando la generosidad del yanki, mandamos al yorugua a la cantina. Cuando volvió ya estábamos todos los presentes coreando por la banda, alternando el clásico Olé, olé, ola de estas tierras con el característico Let's go, Murphys de los recitales de los siete de Boston.
   Cerca de las 21:15 el ambiente se oscureció, los sentidos de todos se agudizaron, las gargantas vibraban de júbilo y ansiedad, todas las miradas se dirigían al modesto telón de fondo y la adrenalina erizaba la piel. Por los parlantes empezó a sonar The Foggy Dew en la voz de Sinéad O'Connor. Terminada esta introducción aparecen los muchachos debla noche, suenan los acordes de The Boys Are Back, el público canta y todo se desmadra. Empujones, vasos voladores, gritos desaforados; el show empezó con todo, apenas parando entre tema y tema para que Jeff DaRosa y James Lynch cambien sus respectivos instrumentos, si es que esto era necesario. Tocaron Johnny, I Hardly Knew Ya y Al Barr se acercó al vallado, subió a un peldaño de los que había en cada segmento del cerco de metal y cantó con la gente, agitando y provocando la locura por acercarse a él, en una imagen que se iba a repetir toda la noche. Lo mismo hacía Ken Casey, pero del centro hacia su derecha, abarcando toda el lado en el que me encontraba, mientras Barr se encargaba de la mitad izquierda (derecha en la perspectiva del público). Yo alternaba entre ir al pogo y volver a trompicones a mi lugar, exactamente frente a DaRosa.
   Aún con la laringe desgastada pude sentir el nudo en la garganta al ver a Matt Kelly, dándole duro a los parches, y a Scruffy Wallace vistiendo el tradicional kilt, haciendo sonar la gaita, dando comienzo a Worker's Song. Al terminar esta canción todo se oscureció por un segundo y luego un reflector enfocó a DaRosa que empezaba a puntear la intro de Rose Tattoo en su mandolina. Luego del atentado en la maratón de Boston en 2013 la banda había grabado una versión de esta canción junto a Bruce Springsteen en un EP a beneficio de las víctimas. Ésta versión (a mi parecer) es mejor que la original, y albergué la esperanza de que El Jefe apareciera en escena sorpresivamente para deleitarnos con su voz, interpretando la versión del EP. Como era de esperar, esto no sucedió.
   Cuando Casey no cargaba el bajo se dedicaba a cantar y, como mencioné, bajar del escenario a tener contacto con la multitud. Fue en una de estas canciones (por desgracia ya no recuerdo cuál) en que estiré mi brazo derecho para saludarlo, él tomó mi mano y, sin dejar de cantar, levantó la pierna para subir a la pequeña plataforma que sobresalía de la barrera que nos separaba, logró subir y lo tuve pegado a mí, con su barriga cervecera frente a mi nariz. Cuando caí en cuenta de la situación, lo rodeé con mis brazos durante un segundo que me pareció eterno, por lo que sentí la responsabilidad de soltarlo y liberarlo de mí para que los que me rodeaban pudieran acceder también a él y él a ellos.
   Luego de 21 canciones al hilo, apenas parando para pedir un aplauso al trabajo de los tipos de prevención, agradecer nuestra hospitalidad, hablar brevemente de Massachusetts y sus tradiciones y prometer volver, fueron a un intervalo. Presionados por nuestros cánticos, volvieron a escena a dar los toques finales. Al Barr, llevando la 10 de la Selección con su propio apellido en lugar del de Messi, cantó Out of Our Heads antebun público extasiado, el techo en llamas y a punto de explotar, tal como dice esa canción. La siguiente fue la balada más esperada, Kiss Me, I'm Shitfaced. De nuevo el gordo Casey subió al peldaño frente a mí y se dirigió al extremo donde acababa el vallado. Tuve una sensación agridulce al saber que se acercaba el final. T. N. T., de AC/DC y Blitzkrieg Bop, de Ramones, para terminar, con el último pogo violento de la noche.
   Empezando a desconectar los equipos, se aprestaron a regalar púas, baquetas y apretones de manos. Conseguí una púa y un saludo por parte de Jeff DaRosa, mientras la colo, a mi lado, se hizo con una de las listas de las canciones del recital. Durante la media hora siguiente Ken Casey se quedó para autografiar entradas, remeras, discos, gorras, brazos, espaldas, frentes y tetas de los que se acercaban dispuestos a no irse con las manos vacías; tuvo que gritarle a uno de sus plomos "Give me another Sharpie" un par de veces, ya que había agotado la tinta del marcador (conseguí que firmara mi entrada y la remera que compré al entrar al lugar y aún llevaba en mis manos, aunque luego del autógrafo decidí ponérmela). Se tomó incontable cantidad de fotos con sus fanáticos sin borrar su sonrisa, aún después que uno de ellos, bastante pasado de copas, lo ofendiera sacudiéndole la boina con total descaro luego de pasar por encima del grupo que se agolpaba a su alrededor. Cuando ya no éramos más de una veintena los de seguridad se encargaron de guiarnos hasta la puerta mientras Casey nos dedicaba un último saludo desde el vallado. Antes de salir del local miré al interior casi vacío y me pregunté cuándo sería la próxima vez que volvería.
   Afuera me encontré con la colorada y el uruguayo. J. T. había desaparecido y su compañero me preguntó si lo había visto. Nos pusimos a buscarlo y al final lo encontramos yendo a una pizzería en la vereda de enfrente de la avenida con otros tres tipos, los seguimos y nos recibió con un efusivo abrazo. Lo acompañaban un tipo de no menos de 50 años, petiso, de melena gris enrulada; otro de quiza 25 o 30 años, fornido, con cabello a lo Iorio y facciones muy afiladas; y el otro de aproximadamente la misma edad, alto, rulos ceratianos, bigote y barba cuidadosamente desprolijos, como salido de una publicidad de Beldent. El gringo y el uruguayo se fueron y quedé con la pelirroja y los tres sujetos nuevos, pedimos unas pizzas y un par de cervezas y nos pusimos a hablar. Nos presentamos (no recuerdo el nombre de ninguno, aunque creo que la pelirroja se llamaba María y el musculoso era un tal Ramiro) y, por mi acento, se dieron cuenta que yo no era del lugar. Se sorprendieron cuando les dije que había ido desde Corrientes únicamente para ese recital y que era la primera vez que hacía algo así. Me preguntaron sobre la movida punk por mis pagos y respondí que estaba en desarrollo, "en la lucha", a lo que el Viejo (demostrando que tenía mucha calle en el tema) contestó que ahí también el under era un ambiente muy sacrificado, que no por estar en Capital una banda nace grande y que hay algunas que llevan años sin siquiera salir del conurbano. Por supuesto, hay mucho más de la charla que ya olvidé.
   Al salir de la pizzería me despedí del grupo para tomar el colectivo 86 hasta Plaza de Mayo, y luego esperar el 111, que me dejaba a un par de cuadras de lo de mis tíos, en la esquina en que había tomado el 161 aquella siesta. Me invitaron a ir al Rocket, un bar cerca del Congreso donde Doble Fuerza iba a brindar un set acústico. Mientras ellos discutían si efectivamente ir al Rocket o continuar la noche en otro lugar, me alejé un momento a pensar si seguir el plan trazado y volver a la seguridad del hogar donde estaba parando, o quedarme con un grupo de gente desconocida, descubriendo una madrugada de domingo puntas de una ciudad que apenas por tercera vez estaba visitando, con el agregado que la batería de mi celular estaba ya en las últimas.
   – Voy con ustedes. – respondí luego de un momento. "Ésta es una de esas ocasiones de las que nace una gran anécdota", pensé, "después de todo, ¿qué es lo peor que podría pasar?".

