domingo, 31 de julio de 2016

Sheep en la Gran Ciudad

I. Otra vez, otro recital...


      Apenas eran las 3 de la tarde, pero ya estaba alistándome para ir al recital. La entrada decía 17 hs., en Facebook se hablaba de entre 19:30 y 20. "Hora, hora y media de viaje, tomar un par de birras afuera, hacer la cola... si, voy saliendo" pensaba mientras me ponía una remera negra mangas cortas sobre otra mangas largas y a tono. A pesar de ser noviembre, habían pronosticado una noche fresca. Pantalón, zapatillas, mi trapo de Saiyaman; celular con batería completa, al igual que la videocámara que me había prestado Bruno un par de semanas atrás, la billetera con algo de efectivo, documentos y la SUBE. Repasé con mis tíos nuevamente la ruta que había trazado hacía meses, cuando me enteré que Dropkick Murphys (banda así llamada en homenaje al "Murphy's Place", una clínica de rehabilitación para alcohólicos fundada y presidida por John "Dropkick" Murphy, un ex-jugador de fútbol americano y entrenador de boxeo de antaño) iba a dar un único concierto en Buenos Aires y, ya entonces ansioso, compré la entrada por internet, teniendo que ir con el comprobante de la transacción a retirarla a un local del barrio de Caballito una semana antes del evento en cuestión. Cuando todo estuvo preparado salí hacia la esquina de Saavedra y Sáenz Peña a esperar el colectivo. Sería la tercera vez que me internaría en la ciudad de Buenos Aires, la segunda por propia cuenta, pero la primera ocasión en que estaría solo hasta pasado el anochecer.
   – Bartolomé Mitre y Laprida – le dije al chofer del 161 en un acento porteño bastante artificial, no tan imitado como mimetizado, después de una semana tratando con gente de la zona. Mentí respecto a mi destino. Me salía más barato que decirle dónde bajaba realmente, en la esquina de Cabildo y Congreso, donde descendí la escalera hasta la estación del subte D, pagué con la SUBE y pasé a través del molinete. Esperé un momento a que llegara la formación y subí al último vagón, me senté y ví que, de la docena de personas a mi alrededor, la mitad viajaba de cresta, borcego o campera de cuero. Ese mismo día tocaba Ska-p en cancha de Ferro. Mientras algunos interactuaban entre sí, intercambiando bromas o compartiendo anécdotas, para deleite y opinión de sus acompañantes, yo centraba mi atención en publicidades de prepagas, indicaciones de seguridad y el mapa con las estaciones en las que paraba el subte cada pocos minutos, luego de un segmento de túnel de cemento pobremente iluminado por tubos de luz fluorescente. Llegado a la estación Catedral subí la escalera al entrepiso y giré a la derecha, hacia la estación Perú del subte A, para hacer la combinación. Otro viaje por el subsuelo, por sendas cavadas hace más de 100 años (las primeras de su tipo de este lado del Atlántico), hasta el final del recorrido en San Pedrito. Nuevamente retorné a la ajetreada vereda, lo cual no llamó mi atención, aún para ser plena siesta de sábado del último tercio de primavera. Caminé unas cuadras más por avenida Rivadavia, hasta llegar al 7.800.


II. (Not) Another November evening.


   Había una veintena de personas en la esquina del Teatro Flores, dispersas en grupos de no más de tres integrantes. Ví una pareja tomando cerveza y pensé que era buena idea buscar un kiosco para calmar la sed. Un trío, que al parecer pensó lo mismo que yo, se me acercó, y fue la mujer del grupo quien me preguntó:
   – Desculpa, um kiosco você sabe onde...? – vacilé un par de segundos, tanto por su inesperado portuñol como por el simple hecho de verme en oportunidad de interactuar socialmente con completos desconocidos.
