miércoles, 3 de agosto de 2016

Sheep en la Gran Ciudad (Final)

(continuación del relato anterior)


IV. Las callecitas de Buenos Aires tienen ese... qué se yo, ¿viste?


   Resolví caminar hacia el sur hasta toparme de nuevo con la avenida Rivadavia, sin saber siquiera hacia dónde quedaba. Comencé a zigzaguear las calles, girando a la derecha en una esquina y a la izquierda en la siguiente, buscando la parada de algún colectivo cuyo número de línea me resultara familiar. El barullo de la ciudad en movimiento se iba disipando a medida que me internaba en el barrio de casas bajas. Así llegué hasta la calle Humboldt, cuyos adoquines me recordaron la letra de un tango, y decidí seguir derecho, como de costumbre, a contramano. Pocas cuadras después divisé las vías de un tren y, más allá, el cartel añejo de una estación que anunciaba "a Retiro". Lo ignoré y seguí mi camino. Más adelante ví una cancha de fútbol de medidas profesionales custodiada por tribunas de color azul y amarillo. Recordé haber visto aquel paisaje en televisión alguna vez y un escudo pintado en el paredón confirmó mi suposición: sin saber cómo, llegué a la cancha de Atlanta.
   El miércoles anterior había jugado Chacarita, de local ante Villa Dálmine, por el ascenso a la B Nacional. El estadio del Tricolor queda a menos de diez cuadras de la casa donde estaba parando y no perdí la oportunidad de ir a ver el partido, acompañado de un amigo de mis tíos que vive a media cuadra de la cancha y para quien Chacarita es tan importante como el aire a sus pulmones y el pan de cada día. A pesar de que mi viejo me hizo de Boca, el Funebrero siempre me había generado cierta simpatía, al punto que lo adopté como mi segundo equipo. El encuentro de aquel día era por la última fecha de la Primera B Metropolitana y Chaca necesitaba ganar para asegurarse el campeonato y el ascenso directo. No fue sino hasta el minuto 85 que el equipo de San Martín rompió el 0 a 0 con un tiro de esquina que aterrizó en la cabeza del Piojo Manso, quien desvió la pelota hacia el segundo palo del arco que da a la cabecera en la que me encontraba, como las otras 25.000 personas en las tribunas, expectantes y con los huevos en la garganta. A la euforia del gol le siguieron eternos minutos aguantando la ventaja ante un rival que bombardeaba el área en busca del empate. Tras el pitazo final, la algarabía se desató y se escucharon fuegos artificiales por los alrededores mientras el equipo daba la vuelta olímpica y la gente iba de a poco a la plaza central a seguir los festejos. En un momento de tranquilidad, el hombre que me acompañó al espectáculo me advirtió de los lugares donde no iba a ser bienvenido con la camiseta de Chacarita. Uno de ellos, las inmediaciones de la cancha de Atlanta.
   A pesar de que no llevaba esos colores conmigo, siguiendo las tradiciones del folclore de nuestro fútbol, me delaté la mañana de mi travesía al profanar el santuario bohemio de una de las maneras más bajas y humillantes: orinando aquel escudo pintado en la pared del estadio.
   En un momento, al ser consciente de la situación, empecé a sentir miedo. Conocida por todos es la pasión con la que se vive el fútbol en nuestro país, sobrentodo en las categorías del ascenso en la zona bonaerense. No es inusual que un partido termine con pedradas, corridas y detenidos, a tal punto que ya hace años que los encuentros se juegan sin público visitante. En ese contexto, mear un escudo en un estadio amerita el empalamiento en la plaza central. Y en eso estaba yo, indefenso, de espaldas a la calle; cualquier transeúnte que pasara por allí podía detenerse a ajusticiarme, o algún vecino que saliera temprano a limpiar la vereda, y yo no hubiera podido hacer absolutamente nada. Pensé en todo esto y empecé a apurar el trámite. Parecía algo de nunca acabar y, cuando al fin concluí el trabajo, seguí mi camino apurando el paso, intentando desentenderme de mi crimen, sin volver la vista atrás.