III. City tour.

   Cruzamos corriendo la avenida y subimos al 86 antes de que nos dejara atrás, pagamos el pasaje y recorrimos el pasillo hasta la mitad, donde quedamos apostados ya que el colectivo iba lleno. El Viejo tomó la palabra y empezó a quejarse del excesivo precio de las entradas ($450) y que por ello el Teatro no había llenado su capacidad (unas 2000 personas, de las cuales habrá habido 3/4). Nos recordó que Deep Purple había llenado el Luna Park sólo unos días antes y que la entrada más cara estaba $1000, mientras la más barata $400, pero que había comprado antes el ticket para el recital de esta noche porque a Deep Purple ya lo había visto y Dropkick Murphys llegaba por primera vez, y pensaba que, después del fracaso en la venta de localidades, la banda difícilmente iba a volver por estas latitudes.
   El colectivo de a poco se iba vaciabdo y la Colo divisó un asiento individual vacío poco más al fondo y fue a sentarse. La seguimos y, aún de pie, empezamos a molestarla por su cabello, siendo Ramiro el que se atrevía a tocarlo o posar directamente su mano abierta en la caveza de la pelirroja. Un par de butacas más atrás vimos a una chica de tez blanca observándonos. Llevaba botitas negras con hebillas, jeans rotos del mismo color, brazalete de cuero con tachas en la muleca y un top por el que asomaba un escote no muy generoso, pero al menos llamativo. Nos comentó que iba a una fiesta a lo de una amiga en Constitución, pero que asistía más por compromiso que por otra cosa. La invitamos a acompañarnos y, aunque dudó bastante, finalmente aceptó. Bajamos del colectivo en la Plaza de los Dos Congresos, la atravesamos hacia el norte y encaramos por Rodríguez Peña. La chica de tez pálida preguntó dónde quedaba exactamentebel bar.
   – Acá cerca, unas 4 cuadras, ponele. – respondió el Viejo. Cuatro cuadras después llegamos a la avenida Corrientes. Aún no había rastros de nuestro destino y el Viejo nos pidió paciencia, que ya íbamos a llegar y que estuviéramos atentos para no pasarnos de largo sin darnos cuenta. Seguimos caminando y boludeando pero con el oasar de las esquinas nos íbamos impacientando, aunque me distraía observando a mi alrededor las luces de la ciudad.
   Apenas nos dimos cuenta cuando llegamos al bar. El frente no era muy llamativo; la pared púrpura y la vidriera enrejada, cubierta por una chapa negra desde su base hasta la altura deblos hombros de uno, hacían que el local pasara casi desapercibido, siendo delatada su naturaleza comercial únicamente por las letras colocadas en la parte alta del muro, formando las palabras Rocket Bar, junto al diseño de un cohete espacial de estilo caricaturesco. Entramos y el ritmo de punk nos invadió de nuevo. El VJ se encargaba de pasar Green Day, The Offspring, Blink-182, junto con otros tantos videos de Ramones, Sex Pistols, Rancid, Dropkick Murphys, Ska-p, Die Toten Hosen y varios más. En un escenario improvisado en un rincón junto a la entrada estaban Hugo Irisarri, Diego Piazza, Gastón Ojeda y Carlos "El Niño" Khayatte hablando con quien se aceecaba a ellos y sacándose algunas fotos; los saludé yo también a la pasada, como queriendo no molestar. No tenía batería en el celular ni en la videocámara para una foto o video, ni tampoco algún marcador o fibra con el cual me firmaran un autógrafo. Además tenía sed y mis compaleros se habían dirigido directo a la barra, por lo que no perdí tiempo en seguirlos, llegando a tiempo para ver como el Rulo se se jugaba las primeras dos birras.
   Luego de un momento anunciaron que el show acústico iba a comenzar, por lo que me separé del grupo y busqué un buen lugar en el frente, logrando sentarme en una butaca (de esas tipo cajón tapizado) al frente del escenario. Tocaron tres canciones antes de que un tipo lendijera algo al oído a Huguito y éste nos comunicara que el recital no podía continuar, ya que, al parecer, no estaba autorizado por el Gobierno de la Ciudad, y habían mandado un patrullero de la Policía Federal a darle fin. Mientras la banda guardaba los instrumentos pidiéndonos disculpas, me levanté y fui al baño, más por curiosidad de conocer mejor el bar que por necesidad. Al salir volví a la barra y ví al Rulo charlando con dos personas que no había visto antes, me pasó la cerveza y me comunicó que los demás habían salido a fumar. Le devolví la botella y me dirigí a la puerta.
   Lo primero que vi al regresar a la vereda fue el patrullero estacionado en frente; lo segundo, al girar la cabeza hacia la derecha, fue a Ramiro, acompañado por la pelirroja, llegar a la esquina y doblar en dirección a la Bond Street, ahí a media cuadra (aunque dudo que hubiera sido ese su destino); al volverme hacia el otro lado encontré al Viejo y a la dama blanca, ambos fumando. Ella me ofreció un cigarrillo de su paquete de Lucky Strike y una cajita de fósforos (este último detalle me hizo sonreir), prendí el pucho, le pregunté su nombre para olvidarlo inmediatamente y nos pusimos a conversar los tres. Al poco tuempo ella contestó una llamada en su celular, habló por unos segundoa y colgó; su amiga la estaba esperando, así que levantó el brazo para detener un taxi que pasaba por ahí para ir a cumplir su compromiso. Saludó al Viejo con un beso más al aire que a la mejilla, al estilo porteño; dió media vuelta hacia mí, me tomó del cabello en la parte de atrás de mi cabeza y me dió un beso violento, con sabor a tabaco y cerveza, mordiéndome el labio antes de abrir la puerta del taxi y entrar. Me dedicó una última murada desde el interior del vehículo, que finalmente aceleró y se fue, dejándome a solas en la calle con el Viejo.
   – Lindo recuerdito te llevás de acá, ¿eh, pibe? El recital, una uña, un after acá en el bar y, ahora, un beso de despedida antes de volverte a Corrientes.
   – Si todas mis noches acá van a ser así, capaz que me quede. – contesté entre risas.
   – No sé si todas las noches, pero los fines de semana es muy probable. ¿No te gustaría quedarte y probar suerte acá, ya que estás? – dejé de reir y lo observé con interés. Busqué sus ojos y reparé en una verruga junto a una de sus cejas que no había visto antes. – Dijiste que sos chef, ¿no? – (el error comun de confundir ser chef con haberse recibido en una escuela de cocina) – Acá levantás una piedra y encontrás un bar o un restaurant que necesita cocinero. Y si no tenés mucha experiencia, te enseñan. Yo conozco varios que son chef y empezaron como bacheros... bah, no sé, digo. – sentenció al final, encogiéndose de hombros antes de darle la bocanada final a su cigarrillo. No emití palabra alguna. En vez de eso, mi respuesta fue bambolear la cabeza hacia arriba y abajo, en silencio, apretando los labios. Miré el cilindro de papel que se quemaba lentamente entre mis dedos, lo llevé a la boca y aspiré.