   – Não, eu também procuro cerveja. – respondí, desempolvando mi portugués de secundaria y haciendo alarde de una caradurez inusual en mí. Sonrisas de júbilo se dibujaron en el rostro de los otros dos. Uno de ellos puso su mano en mi hombro y gritó:
   – Você fala Português também!
   – Não, mais ou menos. Muito pouco, francamente.
   Un par de tipos que escucharon nuestra conversación se acercó a nosotros con una botella de agua mineral vacía y nos dijeron que fuéramos con ellos, que conocían un lugar a pocas cuadras. De la conversación posterior recuerdo que los brasileños contaron que eran oriundos de São Paulo, que, antes de arribar a Buenos Aires, la banda había dado dos shows allí y que los tres fueron a ambos. Al volver ya había un vendedor armando su puesto de remeras del recital en la esquina; compré dos y me las puse encima de las que ya traía.
   Cuando fuimos suficientes remeras negras, verdes, camisetas de los Boston Celtics y gorras de los Red Sox como para copar dos esquinas salieron los de prevención a avisar que iban a abrir la puerta que da a la calle Pergamino y que empezáramos a hacer fila. Hecho esto, unos chicos salieron a recorrer la cola repartiendo pegatinas con las próximas fechas de Doble Fuerza y volantes de DKM diciendo que, con la compra de remeras oficiales de la banda (las venderían dentro del lugar), entregaban un numerito para el sorteo de dos tablas de skate firmadas por los miembros del grupo. Al llegar a la puerta no pude evitar pedirle encarecidamente al que cortaba las entradas que lo hiciera bien, no como en Corrientes, que lo hacen con displiscencia y te dejan con media entrada. Agradecí que haya respetado la línea punteada y fui a la barra a comprar una remera que decidí no llevarla puesta, sino tenerla en mis manos. Después logré conseguir un lugar contra la valla, frente al extremo izquierdo del escenario. A mi lado se encontraba una chica de cabellos color carmesí, luego llegaron los pibes que me habían guiado al kiosco antes de entrar, ya sin los brasileros, pero acompañados por otros dos tipos: un uruguayo poco más alto que yo que llevaba una remera similar a una de las que había comprado yo afuera, y un barbudo de unos 35 años quizá, ya bastante ebrio, que se presentó como J. T. Sexton, de Atlanta, Georgia. Con el yorugua oficiando de intérprete, nos contó que había llegado hacía dos meses a Buenos Aires con su novia, porteña ella, tenía una fábrica de cerveza artesanal, la Sexton Beer Company, y pensaba abrir su propio bar para distribuir su producto. Era fanático de Dropkick Murphys desde sus inicios, había ido a decenas de sus presentaciones a lo largo y ancho de su país natal, tenía un tatuaje en el homóplato derecho del escudo que aparece en la portada de Sing Loud, Sing Proud, e incluso llevaba consigo este mismo CD, original, traído de Estados Unidos. Por mi mente asomó la idea de esfumarme con el disco cuando lo tuve en mis manos, pero ello hubiera implicado perderme el recital o, al menos, mi lugar de privilegio a dos metros del escenario, por lo que, resignado, le devolví el disco al gringo.
   Como a las 19:30 hs. se apagaron las luces y salieron a escena Los Bizzarros. Media hora de punk rock melódico con el sonido algo bajo, un aperitivo light, decente pero olvidable, para lo que vendría después.
