miércoles, 30 de diciembre de 2015

Johnnie, Jack y el viejo contrabandista

   Mi bebida favorita es el whisky. El whisky es la bebida más versátil e incierta: no hay dos ejemplares iguales, pero todos pueden tomarse solos, con agua, jugo, soda, coca, en cóctel, a temperatura ambiente, enfriados o con hielo, y no dejan de ser whisky. También es la bebida más noble: no es como el vodka que al otro día te da nauseas, o el fernet que te mueve los intestinos; en mi caso al menos, la resaca de whisky es un dolor de cabeza (que ni siquiera me impide salir a la calle en pleno sol o soportar tranquilamente ruidos fuertes y molestos) y nada más. También es, si se quiere hacer bien, una de las bebidas más complicadas de hacer, un desafío hasta para el más perfeccionista, que no puede lograrse en un laboratorio; crearlo es un trabajo reservado a generaciones de maestros con paladares exquisitos, entrenados especialmente para ello.

   Pero la razón principal por la que me gusta tanto es porque lo hace a uno pensar, plantearse y replantearse lo que pasa alrededor. Si, será un cliché sentarse en la barra con un vaso de on the rocks a meditar, pero es un cliché hermoso, digno de ver, hacer y sentir innumerables veces. Y cuando esta situación no se da en soledad, lo obliga a uno a hablar. Pero no a hablar boludeces como la cerveza, el fernet o el vino que te aflojan la lengua, no. El whisky te afloja el alma. Te obliga a sincerarte con vos mismo y con los demás.

   Por desgracia, no siempre lo logra. A veces uno prefiere resistirse, negar todo y seguir ensimismado, e incluso endurecerse aún más, deshonrando al elixir y todo lo que representa. Pasa muy rara vez, pero pasa. Y cuando pasa puede darte pena o bronca, pero no hay vuelta que darle.

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