   – Che, ¿y si vamos adentro que ya estoy teniendo sed de nuevo? – propuso. Exhalé el humo de un suspiro y me dispuse a seguirlo de nuevo. Al llegar a la puerta, observé por última vez mi cigarrillo, del que solo quedaba ya el filtro. Era un recuerdo más de aquella noche (a la cual le quedaban varias horas), el único del encuentro fugaz con esa joven de cabello negro azabache y piel de porcelana. Como a cualquier otra colilla, con cierta displiscencia, la tiré a la calle.
   De nuevo dentro del local encontré al canoso charlando con otro hombre de edad mediana. Decidí no interferir en la conversación entre mayores y fui a la barra. Mostrándome decidido (aunque en realidad no lo estaba), pedí al barman un litro de cerveza tirada.  El elixir dorado caía desde la canilla de la chopera hasta la jarra de vidrio y,  una vez ésta estuvo llena hasta el borde,  la tomé del asa y extendí un billete de $50 al cantinero, que me ofreció un vaso, lo cual rechacé porque me pareció un detalle de delicadeza innecesaria. Me dediqué a beber en solitario y tuve la sensación de que el nivel del líquido no bajaba y en ese momento era demasiado para mí,  que nunca iba a llegar al fondo del cristal, o, al menos, no antes que la cerveza se calentara hasta el punto de volverse repugnante. Recorriendo el salón con la mirada vi a un tipo sentado solo en una mesa, con la única compañía de un vaso vacío. Fueron tantas las veces que me encontré en su situación que, casi sin dudarlo, fui hasta él y llené su vaso sin siquiera saludarlo. Tras una breve estupefacción, me dio un abrazo y me ofreció un asiento. Tuvimos una charla, no tan interesante como para ser recordada, que duró lo que nos tardamos en vaciar él su pinta de cerveza y yo mi jarra. Ya sin nada más por tomar, me hizo una pregunta que tuve que pedir que la repitiera, ya que no lo había entendido.
   – ¿Qué talle sos? – dijo casi gritando y señalando mi pecho.
   – M. – contesté, algo extrañado. Vaciló un momento, con cara de analizar mi respuesta, y llegado a una conclusión se quitó con algo de torpeza la remera que llevaba puesta, quedando él con una de mangas largas que llevaba debajo, y me la ofreció. Intenté rechazar el obsequio, pero lo puso en mis manos alegando que me lo merecía por el gesto espontáneo de generosidad que tuve para con él, un completo desconocido en un bar muy lejos de mi casa, y que la remera, además, llevaba un estampado de Hellcat Records, la compañía que edita los discos de, entre otros, Dropkick Murphys. Hasta ese momento no había visto ese detalle, pues lo tuve frente a mí largo rato, y decidí aceptar el regalo y agradecer al sujeto con un abrazo antes de despedirme de él, con la remera puesta sobre las cinco que ya llevaba, para ir al baño.
   Vuelto al salón el grupo se había vuelto a reunir. El Viejo seguía conversando con su compadre y se les habían sumado el Rulo y Ramiro. No vi a la pelirroja por ningún lado, por lo que supuse que el grandulón había vuelto solo. Me recibieron con algarabía y los dos más jóvenes me propusieron ir a otro lugar, a seguir recorriendo la noche porteña, lo cual acepté casi sin titubear. Antes de salir a por un taxi, el cuarentón desconocido me dirigió la palabra.
   – ¿De dónde sos? 
   – De Corrientes. 
   – Yo soy de Sáenz Peña, Chaco. ¿De qué parte de Corrientes? ¿Capital? – asentí sin disimular esa alegría sorpresiva y extraña que uno suele sentir al encontrarse lejos del pago con alguien oriundo de tan cerca. Me contó que había vivido con su mujer en San Cosme, de donde ella era, pero que había ido a Buenos Aires al separarse ("son bravas las correntinas" comentó). Al momento estábamos en medio del bar cantando Kilómetro 11; a diferencia de mi guaraní medio trambólico, su interpretación del estribillo (y de la canción en general)  en el idioma indígena fue perfecta. Al terminar la canción sentí una mano sobre mi hombro y un rostro con cabellos en bucle se acerco a apurarme la partida, ya que el taxi estaba afuera. Entre risas, me despedí del chaqueño con un apretón de manos devenido en abrazo, lo mismo con el canoso que nos había guiado hasta el bar, y salí de ahí sin pensar en cuál sería mi próximo destino.
   Entramos al asiento trasero del taxi y nos vimos las caras un momento. 
   – ¿Adónde van? – preguntó el taxista, conla paciencia natural que sólo con incontables noches de transportar gente que va de bar en bar se puede cultivar. 
   – Eh, en serio, ¿de acá para dónde? – inquirí desde el extremo derecho.
   – Vos tranquilo, Corrientes, que te vamos a dar un tour por la noche porteña, y sin cargo. Corre todo por nuestra cuenta – contestó el Rulo desde la punta izquierda, pasando el brazo sobre la amplia espalda de Ramiro para darme unas palmadas tranquilizadoras en mi hombro –. Al Roxy vamos. – dijo, dirigiéndose al chofer.
   – ¿Y hasta cuándo te quedás? – preguntó el del medio una vez iniciada la marcha.
   – Hoy me voy, a las siete. 
   – ¿Ahora, a la mañana? ¿Salís del boliche y te vas a Retiro? 
   – No, boludo Siete de la tarde salgo. 
   – Ah, menos mal. Bueno, tomá, llevate esto de recuerdo. – dijo, pasándone, entre risas, varios posavasos que había sacado del bar.
   Llegamos al Roxy y el Rulo se puso a hablar con familiaridad con uno de los patovicas de la entrada. Le pidió que nos permitiera entrar gratis. El guardia nos observó de arriba a abajo (seguramente, al verme, pensó lo mismo que yo: en lo ridículo que me veía con seis remeras encima) y nos dejó pasar.
   Habré estado unos diez minutos entre el gentío, la niebla artificial y las luces de colores, tiempo que usé para ir al baño y poca cosa más. Llegado un momento, Ramiro me invitó a salir de ese lugar para ir al Vorterix. Al seguirlo vimos al Rulo hablando con una mina, por lo que nuestra despedida fue una palmada al hombro al pasar. Ya afuera tomamos otro taxi y, en un par de minutos, llegamos a nuestro nuevo destino. Intentamos entrar, pero una mujer que resguardaba la puerta nos lo impidió, por lo que Ramiro le dijo que llamara a su tío, guardia también del lugar, para poder pasar. Después de un minuto el tipo llegó, nos dió el ok y volvió adentro. Ramiro pasó y yo vacilé, pensando en si realmente quería entrar; no tenía ganas de sufrir el hacinamiento nuevamente, ya fue suficiente por una noche. Miré hacia el otro lado de la avenida y, al ver un McDonald's en la esquina, recordé que tenía hambre y crucé a desayunar. 
   A las 04:26 hs. compré un triple mac con oapas y gaseosa. Me senté en una mesa junto al ventanal que da a la avenida Álvarez Thomas a comer mientras observaba a los adolescentes entrar y salir del local y los autos y motos circular por las avenidas. Al cabo de una media hora ya estaba nuevamente afuera. El cielo se había aclarado, tornándose celeste de a poco, señalando el inminente amanecer del domingo. En ese momento me di cuenta que me encontraba solo, perdido en una ciudad con 2 millones de personas desconocidas, sin celular, mapas ni referencia alguna. Levanté la vista hacia los edificios a mi alrededor, buscando no sé qué, y por primera vez en la noche me hice la pregunta que, sabía, tarde o temprano tendría que hacerme: ¿dónde carajo estoy?