   Más tarde fue el turno de Doble Fuerza. Al principio presentaron los mismos problemas de sonido que la banda anterior, pero se fueron ajustando y el público empezó a agitar con los clásicos de la banda comandada por Hugo Irisarri. Consideré buen momento para sacar la videocámara (teniendo en cuenta que su dueño me había advertido del pobre rendimiento de la batería) y, cuando empezaban a tocar Aloha!, me puse a filmar. Nada más terminada la canción, y antes que pudiera yo detener la grabación, sonaron los primeros acordes de Almas Gemelas, por lo que continué apuntando con la cámara hacia el escenario. Llegado el solo de guitarra de Gastón Ojeda enfoque hacia mí y la gente que me rodeaba; J. T. acaparó la atención y, en primer plano, empezó a hablar en un inglés que no pude descifrar aún, sea por mi conocimiento insuficiente del idioma, sea por su estado etílico. Se alejó un segundo antes que empezara de nuevo el estribillo de la canción, por lo que su monólogo quedó plasmado en video en casi perfecta sincronía con el solo. Terminó la canción y guardé la filmadora. Le siguieron algunos temas más antes del cierre con Represión, de Los Violadores, mi primer pogo de la noche. Al terminar volví a mi lugar, se encendieron las luces y la atmósfera se puso densa palpitando la llegada del plato fuerte de la jornada. Decidimos juntar para la cerveza y el gringo puso diez dólares. Celebrando la generosidad del yanki, mandamos al yorugua a la cantina. Cuando volvió ya estábamos todos los presentes coreando por la banda, alternando el clásico Olé, olé, ola de estas tierras con el característico Let's go, Murphys de los recitales de los siete de Boston.
   Cerca de las 21:15 el ambiente se oscureció, los sentidos de todos se agudizaron, las gargantas vibraban de júbilo y ansiedad, todas las miradas se dirigían al modesto telón de fondo y la adrenalina erizaba la piel. Por los parlantes empezó a sonar The Foggy Dew en la voz de Sinéad O'Connor. Terminada esta introducción aparecen los muchachos debla noche, suenan los acordes de The Boys Are Back, el público canta y todo se desmadra. Empujones, vasos voladores, gritos desaforados; el show empezó con todo, apenas parando entre tema y tema para que Jeff DaRosa y James Lynch cambien sus respectivos instrumentos, si es que esto era necesario. Tocaron Johnny, I Hardly Knew Ya y Al Barr se acercó al vallado, subió a un peldaño de los que había en cada segmento del cerco de metal y cantó con la gente, agitando y provocando la locura por acercarse a él, en una imagen que se iba a repetir toda la noche. Lo mismo hacía Ken Casey, pero del centro hacia su derecha, abarcando toda el lado en el que me encontraba, mientras Barr se encargaba de la mitad izquierda (derecha en la perspectiva del público). Yo alternaba entre ir al pogo y volver a trompicones a mi lugar, exactamente frente a DaRosa.
   Aún con la laringe desgastada pude sentir el nudo en la garganta al ver a Matt Kelly, dándole duro a los parches, y a Scruffy Wallace vistiendo el tradicional kilt, haciendo sonar la gaita, dando comienzo a Worker's Song. Al terminar esta canción todo se oscureció por un segundo y luego un reflector enfocó a DaRosa que empezaba a puntear la intro de Rose Tattoo en su mandolina. Luego del atentado en la maratón de Boston en 2013 la banda había grabado una versión de esta canción junto a Bruce Springsteen en un EP a beneficio de las víctimas. Ésta versión (a mi parecer) es mejor que la original, y albergué la esperanza de que El Jefe apareciera en escena sorpresivamente para deleitarnos con su voz, interpretando la versión del EP. Como era de esperar, esto no sucedió.
   Cuando Casey no cargaba el bajo se dedicaba a cantar y, como mencioné, bajar del escenario a tener contacto con la multitud. Fue en una de estas canciones (por desgracia ya no recuerdo cuál) en que estiré mi brazo derecho para saludarlo, él tomó mi mano y, sin dejar de cantar, levantó la pierna para subir a la pequeña plataforma que sobresalía de la barrera que nos separaba, logró subir y lo tuve pegado a mí, con su barriga cervecera frente a mi nariz. Cuando caí en cuenta de la situación, lo rodeé con mis brazos durante un segundo que me pareció eterno, por lo que sentí la responsabilidad de soltarlo y liberarlo de mí para que los que me rodeaban pudieran acceder también a él y él a ellos.