   De a poco mi lucidez iba aumentando, cosa que noté al llegar a la avenida Warnes y recordar que, al arribar hacía una semana a la ciudad, me topé en los pasillos de la terminal de ómnibus de Retiro con cargadores universales de batería de uso público. "Mi aventura sería mucho más simple con el celular cargado" pensé, además mis tíos empezarían a llamar, intentando ubicarne, y al no recibir respuesta se preocuparían. Armé un mapa mental. Conocía dos maneras de llegar a San Martín: en colectivo, desde Plaza de Mayo, y en tren, desde Retiro. Eso era: llegar a Retiro, cargar la batería y tomar el tren. Pero, ¿cómo llegar, si no tenía idea de mi paradero? Claro, la estación que había visto minutos antes, cuyo cartel añejo anunciaba "a Retiro".
   Al terminar de concebir esta idea ya había recorrido (sin darme cuenta) bastantes cuadras por Warnes, hasta la esquina de Jorge Newbery, a escasos metros de la vía férrea. Giré hacia la derecha, cruzando el paso a nivel, y empecé a caminar por Newbery hacia la estación, sin saber a ciencia cierta dónde se encontraba ésta, siguiendo una corazonada típica del desorientado que prentende demostrar (al mundo y a sí mismo) seguridad. A mi izquierda, al otro lado de la calle, llamó mi atención una muralla alta, llena de graffitis de estilos distintos e inusualmente extensa; del otro lado, casi 100 hectáreas de tumbas, panteones y mausoleos conformaban el cementerio de la Chacarita, donde descansaban los restos de Roberto Arlt, Discépolo, Gardel, Bonavena, Goyeneche, Ernesto Montiel, Pappo, Alfonsinany tantos otros, junto a muchos más seres anónimos que pasaron sin tanta pena ni gloria por este mundo (o quizás con algo más de la primera). Doblé por una calle adoquinada, frente a la pintura de una rana con alas de libélula, y al final me reencontré con las vias, separado de ellas por un alambrado, y junto a éste corría un camino de tierra que interpreté como un atajo y, un poco más allá, del otro lado, la estación. Seguí el cerco de alambre buscando donde este terminara para poder cruzar. Llegué a un potrero improvisado en lo que, al parecer, sería un estacionamiento, con montículos de piedras haciendo las veces de arcos de fútbol, pero antes de llegar al mediocampo un hombre, armado con una cachiporra, me salió al cruce desde el otro lado de la línea de meta.
   – ¿Adónde vas? 
   – Acá, a la estación. – contesté, todavía sorprendido por su aparición.
   – Bueno, pero no podés pasar por acá. Esto es propiedad privada.
   – Ah... – dije desconcertado –, pero quiero atravesar la vía nomás, ¿puedo llegar hasta la calle y cruzar? Eso nomás es. – argumente, mientras veía detrás de él el final del alambrado y el paso a nivel.
   — No, amigo, no te puedo dejar pasar. Vas a tener que pegar toda la vuelta. – sentenció haciendo un ademán. Podía quedarme a discutir o rogar, pero habría sido una pérdida de tiempo viéndome cansado y en desventaja. Además, pensé, el pobre tipo estaba cumpliendo su trabajo; en esta historia, mi historia, soy el héroe que busca llegar a un lugar sano y salvo y se atraviesa con él, el troll bajo el puente que le impide el paso y le obliga a retroceder casilleros. Pero desde su punto de vista, él es un guardián con órdenes de ahuyentar intrusos, desconocidos, en cuyas palabras e intenciones no puede confiar. Pedí disculpas por las molestias, dí media vuelta y volví por el camino. Empecé a buscar un hueco en el tejido y lo encontré no muy lejos. Ya no tenía tiempo (ni ganas) de dudar, así que pasé al otro lado, crucé los rieles y finalmente trepé al andén.
   A las 05:50 hs. saqué boleto para el tren que llegaría 10 minutos después,  por lo que me senté a esperar en un banco de madera. A aparecer la formación, entré en ella y ocupé el primer asiento que ví. El silencio del vagón que llevaba sólo a un hombre leyendo el diario y a mí se interrumpía por el traqueteo constante del tren en movimiento. Un suave balancer invitaba a estirar las piernas y descansar y acepté la invitación, intentando mantener los ojos abiertos, con la mirada perdida entre las casas y paredes grafiteadas que quedaban atrás, tránsito, carteles de publicidad y el hombre que cada tanto daba vuelta la página del diario. Arribamos a la estación Retiro y tuve que dar un largo rodeo hasta llegar a la terminal de ómnibus, pasando frente a la entrada de la villa 31. A lo largo de la vereda se veían ya vendedores ambulantes de pan casero, café, jugo y chucherías, junto a puestos de revistas y quinieleros. Hice memoria para no perderme y pude encontrar el puesto de carga de celulares empotrado al muro, miré el tutorial sobre el funcionamiento de la máquina y pagué (si mal no recuerdo) $20 por una hora de recarga. Enchufé el cable correspondiente a mi celular y me senté bajo el aparato, recostándome a la pared, a dejar pasar el tiempo.