Continuará.

viernes, 27 de mayo de 2016

   Jueves, 21 hs. Terminó la clase de Promoción de la Lectura (en el ámbito bibliotecario se habla del pésimo desempeño profesional, que no intelectual, de nuestra profesora), asi que salimos a la vereda a fumar mientras esperamos a la de Inglés, que al final no fue, por lo que volvimos a subir a buscar nuestras cosas para irnos. En el salón, poniéndome la mochila al hombro, propongo ir a la plaza de Mayo y Mendoza, como casi siempre que salimos temprano; dicen que no. Lore señala que justo hoy que propongo algo nadie me apoya. Tristemente, es algo que pasa demasiado a menudo, por eso nunca propongo ni organizo las juntadas. Al bajar las escaleras Solange comenta su deseo de tomar una cerveza. "Vamos" le digo, "todavía es temprano". De nuevo en la vereda me pregunta por el bar de a la vuelta al que siempre voy, Lucía escucha y se nos une.
   Entramos al Aix y, mientras ellas se ubican en una mesa frente a la suerte de escenario, saludo a la moza amiga mía y le pido una Budwieser ("es lo que hay"). Me senté en medio de mis compañeras y alternamos charla con uso del celular. Practicamente no tocamos el tema del instituto, ni de los prácticos ni nada de eso. Termina la cerveza y Lucía invita una segunda, y la tercera, que me propone paguemos a medias.
   Después de un rato de show acústico invitan al micrófono a quien quiera participar. Me levanto y le pregunto al guitarrista si sabe tocar Volver en Guitarra de Roberto Galarza. Lucía y Solange preparan sus celulares para filmar y mandar al grupo. Patricia (dueña del bar y ex-jefa mía) hace lo propio. Unas señoras que acompañan una picada con vino tinto se conmueven al escuchar la canción que voy a interpretar. El bar está lleno, miro por la ventana y afuera está Renzo, viejo amigo de los Linfocitos, tan sorprendido como yo de verme junto al guitarrista, micrófono en mano. Empiezo el recitado, imagino el lamento del acordeón y aguanto el lagrimón mientras intento cantar lo más afinado posible. Me gano unos aplausos y vuelvo a la mesa.
   Pido la cuenta y veo que de las tres cervezas solo nos cobran dos. El dinero sobrante de la tercera de regalo decidimos gastarla en una cuarta. Un pibe sube a cantar La Chacarera, de Las Pastillas del Abuelo, pero se olvida pasajes de la letra, me ve cantarla mientras lleno el vaso y me pasa la posta. Pretendo hacerme el loco pero Sol y Lucía insisten y estoy nuevamente en el escenario. También me olvido la letra pero para entonces ya no importa, ni a mi ni a nadie.
   23:30 hs., media hora después de nuestro horario de salida habitual de clase, pagamos y vamos para el puerto. El 101 está estacionado, esperándonos a Lucía y a mí. Nos despedimos de Solange y subimos. Le cedo el lugar junto a la ventanilla ya que bajo antes que ella. Me pregunta por mi situación sentimental. En medio viaje le resumo lo mejor que puedo mis últimos 6 años de fracasos (no es difícil, es la misma historia repitiéndose de manera exacta una y otra vez). Me pregunta si alguna vez estuve enamorado, pregunta que ya me había hecho a mí mismo y con tiempo para pensar, por lo que le contesto un no casi instantáneo, no sin cierta pena. Me comenta que al menos zafé, no como ella, que sí estuvo enamorada, y empieza a contarme del ex-novio que la cagó, el mismo con el que todavía salía a inicios del ciclo lectivo y que llevó a una juntada del grupo. Hasta nos habían contado la hermosa y trágica historia de cómo se conocieron y empezaron a salir.
   Antes de poder quedarnos en silencio, el colectivo llega a donde yo tengo que bajar. Me despido de Lucía con una palmadita al hombro, me levanto a tocar el timbre y bajo a la vereda. Camino la media cuadra hasta el rancho con toda la paciencia posible, sin importarme el frío. No quiero llegar a casa; nunca quiero llegar a casa, si es que se le puede llamar "casa". Entro y saludo a mi vieja con la frialdad de siempre, me hago un sandwich con la milanesa del mediodía y simulo que presto atención a lo que me dice. Según ella, sus ataques de asma y posible neumonía (la cual, para confirmar, le mandaron a hacerse placas), son culpa mía por tomar clonazepam por mi depresión, cosa que cree firmemente que invento para mortificarle la vida y estar tirado todo el día. "Ajá" nomás le digo, y, agotado, me tiro a la cama. Por suerte, esta noche no necesité una pastilla para dormir.

domingo, 8 de mayo de 2016

5

Pongo a calentar agua para el café mientras miro Gravity Falls. En la heladera hay media torta. Sobró de mi cumpleaños. No la quiero. Me la como igual, como a todo lo que no quiero pero hay que comer igual.