   Luego de 21 canciones al hilo, apenas parando para pedir un aplauso al trabajo de los tipos de prevención, agradecer nuestra hospitalidad, hablar brevemente de Massachusetts y sus tradiciones y prometer volver, fueron a un intervalo. Presionados por nuestros cánticos, volvieron a escena a dar los toques finales. Al Barr, llevando la 10 de la Selección con su propio apellido en lugar del de Messi, cantó Out of Our Heads antebun público extasiado, el techo en llamas y a punto de explotar, tal como dice esa canción. La siguiente fue la balada más esperada, Kiss Me, I'm Shitfaced. De nuevo el gordo Casey subió al peldaño frente a mí y se dirigió al extremo donde acababa el vallado. Tuve una sensación agridulce al saber que se acercaba el final. T. N. T., de AC/DC y Blitzkrieg Bop, de Ramones, para terminar, con el último pogo violento de la noche.
   Empezando a desconectar los equipos, se aprestaron a regalar púas, baquetas y apretones de manos. Conseguí una púa y un saludo por parte de Jeff DaRosa, mientras la colo, a mi lado, se hizo con una de las listas de las canciones del recital. Durante la media hora siguiente Ken Casey se quedó para autografiar entradas, remeras, discos, gorras, brazos, espaldas, frentes y tetas de los que se acercaban dispuestos a no irse con las manos vacías; tuvo que gritarle a uno de sus plomos "Give me another Sharpie" un par de veces, ya que había agotado la tinta del marcador (conseguí que firmara mi entrada y la remera que compré al entrar al lugar y aún llevaba en mis manos, aunque luego del autógrafo decidí ponérmela). Se tomó incontable cantidad de fotos con sus fanáticos sin borrar su sonrisa, aún después que uno de ellos, bastante pasado de copas, lo ofendiera sacudiéndole la boina con total descaro luego de pasar por encima del grupo que se agolpaba a su alrededor. Cuando ya no éramos más de una veintena los de seguridad se encargaron de guiarnos hasta la puerta mientras Casey nos dedicaba un último saludo desde el vallado. Antes de salir del local miré al interior casi vacío y me pregunté cuándo sería la próxima vez que volvería.
   Afuera me encontré con la colorada y el uruguayo. J. T. había desaparecido y su compañero me preguntó si lo había visto. Nos pusimos a buscarlo y al final lo encontramos yendo a una pizzería en la vereda de enfrente de la avenida con otros tres tipos, los seguimos y nos recibió con un efusivo abrazo. Lo acompañaban un tipo de no menos de 50 años, petiso, de melena gris enrulada; otro de quiza 25 o 30 años, fornido, con cabello a lo Iorio y facciones muy afiladas; y el otro de aproximadamente la misma edad, alto, rulos ceratianos, bigote y barba cuidadosamente desprolijos, como salido de una publicidad de Beldent. El gringo y el uruguayo se fueron y quedé con la pelirroja y los tres sujetos nuevos, pedimos unas pizzas y un par de cervezas y nos pusimos a hablar. Nos presentamos (no recuerdo el nombre de ninguno, aunque creo que la pelirroja se llamaba María y el musculoso era un tal Ramiro) y, por mi acento, se dieron cuenta que yo no era del lugar. Se sorprendieron cuando les dije que había ido desde Corrientes únicamente para ese recital y que era la primera vez que hacía algo así. Me preguntaron sobre la movida punk por mis pagos y respondí que estaba en desarrollo, "en la lucha", a lo que el Viejo (demostrando que tenía mucha calle en el tema) contestó que ahí también el under era un ambiente muy sacrificado, que no por estar en Capital una banda nace grande y que hay algunas que llevan años sin siquiera salir del conurbano. Por supuesto, hay mucho más de la charla que ya olvidé.