   Durante esa interminable hora intenté distraerme observando y contando a la gente que pasaba, yendo y viniendo, con bolsos de mano y enormes valijas con ruedas, desde las plataformas hacia la avenida y de la avenida a las plataformas, terminando e iniciando sus viajes, cada quien con sus rutas recorridas y por recorrer, cada quien con sus motivos, historias, encuentros y desencuentros. Perdí la cuenta y me perdí en mis pensamientos. Frente a mí, cruzando el transitado pasillo, una revistería colmada de guías turísticas bilingües, libros, álbumes de figuritas y todo lo que uno podría encontrarse en uno de esos lugares donde un hombre que empieza a peinar canas se refugia tras un muro de chimentos, noticias y opiniones. Perdí la noción del tiempo y me levanté a ver cuánto faltaba para que aquella hora, maldita y bendita a la vez, acabara. 3 minutos. Consideré que no valía la pena volver a sentarme y esperé de pie junto a la máquina. Cuando por fin terminó, desenchufé el celular y lo encendí. 15% de batería. La puta madre, ni siquiera un 1% por peso... pero bueno, peor es nada. Active el modo avión para que esa efímera recarga durara lo más posible y fui hacia la salida, donde se me acercó un hombre con un Samsung S3 en mano, ofreciendomelo a cambio de $500. A pesar de la dudosa procedencia del equipo, probablemente se lo hubiera comprado de haber contado con el dinero, con tal de haber podido usarlo para volver a casa. Rechacé la propuesta y me encaminé hacia la estación de trenes.
   Llamó mi atención que no hubiera gente entrando y saliendo del edificio, y al llegar noté que esto era porque las puertas estaban cerradas. Un policía le estaba explicando a una señora que había paro de trenes y subtes desde las 8 de la mañana (era poco más de 08:30 según el reloj del uniformado, y tomé éste de referencia para actualizar el de mi celular, que se había reiniciado al quedar sin batería). Plan A, tomar el tren desde Retiro hasta San Martín: descartado. Pasé al plan B (irónicamente, el plan A original): llegar a Plaza de Mayo y tomar el 111. Me acerqué a preguntarle al oficial dónde y qué colectivo debía esperar para llegar a la plaza.
   – Acá, en frente, tomate el 33. – dijo, señalando con el dedo hacia un largo parterre convertido en refugio para esperar todas las líneas que por ahí pasaban. Dí las gracias, crucé la avenida y a los pocos minutos estaba subiendo al autobús junto a una decena de personas.
   A pesar de haber asientos libres, decidí permanecer de pie; sabía que el viaje no duraría mucho, por lo que me ubiqué cerca de la puerta trasera. Lo que no sabía era si el colectivo pasaba justo frente a Plaza de Mayo o debía caminar algunas cuadras, duda que despejé al ver que íbamos por av. Paseo Colón, detrás de Casa Rosada. Toqué el timbre y terminé bajando en la vereda de la ANSES. De momento, estaba menos perdido que antes.