El agua hierve. Preparo el quinto café horrible de la tarde. Busco monedas. Encuentro medio blister de clona. Y dos pastillas para la hipertensión. "No será mucho?" me dice. "Meh. Complejo de Highlander" le digo. Igual, las dejo donde estaban.

Quiero tocar la guitarra pero tengo las uñas largas. El alicate desapareció otra vez. Pongo el partido de Chacarita. 1 a 0. 43 del segundo tiempo. Patadón. Roja para el que pegó. El que ligó no puede caminar y sale de la cancha. Quedan 10 contra 10. Se desperdician mano a mano en ambas areas. Minuto 47. Se corta la luz en la cancha. Tarda 10 minutos en volver. "Vámonos a la mierda" dice el referí.

Tengo sed. Pienso en café. Me asquea la idea. "Whisky?" me pregunta. Digo que no. Aplaude. Saco el jugo Baggio de la heladera. Me bajo el litro entero. Se indigna.

Salgo al patio a quemar una caja de ravioles vacía. Un vecino pone Michael Jackson mientras prepara la parrilla para hacer asado. El fuego baila en mi mano al son de Billie Jean.

Vuelvo al rancho. Como una milanesa del mediodía. Y un puñado de cereal de chocolate. Veo la cama en el rincón. Me tiro. Sueño que me cagan a pedos por no poder cerrar una puerta.

Despierto a las 3 de la mañana. Mensaje de un amigo que me debe plata. Cuatro cifras. "Le infle el bombo a la flaca". La plata no la veo nunca más. Batería al 1%. Enchufo el cargador. Me revuelco un rato mas en la frazada.

Leo el blog de alguien que no conozco. Dice que morir es volver al lugar de donde venimos. Pienso escribir la vez que soñé con aliens y Green Day birreando en casa. Otro dia capaz lo escriba. O capaz que no. Qué más da.

Me levanto. Como un poco de asado que me convidó el vecino. Una piedra. Lo bajo con otro café horrible. "Nos autodestruís" me dice. "Vos tambien" le digo.

Pienso en los que no quieren morir y se mueren. Pienso en los que quieren morir y se mueren. Pienso en los que quieren morir y no se mueren. "Morir es volver al lugar de donde venimos".
Pienso en los que no dejamos de pensar. "Dejá de pensar" me dice. "Dejá de sentir" le digo. Me revuelco un rato mas en la frazada.

lunes, 28 de marzo de 2016

La naturaleza del Amor, según Aristófanes

El banquete, Anselm Friedrich Feuerbach, 1873. Óleo sobre lienzo. Nationalgalerie, Berlín, Alemania.


   Figúraseme, que hasta ahora los hombres han ignorado enteramente el poder del Amor; porque si lo conociesen, le levantarían templos y altares magníficos, y le ofrecerían suntuosos sacrificios, y nada de esto se hace, aunque sería muy conveniente; porque entre todos los dioses él es el que derrama más beneficios sobre los hombres, como que es su protector y su médico, y los cura, de los males que impiden al género humano llegar a la cumbre de la felicidad. Voy a intentar daros a conocer el poder del Amor, y queda a vuestro cargo enseñar a los demás lo que aprendáis de mí. Pero es preciso comenzar por decir cuál es la naturaleza del hombre, y las modificaciones que ha sufrido.
   En otro tiempo la naturaleza humana era muy diferente de lo que es hoy. Primero había tres clases de hombres: los dos sexos que hoy existen, y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido conservándose sólo el nombre. Este animal formaba una especie particular, y se llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino; pero ya no existe y su nombre está en descrédito. En segundo lugar, todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción. Marchaban rectos como nosotros, y sin tener necesidad de volverse para tomar el camino que querían. Cuando deseaban caminar ligeros, se apoyaban sucesivamente sobre sus ocho miembros, y avanzaban con rapidez mediante un movimiento circular, como los que hacen la rueda con los pies al aire. La diferencia, que se encuentra entre estas tres especies de hombres, nace de la que hay entre sus principios. El sol produce el sexo masculino, la tierra el femenino, y la luna el compuesto de ambos, que participa de la tierra y del sol. De estos principios recibieron su forma y su manera de moverse, que es esférica. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo, y combatir con los dioses, como dice Homero de Efialtes y de Oto. Júpiter examinó con los dioses el partido que debía tomarse. El negocio no carecía de dificultad; los dioses no querían anonadar a los hombres, como en otro tiempo a los gigantes, fulminando contra ellos sus rayos, porque entonces desaparecerían el culto y los sacrificios que los hombres les ofrecían; pero, por otra parte, no podían sufrir semejante insolencia. En fin, después de largas reflexiones, Júpiter se expresó en estos términos: Creo haber encontrado un medio de conservar los hombres y hacerlos más circunspectos, y consiste en disminuir sus fuerzas. Los separaré en dos; así se harán débiles y tendremos otra ventaja, que será la de aumentar el número de los que nos sirvan; marcharán rectos sosteniéndose en dos piernas sólo, y si después de este castigo conservan su impía audacia y no quieren permanecer en reposo, los dividiré de nuevo, y se verán precisados a marchar sobre un solo pie, como los que bailan sobre odres en la fiesta de Caco.
   Después de esta declaración, el dios hizo la separación que acababa de resolver, y la hizo lo mismo que cuando se cortan huevos para salarlos, o como cuando con un cabello se los divide en dos partes iguales. En seguida mandó a Apolo que curase las heridas y colocase el semblante y la mitad del cuello del lado donde se había hecho la separación, a fin de que la vista de este castigo los hiciese más modestos. Apolo puso el semblante del lado indicado, y reuniendo los cortes de la piel sobre lo que hoy se llama vientre, los cosió a manera de una bolsa que se cierra, no dejando más que una abertura en el centro, que se llama ombligo. En cuanto a los otros pliegues, que eran numerosos, los pulió, y arregló el pecho con un instrumento semejante a aquel de que se sirven los zapateros para suavizar la piel de los zapatos sobre la horma, y sólo dejó algunos pliegues sobre el vientre y el ombligo, como en recuerdo del antiguo castigo. Hecha esta división, cada mitad hacia esfuerzos para encontrar la otra mitad de que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inacción, no queriendo hacer nada la una sin la otra. Cuando la una de las dos mitades perecía, la que sobrevivía buscaba otra, a la que se unía de nuevo, ya fuese la mitad de una mujer entera, lo que ahora llamamos una mujer, ya fuese una mitad de hombre; y de esta manera la raza iba extinguiéndose. Júpiter, movido a compasión, imagina otro expediente: pone delante los órganos de la generación, porque antes estaban detrás, y se concebía y se derramaba el semen, no el uno en el otro, sino en tierra como las cigarras. Júpiter puso los órganos en la parte anterior y de esta manera la concepción se hace mediante la unión del varón y la hembra. Entonces, si se verificaba la unión del hombre y la mujer, el fruto de la misma eran los hijos; y si el varón se unía al varón, la saciedad los separaba bien pronto y los restituía a sus trabajos y demás cuidados de la vida.
   De aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separada de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades. Los hombres que provienen de la separación de estos seres compuestos, que se llaman andróginos, aman las mujeres; y la mayor parte de los adúlteros pertenecen a esta especie, así como también las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las mujeres, que provienen de la separación de las mujeres primitivas, no llaman la atención los hombres y se inclinan más a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribactes. Del mismo modo los hombres, que provienen de la separación de los hombres primitivos, buscan el sexo masculino. Mientras son jóvenes aman a los hombres; se complacen en dormir con ellos y estar en sus brazos; son los primeros entre los adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho más varonil. Sin razón se les echa en cara que viven sin pudor, porque no es la falta de este lo que les hace obrar así, sino que dotados de alma fuerte, valor varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo son más aptos que los demás para servir al Estado. Hechos hombres a su vez aman los jóvenes, y si se casan y tienen familia, no es porque la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo que prefieren es pasar la vida los unos con los otros en el celibato. El único objeto de los hombres de este carácter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemeja. Cuando el que ama a los jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los une de una manera tan maravillosa, que no quieren en ningún concepto separarse ni por un momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanto gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el placer de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender […]; esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado, hasta no formar más que un solo ser con él. La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que éramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución de este antiguo estado […]. Es preciso que todos nos exhortemos mutuamente a honrar a los dioses, para evitar un nuevo castigo, y volver a nuestra unidad primitiva bajo los auspicios y la dirección del Amor. Que nadie se ponga en guerra con el Amor, porque ponerse en guerra con él es atraerse el odio de los dioses. Tratemos, pues, de merecer la benevolencia y el favor de este dios, y nos proporcionará la otra mitad de nosotros mismos, felicidad que alcanzan muy pocos […]. Sea lo que quiera, estoy seguro de que todos seremos dichosos, hombres y mujeres, si, gracias al Amor, encontramos cada uno nuestra mitad, y si volvemos a la unidad de nuestra naturaleza primitiva. Ahora bien, si este antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que ser también mejor el que más se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona que se ama según se desea. Si debemos alabar al dios que nos procura esta felicidad, alabemos al Amor, que no sólo nos sirve mucho en esta vida, procurándonos lo que nos conviene, sino también porque nos da poderosos motivos para esperar, que si cumplimos fielmente con los deberes para con los dioses, nos restituirá él a nuestra primera naturaleza después de esta vida, curará nuestras debilidades y nos dará la felicidad en toda su pureza.