   Al salir de la pizzería me despedí del grupo para tomar el colectivo 86 hasta Plaza de Mayo, y luego esperar el 111, que me dejaba a un par de cuadras de lo de mis tíos, en la esquina en que había tomado el 161 aquella siesta. Me invitaron a ir al Rocket, un bar cerca del Congreso donde Doble Fuerza iba a brindar un set acústico. Mientras ellos discutían si efectivamente ir al Rocket o continuar la noche en otro lugar, me alejé un momento a pensar si seguir el plan trazado y volver a la seguridad del hogar donde estaba parando, o quedarme con un grupo de gente desconocida, descubriendo una madrugada de domingo puntas de una ciudad que apenas por tercera vez estaba visitando, con el agregado que la batería de mi celular estaba ya en las últimas.
   – Voy con ustedes. – respondí luego de un momento. "Ésta es una de esas ocasiones de las que nace una gran anécdota", pensé, "después de todo, ¿qué es lo peor que podría pasar?".

III. City tour.

   Cruzamos corriendo la avenida y subimos al 86 antes de que nos dejara atrás, pagamos el pasaje y recorrimos el pasillo hasta la mitad, donde quedamos apostados ya que el colectivo iba lleno. El Viejo tomó la palabra y empezó a quejarse del excesivo precio de las entradas ($450) y que por ello el Teatro no había llenado su capacidad (unas 2000 personas, de las cuales habrá habido 3/4). Nos recordó que Deep Purple había llenado el Luna Park sólo unos días antes y que la entrada más cara estaba $1000, mientras la más barata $400, pero que había comprado antes el ticket para el recital de esta noche porque a Deep Purple ya lo había visto y Dropkick Murphys llegaba por primera vez, y pensaba que, después del fracaso en la venta de localidades, la banda difícilmente iba a volver por estas latitudes.
   El colectivo de a poco se iba vaciabdo y la Colo divisó un asiento individual vacío poco más al fondo y fue a sentarse. La seguimos y, aún de pie, empezamos a molestarla por su cabello, siendo Ramiro el que se atrevía a tocarlo o posar directamente su mano abierta en la caveza de la pelirroja. Un par de butacas más atrás vimos a una chica de tez blanca observándonos. Llevaba botitas negras con hebillas, jeans rotos del mismo color, brazalete de cuero con tachas en la muleca y un top por el que asomaba un escote no muy generoso, pero al menos llamativo. Nos comentó que iba a una fiesta a lo de una amiga en Constitución, pero que asistía más por compromiso que por otra cosa. La invitamos a acompañarnos y, aunque dudó bastante, finalmente aceptó. Bajamos del colectivo en la Plaza de los Dos Congresos, la atravesamos hacia el norte y encaramos por Rodríguez Peña. La chica de tez pálida preguntó dónde quedaba exactamentebel bar.
   – Acá cerca, unas 4 cuadras, ponele. – respondió el Viejo. Cuatro cuadras después llegamos a la avenida Corrientes. Aún no había rastros de nuestro destino y el Viejo nos pidió paciencia, que ya íbamos a llegar y que estuviéramos atentos para no pasarnos de largo sin darnos cuenta. Seguimos caminando y boludeando pero con el oasar de las esquinas nos íbamos impacientando, aunque me distraía observando a mi alrededor las luces de la ciudad.
   Apenas nos dimos cuenta cuando llegamos al bar. El frente no era muy llamativo; la pared púrpura y la vidriera enrejada, cubierta por una chapa negra desde su base hasta la altura deblos hombros de uno, hacían que el local pasara casi desapercibido, siendo delatada su naturaleza comercial únicamente por las letras colocadas en la parte alta del muro, formando las palabras Rocket Bar, junto al diseño de un cohete espacial de estilo caricaturesco. Entramos y el ritmo de punk nos invadió de nuevo. El VJ se encargaba de pasar Green Day, The Offspring, Blink-182, junto con otros tantos videos de Ramones, Sex Pistols, Rancid, Dropkick Murphys, Ska-p, Die Toten Hosen y varios más. En un escenario improvisado en un rincón junto a la entrada estaban Hugo Irisarri, Diego Piazza, Gastón Ojeda y Carlos "El Niño" Khayatte hablando con quien se aceecaba a ellos y sacándose algunas fotos; los saludé yo también a la pasada, como queriendo no molestar. No tenía batería en el celular ni en la videocámara para una foto o video, ni tampoco algún marcador o fibra con el cual me firmaran un autógrafo. Además tenía sed y mis compaleros se habían dirigido directo a la barra, por lo que no perdí tiempo en seguirlos, llegando a tiempo para ver como el Rulo se se jugaba las primeras dos birras.