El banquete. Platón. ca. 380 a.C.
Traducción: Patricio de Azcárate.

martes, 15 de marzo de 2016

Idus de marzo

   ¿Qué venís a hablar, si no tenés un rincón oscuro al que vas, con el rostro hacia la pared, usándolo de refugio contra toda la mierda que te rodea, con la intención de quedarte ahí todo el día?
   ¿Qué venís a hablar, si no disfrutás más el recorrido que llegar a destino porque siempre viajás solo?
   ¿Qué venís a hablar, si, con tus últimas gotas de amor propio, mientras todos se reían de vos no lo hiciste vos también, para no demostrar debilidad?
   ¿Qué venís a hablar, si nunca aplaudieron tus canalladas y criticaron tu humanidad?
   ¿Qué venís a hablar, si nunca te exigieron tanto que el más mínimo error se castigaba con crueldad, sin tener en cuenta tus capacidades?
   ¿Qué venís a hablar, si no te apuñalaron por la espalda como a Julio César, y como un perro humillado no fuiste a lamerte las heridas y le ladraste a quien se te acercó a intentar ayudarte?
   ¿Qué venís a hablar, si no te quedaste sin vaselina de tantas veces que la usaste para meterte tu orgullo en el culo, solo para volver a cagarlo cada vez más grande hasta que al final se terminó tapando el inodoro?
   ¿Qué venís a hablar, si no sentís que se te sale el corazón del pecho al ver a alguien a la distancia, y al acercarte te das cuenta que no era quien esperabas?
   ¿Qué venís a hablar, si no podés ver a los thestrals?
   ¿Qué venís a hablar, si tu mejor cumpleaños no fue aquel en el que amaneciste sólo, al borde de una zanja en una esquina desconocida, con una botella de whisky a medio terminar?
   ¿Qué venís a hablar, si no terminaste con la mano vendada después de pegarle a la pared del baño, de la cancha, de la escuela, del laburo, de tu casa, y a la cara de tu mejor amigo?
   ¿Qué venís a hablar, si no pretendés demostrar indiferencia por todo porque te enseñaron que darle importancia a algo está mal?
   ¿Qué venís a hablar, si cuando querés manifestarle afecto a alguien no te sale, en vez de eso, mirarlo con repulsión y decirle "idiota", como si de verdad creyeras que es un idiota?
   ¿Qué venís a hablar, si no tenés miedo de sonreir?
   ¿Qué venís a hablar, si no sos tal como imaginabas ibas a ser, que es todo lo que siempre odiaste, porque te diste cuenta tarde que ambas cosas son lo mismo?
   ¿Qué venís a hablar, si no te hacen creer que sos libre cuando tu celda es infinitamente grande?
   ¿Qué venís a hablar, si tiempo atrás no lloraste tanto que ahora sos incapaz de hacerlo aunque quieras?
   ¿Qué venís a hablar, si cuando creíste tocar fondo no caíste un poco más?
   ¿Qué venís a hablar, si nunca bajaste los brazos?
   ¿Qué venís a hablar?
   Callate, soltame, rajá de acá... no, por favor quedate, sentate frente a mí. O mejor a mi lado, no puedo levantar la mirada para verte a la cara.
   ¿Sabés? El problema no es que ya haya tocado fondo o todavía no. El problema es que, si averiguo como caer aún más bajo, lo voy a hacer sin duda alguna.
   Mejor me voy yo.

jueves, 10 de marzo de 2016

   La última vez que lo vi a Epifanio Gauna fue hace como un mes. Yendo al almacén de Norma pasé frente a su casa y, ya que lo vi afuera tomando mate, lo saludé. No me reconoció, como suele pasar cuando tenés 65 años y hace algunos años que no ves a alguien, por lo que me pareció correcto recordarle que yo era el nieto de doña Rosa, el hijo de la Margarita. Con su característica risa estridente me convidó un par de mates, me dijo que había crecido, preguntó por mamá y me pidió que le mande saludos. Fui al almacén y volví a lo de mi abuela pensando en que nunca lo había visto sin su boina y sin su sonrisa, y que tampoco había entendido nunca la mitad de lo que decía porque cada dos palabras en español metía una en guaraní, como es común en la gente de campo.

   Anoche llamaron a mamá avisándole que hubo un accidente en la curva de Ramada Paso. Una camioneta chocó a un ciclista que falleció en el acto. Hoy lo velaban a "Faño" en su casa y a la tarde lo llevaban al cementerio del pueblo.