   Luego de un momento anunciaron que el show acústico iba a comenzar, por lo que me separé del grupo y busqué un buen lugar en el frente, logrando sentarme en una butaca (de esas tipo cajón tapizado) al frente del escenario. Tocaron tres canciones antes de que un tipo lendijera algo al oído a Huguito y éste nos comunicara que el recital no podía continuar, ya que, al parecer, no estaba autorizado por el Gobierno de la Ciudad, y habían mandado un patrullero de la Policía Federal a darle fin. Mientras la banda guardaba los instrumentos pidiéndonos disculpas, me levanté y fui al baño, más por curiosidad de conocer mejor el bar que por necesidad. Al salir volví a la barra y ví al Rulo charlando con dos personas que no había visto antes, me pasó la cerveza y me comunicó que los demás habían salido a fumar. Le devolví la botella y me dirigí a la puerta.
   Lo primero que vi al regresar a la vereda fue el patrullero estacionado en frente; lo segundo, al girar la cabeza hacia la derecha, fue a Ramiro, acompañado por la pelirroja, llegar a la esquina y doblar en dirección a la Bond Street, ahí a media cuadra (aunque dudo que hubiera sido ese su destino); al volverme hacia el otro lado encontré al Viejo y a la dama blanca, ambos fumando. Ella me ofreció un cigarrillo de su paquete de Lucky Strike y una cajita de fósforos (este último detalle me hizo sonreir), prendí el pucho, le pregunté su nombre para olvidarlo inmediatamente y nos pusimos a conversar los tres. Al poco tuempo ella contestó una llamada en su celular, habló por unos segundoa y colgó; su amiga la estaba esperando, así que levantó el brazo para detener un taxi que pasaba por ahí para ir a cumplir su compromiso. Saludó al Viejo con un beso más al aire que a la mejilla, al estilo porteño; dió media vuelta hacia mí, me tomó del cabello en la parte de atrás de mi cabeza y me dió un beso violento, con sabor a tabaco y cerveza, mordiéndome el labio antes de abrir la puerta del taxi y entrar. Me dedicó una última murada desde el interior del vehículo, que finalmente aceleró y se fue, dejándome a solas en la calle con el Viejo.
   – Lindo recuerdito te llevás de acá, ¿eh, pibe? El recital, una uña, un after acá en el bar y, ahora, un beso de despedida antes de volverte a Corrientes.
   – Si todas mis noches acá van a ser así, capaz que me quede. – contesté entre risas.
   – No sé si todas las noches, pero los fines de semana es muy probable. ¿No te gustaría quedarte y probar suerte acá, ya que estás? – dejé de reir y lo observé con interés. Busqué sus ojos y reparé en una verruga junto a una de sus cejas que no había visto antes. – Dijiste que sos chef, ¿no? – (el error comun de confundir ser chef con haberse recibido en una escuela de cocina) – Acá levantás una piedra y encontrás un bar o un restaurant que necesita cocinero. Y si no tenés mucha experiencia, te enseñan. Yo conozco varios que son chef y empezaron como bacheros... bah, no sé, digo. – sentenció al final, encogiéndose de hombros antes de darle la bocanada final a su cigarrillo. No emití palabra alguna. En vez de eso, mi respuesta fue bambolear la cabeza hacia arriba y abajo, en silencio, apretando los labios. Miré el cilindro de papel que se quemaba lentamente entre mis dedos, lo llevé a la boca y aspiré.