   Mi tío nos pasó a buscar en la EcoSport para ir al velorio. Yendo por la ruta, comentando el accidente (hablando del rey de Roma...) nos cruzamos con la Hilux color champagne que lo había chocado a Gauna; un par de segundos bastaron para reconocer la patente y las marcas del siniestro en el frente de la camioneta. Durante todo el camino mis tíos, mi prima y mamá fueron recordando accidentes anteriores (de hace no mucho) y señalando los lugares donde habían sucedido. Yo me limité a tomar mate y mirar el camino.

   La boina estaba en el cajón, junto a su dueño, pero sobre su pecho, como un objeto preciado que alguien lleva al más allá, y no cubriendo la calvicie de la parte superior de su cabeza. Era la primera vez que lo veía así, y de paso la última.

   De nuevo en ruta, ya volviendo, recordábamos que nunca pudimos ganarle al truco, que (según decían), por devoción, tenía una estampita de Santa Catalina dentro suyo en su abdómen, y que siempre iba en bici por la banquina, pero anoche tomó la decisión fatal de ir por ruta. De frente vimos pasar una camioneta que llevaba un remolque enganchado y, sobre éste, un Ferrari. Pensé en que era una lástima no ver al Cavallino Rampante en funcionamiento (haciéndose mierda en la ya hecha mierda ruta 12) y en que, si muero en un accidente de tránsito, que haya un Ferrari involucrado en el. Morir golpeado por una Toyota Hilux es bastante común en estos días, y, como es poco probable que me recuerden por mi sonrisa o mi sentido del humor siempre alegre, que en mi epitafio figure que me fui de este mundo atropellado por un superdeportivo italiano. Estaría copado que se acuerden de mí cada vez que vean un Ferrari, como yo me voy a acordar de Epifanio cuando vea una Hilux color champagne, o alguien usando una boina y hablando en español entremezclado con guaraní, como es común en la gente de campo.

viernes, 19 de febrero de 2016

Tentación

   Con cierta frecuencia, mientras voy caminando por la vereda o estando sentado a la vera de la ruta (como en este momento), viendo pasar a mi lado autos, camionetas, colectivos y camiones, siento un impulso repentino y me imagino saltando, en el último segundo, a la calzada, al encuentro del vehículo, para ser atropellado por éste. No sabría explicar la razón de esta idea (creo que sería absurdo buscar un por qué, en todo caso), pero nunca pasé del pensamiento a la acción porque no tengo el valor ni la insensatez necesarias para llevarlo a cabo. Aún.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Crónica de una (casi) muerte (casi) anunciada

"Carpe diem, quam minimum credula postero"

Homero, Odas, I, 11.



"La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso, canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento de tu vida antes que el telón baje y la obra termine sin aplausos"

Sir Charles Chaplin.


*van en auto por ruta, Tyler maneja, el Protagonista en el lugar del acompañante, dos miembros del Proyecto Caos en el asiento de atrás. Tyler se cruza de carril y encara directo a un camión que viene de frente*
PROTAGONISTA (a Tyler) - ¿Qu... qué estás haciendo?
TYLER - ¿Qué desearían haber hecho antes de morir?
MIEMBRO 1 - Pintar un autorretrato.
MIEMBRO 2 - Construir una casa.
TYLER (a Protagonista) - ¿Y tú?
PROTAGONISTA - No sé... nada. Ve por tu carril.
TYLER - ¡Tienes que saber! ¿Si murieras ahora, qué pensarías de tu vida?
PROTAGONISTA (aterrorizado) - ¡No sé! Nada bueno. ¿Es eso lo que quieres oír? ¡Vamos!
TYLER - No es suficiente.
PROTAGONISTA - ¡Déjate de joder! ¡Tyler!
*en el último momento, Tyler pega el volantazo y esquiva el camión*

Fight Club. Dir., David Fincher.



   Como estas, hay un montón de frases más sobre vivir el presente, hacer (y decir) todo lo que se quiere antes de morir porque nunca se sabe cuándo va a pasar y eso. Por supuesto, por diversos motivos (muchas veces financieros), uno no puede hacer todo lo que quiere y lo deja para más tarde. Pero para decir algo no se necesita tener plata y, aún así, mucha gente muere sin haber arreglado sus diferencias con otra persona, sin haber expresado su aprecio por un amigo o sin saludar a su abuela con un abrazo por ignorar que podía ser la última oportunidad para hacerlo. Por esta razón uno termina expresando frente al féretro y en redes sociales todo lo que por alguna razón no dijo en persona al fallecido, para aliviar un poco el pesar causado por su cobardía (llamémosle así). Pero los muertos no oyen ni usan Facebook, por lo que el sobreviviente queda con el cargo de conciencia, el "debí haberle dicho que...".

   Hasta acá no dije nada que no se haya dicho antes pero ¿y si el muerto tuviera conciencia de todo esto? Cual fuera el destino de uno al fallecer, se lamentaría de no haber escuchado todo lo que alguien tenía para decirle. Peor aún, quizá esa otra persona tuvo la intención de expresarse y, apurado por un tiempo que ignoraba ya no iba a tener, contestó con un apresurado "después contame, chau". "La puta madre, ¿qué me habrá querido decir?" pensará el espíritu errante.

   Con cierta frecuencia suelo pensar en todo esto, sobre todo cuando saludo a alguien al pasar o me enojo con alguien y me voy casi sin despedirme ("¿y si me muero y ésta/e cree que me morí todavía enojado?"), pero hoy en particular me vino a la mente con gran ímpetu (de otro modo, tal vez no estaría escribiendo esto).

   Hoy fui al centro a hacer unos trámites que me llevaron casi toda la mañana. Llegué a casa a las 11:00 (minutos más, minutos menos) y, como mi mamá no vuelve hasta pasado mediodía, iba a estar yo solo algo más de una hora. Nada más atravesar la puerta, sentí un dolor opresivo en el pecho, gran dificultad para respirar y un mareo que me obligó a buscar apoyo en la puerta aún abierta. No era la primera vez que padecía esto que, según dos amigos médicos que conocí en la Cruz Roja, era un pre-infarto o angina de pecho (francamente perdí la cuenta de cuántas veces me pasó, y ni siquiera recuerdo la primera). Ante esto siempre había procedido de la misma manera: calmar la ansiedad, concentrar mi mirada en un punto fijo y respirar muy pausadamente e inhalando poco aire (respirar hondo sólo agudizaba el dolor). La diferencia de las veces anteriores con respecto a ésta es que hoy perdí mis fuerzas para sostenerme a la puerta y seguir de pie, todo se fue nublando hasta apagarse y caí al suelo inconsciente.