   – Che, ¿y si vamos adentro que ya estoy teniendo sed de nuevo? – propuso. Exhalé el humo de un suspiro y me dispuse a seguirlo de nuevo. Al llegar a la puerta, observé por última vez mi cigarrillo, del que solo quedaba ya el filtro. Era un recuerdo más de aquella noche (a la cual le quedaban varias horas), el único del encuentro fugaz con esa joven de cabello negro azabache y piel de porcelana. Como a cualquier otra colilla, con cierta displiscencia, la tiré a la calle.
   De nuevo dentro del local encontré al canoso charlando con otro hombre de edad mediana. Decidí no interferir en la conversación entre mayores y fui a la barra. Mostrándome decidido (aunque en realidad no lo estaba), pedí al barman un litro de cerveza tirada.  El elixir dorado caía desde la canilla de la chopera hasta la jarra de vidrio y,  una vez ésta estuvo llena hasta el borde,  la tomé del asa y extendí un billete de $50 al cantinero, que me ofreció un vaso, lo cual rechacé porque me pareció un detalle de delicadeza innecesaria. Me dediqué a beber en solitario y tuve la sensación de que el nivel del líquido no bajaba y en ese momento era demasiado para mí,  que nunca iba a llegar al fondo del cristal, o, al menos, no antes que la cerveza se calentara hasta el punto de volverse repugnante. Recorriendo el salón con la mirada vi a un tipo sentado solo en una mesa, con la única compañía de un vaso vacío. Fueron tantas las veces que me encontré en su situación que, casi sin dudarlo, fui hasta él y llené su vaso sin siquiera saludarlo. Tras una breve estupefacción, me dio un abrazo y me ofreció un asiento. Tuvimos una charla, no tan interesante como para ser recordada, que duró lo que nos tardamos en vaciar él su pinta de cerveza y yo mi jarra. Ya sin nada más por tomar, me hizo una pregunta que tuve que pedir que la repitiera, ya que no lo había entendido.
   – ¿Qué talle sos? – dijo casi gritando y señalando mi pecho.
   – M. – contesté, algo extrañado. Vaciló un momento, con cara de analizar mi respuesta, y llegado a una conclusión se quitó con algo de torpeza la remera que llevaba puesta, quedando él con una de mangas largas que llevaba debajo, y me la ofreció. Intenté rechazar el obsequio, pero lo puso en mis manos alegando que me lo merecía por el gesto espontáneo de generosidad que tuve para con él, un completo desconocido en un bar muy lejos de mi casa, y que la remera, además, llevaba un estampado de Hellcat Records, la compañía que edita los discos de, entre otros, Dropkick Murphys. Hasta ese momento no había visto ese detalle, pues lo tuve frente a mí largo rato, y decidí aceptar el regalo y agradecer al sujeto con un abrazo antes de despedirme de él, con la remera puesta sobre las cinco que ya llevaba, para ir al baño.
   Vuelto al salón el grupo se había vuelto a reunir. El Viejo seguía conversando con su compadre y se les habían sumado el Rulo y Ramiro. No vi a la pelirroja por ningún lado, por lo que supuse que el grandulón había vuelto solo. Me recibieron con algarabía y los dos más jóvenes me propusieron ir a otro lugar, a seguir recorriendo la noche porteña, lo cual acepté casi sin titubear. Antes de salir a por un taxi, el cuarentón desconocido me dirigió la palabra.
   – ¿De dónde sos? 
   – De Corrientes. 
   – Yo soy de Sáenz Peña, Chaco. ¿De qué parte de Corrientes? ¿Capital? – asentí sin disimular esa alegría sorpresiva y extraña que uno suele sentir al encontrarse lejos del pago con alguien oriundo de tan cerca. Me contó que había vivido con su mujer en San Cosme, de donde ella era, pero que había ido a Buenos Aires al separarse ("son bravas las correntinas" comentó). Al momento estábamos en medio del bar cantando Kilómetro 11; a diferencia de mi guaraní medio trambólico, su interpretación del estribillo (y de la canción en general)  en el idioma indígena fue perfecta. Al terminar la canción sentí una mano sobre mi hombro y un rostro con cabellos en bucle se acerco a apurarme la partida, ya que el taxi estaba afuera. Entre risas, me despedí del chaqueño con un apretón de manos devenido en abrazo, lo mismo con el canoso que nos había guiado hasta el bar, y salí de ahí sin pensar en cuál sería mi próximo destino.
   Entramos al asiento trasero del taxi y nos vimos las caras un momento. 
   – ¿Adónde van? – preguntó el taxista, conla paciencia natural que sólo con incontables noches de transportar gente que va de bar en bar se puede cultivar. 
   – Eh, en serio, ¿de acá para dónde? – inquirí desde el extremo derecho.
   – Vos tranquilo, Corrientes, que te vamos a dar un tour por la noche porteña, y sin cargo. Corre todo por nuestra cuenta – contestó el Rulo desde la punta izquierda, pasando el brazo sobre la amplia espalda de Ramiro para darme unas palmadas tranquilizadoras en mi hombro –. Al Roxy vamos. – dijo, dirigiéndose al chofer.
   – ¿Y hasta cuándo te quedás? – preguntó el del medio una vez iniciada la marcha.
   – Hoy me voy, a las siete. 
   – ¿Ahora, a la mañana? ¿Salís del boliche y te vas a Retiro? 
   – No, boludo Siete de la tarde salgo. 
   – Ah, menos mal. Bueno, tomá, llevate esto de recuerdo. – dijo, pasándone, entre risas, varios posavasos que había sacado del bar.
   Llegamos al Roxy y el Rulo se puso a hablar con familiaridad con uno de los patovicas de la entrada. Le pidió que nos permitiera entrar gratis. El guardia nos observó de arriba a abajo (seguramente, al verme, pensó lo mismo que yo: en lo ridículo que me veía con seis remeras encima) y nos dejó pasar.
   Habré estado unos diez minutos entre el gentío, la niebla artificial y las luces de colores, tiempo que usé para ir al baño y poca cosa más. Llegado un momento, Ramiro me invitó a salir de ese lugar para ir al Vorterix. Al seguirlo vimos al Rulo hablando con una mina, por lo que nuestra despedida fue una palmada al hombro al pasar. Ya afuera tomamos otro taxi y, en un par de minutos, llegamos a nuestro nuevo destino. Intentamos entrar, pero una mujer que resguardaba la puerta nos lo impidió, por lo que Ramiro le dijo que llamara a su tío, guardia también del lugar, para poder pasar. Después de un minuto el tipo llegó, nos dió el ok y volvió adentro. Ramiro pasó y yo vacilé, pensando en si realmente quería entrar; no tenía ganas de sufrir el hacinamiento nuevamente, ya fue suficiente por una noche. Miré hacia el otro lado de la avenida y, al ver un McDonald's en la esquina, recordé que tenía hambre y crucé a desayunar. 
   A las 04:26 hs. compré un triple mac con oapas y gaseosa. Me senté en una mesa junto al ventanal que da a la avenida Álvarez Thomas a comer mientras observaba a los adolescentes entrar y salir del local y los autos y motos circular por las avenidas. Al cabo de una media hora ya estaba nuevamente afuera. El cielo se había aclarado, tornándose celeste de a poco, señalando el inminente amanecer del domingo. En ese momento me di cuenta que me encontraba solo, perdido en una ciudad con 2 millones de personas desconocidas, sin celular, mapas ni referencia alguna. Levanté la vista hacia los edificios a mi alrededor, buscando no sé qué, y por primera vez en la noche me hice la pregunta que, sabía, tarde o temprano tendría que hacerme: ¿dónde carajo estoy?

Continuará.

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