   Como al Chavo cuando le daba la garrotera, salpicarme un poco de agua sirvió para despertarme. Siempre había renegado del hecho de vivir en una pensión con patio compartido, hasta hoy: un vecino, al pasar junto a mi puerta para ir a su rancho, me vió tirado en el suelo y decidió entrar a reanimarme. Según me contó, no reaccioné a sacudidas ni a gritos (siempre dije que no duermo, sino que entro en coma), así que optó por tirarme agua para hacerme volver en mí.

   Rara vez actúo de manera lógica/correcta/ideal (me gusta complicarme la vida), y hoy no iba a ser la ocasión: en vez de contarle la verdad, le dije que me desmayé seguramente al bajarme la presión por el calor y por no haber desayunado. Me senté, tomé un poco de agua, palpé el chichón producido al cabecear el piso en mi desplome y despedí a mi vecino prometiéndole tomarme las cosas con calma. Busqué mi tensiómetro y me medí la presión: 160/90. Alta para cualquiera que no sea yo; por desgracia, esa cifra está en el rango de lo que yo llamaría "normal". Pensé en llamar a un médico o acercarme al hospital, idea que, como siempre, descarté casi de inmediato (por un variado abanico de razones que se resumen todas en que soy un pelotudo).

   Miré la hora y eran las 11:50. Estuve más o menos 45 minutos inconsciente. Atiné a putear, antes que nada, porque tenía que ir volando a la veterinaria a comprar alimento para gato y volver para cocinar. En segundo lugar sentí alivio de que haya sido un vecino (el único de confianza, además) y no mi madre quien me encontrara, lo cual hubiera significado muchas explicaciones que dar y preocupaciones (quizá bien fundadas, lo admito). Después de eso pensé en todo lo que expresé al comienzo de esta nota: ¿y si no despertaba? ¿y si en este momento, en vez de estar escribiendo esto, estuviera en la morgue o dentro de un cajón en la sala velatoria de De Bonis? Iba a dejar incumplida la promesa de hacer un gol el próximo partido, un café pendiente, trámites a medio terminar, varios "vistos" en chats y whatsapp, muchos "nos vemos" que no iba a poder cumplir más. Cosas que ya no habría podido hacer y, por lo cual, me iba a arrepentir toda mi vida (mejor dicho, toda mi muerte).

   Según la teoría del suicidio cuántico (mi experimento mental favorito), existe al menos un universo en el cual morí por el episodio de esta mañana; dicho de manera más cruda, el universo en el que estamos ahora es el único (de los infinitos existentes) en el cual sigo con vida, el único en el cual tengo la oportunidad de decir lo que tenga que decir (que creo que es mucho, aunque para casi todo ya me es algo tarde) y escuchar todo lo que tengan para decirme (que probablemente no sea poco).

   Por supuesto, cuando vuelva a ser plenamente consciente de lo miserable de estar en este plano de la existencia, volveré a llenar mi mente de preocupaciones más terrenales y dejaré todo esto en mi lista de procrastinación indefinida. Solamente quería aprovechar el shock emocional para poder expresar este pensamiento. Si dejo pasar esta ocasión de hacerlo, quizá no vuelva a tener otra.

"So as you walk out the door
Take care, and always be sure
That the ones in your life
Know that you love them tonight
Fate has one guarantee
And we all must agree
That the best laid plans
May all change by tomorrow".

"God willing", de Dropkick Murphys.

lunes, 11 de enero de 2016

Sonreir

   02:30 am, termina mi quinta jornada en mi nuevo laburo (el primero de este año; vaya uno a saber cuántos más voy a tener y cuánto duraré en este). Entre caminar hora y media hasta mi casa y gastar medio salario en remís, prefiero caminar; el remís es un lujo del que puedo prescindir y, además, vale la pena aprovechar cada minuto de una madrugada de lunes de enero con cielo despejado.

   Camino algunas cuadras por Sarmiento, pasando por el estadio de Huracán y, más adelante, por la Roubineau. Por ahí cerca vive un gente. Si en este momento yo estuviera en su lugar (o él en el mío) ya habría llegado a casa. Pienso en lo bueno que sería alquilar por ahí cerca, aunque la facultad me quede lejos. Después me pregunto si sería mejor vivir cerca del laburo y lejos de la facu, o viceversa. Resuelvo que sería ideal un punto medio, digamos, entre la Liceo y el Juventus. Paso por una hamburguesería. A veces, a esta hora, suelen estar cerrando, a veces ya está cerrado y, a veces (como esta noche), sigue abierto para algunos clientes tardíos o fieles parroquianos y amigos.

   Sigo caminando. Hace varias cuadras vengo sonriendo inconscientemente, sin saber por qué, y al darme cuenta de esto suelto una risa breve, ronca y espasmódica. Esporádicamente me cruzo con algunas personas que, por diversos motivos, rondan las calles casi céntricas en la madrugada. Rostros apagados, cansados (reflejo de una noche ardua que llega a su fin, o de un día que empieza muy temprano), sedientos. Todas caras largas o indiferentes, a diferencia mía, que llevo una sonrisa inexplicable como estandarte.

   A media cuadra de un kiosco decido que es buen momento de parar en boxes. El mismo pibe que hace tan sólo dos noches me vendió sin problema alguno una cerveza a esta misma hora, hoy me la niega. Agradezco la atención, levantando el pulgar, y sigo mi camino. Hay una ley que prohíbe la venta de bebidas alcohólicas en kioscos durante la madrugada; ley que el 99% de las veces no se respeta. Hoy me tocó ser ese 1 en 100 que no pudo comprar una cerveza fuera del horario permitido. Recorro mentalmente el camino que me queda, tratando de recordar los kioscos que voy a encontrar abiertos y en cuál podría, con seguridad, conseguir al fin esa bebida. El más cercano lo tengo a 20 minutos; 15, y hasta 10, si le pongo ganas. Pero no hay apuro. Yo sigo caminando tranquilo, sonriendo.

   Veo mi reflejo en una ventana con vidrios espejados. Mi cara oleosa de sudor, el cabello un tanto revuelto, la mandíbula oscurecida por una barba que se deja notar sutilmente tras dos días sin afeitarme. Y, desentonando como ojotas con smoking, mi sonrisa. La puta, que me veo distinto así. En eso estaba cuando veo a un sereno, uno de tantos que se encuentran sentados cuidando un negocio, edificio o cuadra entera, con la simple compañía de un celular, unos auriculares y un diario Época.
   - ¿Qué te pasa que sonreís tanto? - me lanza de manera increpante, como sintiéndose ofendido por la expresión de mi rostro. Por mi mente pasan infinidad de posibles respuestas del tipo "porque vengo de estar con tu señora", "de tu cara de pelotudo", "¿qué te importa?", y así, cada una más ácida, cínica y sarcástica que la otra. Las descarto a todas.
   - No sé - contesto finalmente, encogiéndome de hombros, sin cambiar mi semblante -, tengo ganas de sonreír, nada más.