   Fui hacia la esquina y entré un par de cuadras por Alsina hasta la calle Defensa, desde donde pude divisar la plaza. A ambos lados del empedrado, como todos los domingos, la feria de San Telmo iba tomando forma. Todavía era temprano (la feria suele empezar oficialmente a las 10), por lo que apenas me crucé con un par de personas que se dirigían a algún café para asegurarse un lugar en alguna mesa antes que la muchedumbre invadiera las calles del barrio. La mayoría de los puestos estaban vacíos, otros se iban armando de a poco; los únicos ya instalados eran un vendedor de café, chocolate caliente y jugos y un fileteador que trabajaba en una placa, rodeado por tantas otras que se dejaban ver orgullosas, coloridas, con su arte típicamente porteño. Caminé unos metros sin quitarle la vista de encima al artesano, aunque no me animé a acercarme a observar con más detalle. Desde una vieja vitrola se escuchaba el lamento de un bandoneón y, cono un turista más, sentí por primera vez todo el encanto de Buenos Aires. El despegar de unas palomas a mi alrededor de despertó de mis cavilaciones. Me encontraba caminando frente a la Pirámide de Mayo y, poco después, ante la Catedral Metropolitana. Desde la intersección de Rivadavia y Sáenz Peña podía contemplarse, alzándose en el horizonte, el Obelisco. Me encamine hacia él, mas sólo unos metros, hasta una parada de colectivos. Me senté a esperar lo que, creía, sería el último tramo del viaje. Comprendí que tendría que caminar un trecho más cuando, viendo acercarse el colectivo, levanté el brazo y el rodado pasó de largo. Por supuesto, el 111 no era la única línea que pasaba por allí, y cada una tenía su propia parada. Por lo visto yo había estado un buen rato en el refugio equivocado, tal como la última vez que había estado en Buenos Aires y debía volver solo desde Plaza de Mayo hasta San Martín. Y, tal como aquella vez, decidí ir hasta la parada de Esmeralda casi Corrientes, ahí donde era seguro que parase el 111.
   La vez anterior me había sentido insignificante en aquella vereda angosta de una calle también estrecha, rodeado de edificaciones altas, tan imponentes que no dejaban ver el cielo, y volví a sentirme así esta vez. La única diferencia era que la vez primera estaba anocheciendo y hacía frío mientras que ahora, en plena mañana, el calor me sofocaba. Intentaba distraerme leyendo carteles, afiches y panfletos, y llamó mi atención un gran número de blocs de notas tipo "post-it", pegados a un poste, con fotos sugerentes y números de teléfonos de escorts ofreciendo sus servicios. Tomé uno de color rosado y lo observé con cierta intriga, extrañado de la posibilidad de acceder a esos favores con tanta facilidad (cosa que, me parece, no ocurre en Corrientes). El papel mostraba la imagen de una mujer en ropa interior vista de espaldas y un número de teléfono, seguido de la frase "Las 24 hs". Me pregunté cuál sería la tarifa y cuántos de esas chicas y muchachos (también habían volantes de servicios masculinos, aunque en cantidad considerablemente menor) estarían trabajando en aquel preciso momento. Mientras pensaba en eso llegó por fin el colectivo. Esta vez sí se detuvo, por lo que subí, pagué el boleto (sabía que tenía la SUBE ya en negativo, pero no me había percatado de en cuánto ni sabía cuál era el límite, por lo que el aviso de "pago realizado" me alivió) y fui a sentarme. Agotado, apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla. "No me tengo que dormir" recitaba en voz baja, parpadeando lentamente, "no me tengo que dormir"... cabeceaba cada vez con más frecuencia. "No me tengo que dormir... No me tengo que dormir... No me... tengo... que...".
   "Puta madre, me dormí... ¿dónde mierda estoy?", pensé al despertar. No reconocía ninguna de las casas que veía pasar y alcancé a ver en una esquina un cartel que indicaba mi marcha por la avenida Amancio Alcorta. Sabía que estaba (de nuevo) perdido, pero esta vez me desespere. Me había dormido hasta pasarme de mi destino (de eso estaba seguro) y, lo que era peor, no tenía idea de hacia dónde iba ni de los puntos cardinales. Después de mirar a un lado y a otro sin saber qué hacer, recuperé la lucidez y saqué mi celular del bolsillo. Eran casi las 11 de la mañana y me quedaba 9% de batería. Mi única esperanza eea confiar en una buena velocidad 3G y que el aparato no se apagara. Desactivé el modo avión, encendí el GPS y entré a Google Maps. 8%. Rastreando mi posición. 7%. Encontrado. Un punto celeste se movía a la par del colectivo indicando que el GPS funcionaba perfectamente. Alejé el zoom hasta ver la estrellita que marcaba en el mapa la ubicación de la casa de mis tíos. Me había pasado unas 40 cuadras, y contando. 6%. Empezaron a llegar mensajes y notificaciones de llamadas perdidas. Salí de la aplicación y volví a activar el modo avión. Ya sabía dónde estaba, me quedaba averiguan cómo volver. Analicé la idea de bajar de inmediato y caminar, pero llevaría mucho tiempo, además del riesgo de perderme más aún. No se me ocurría otra cosa. Mientras intentaba no pensar en que el colectivo seguía avanzando, adentrándome cada vez más en zonas desconocidas, alcancé a ver que, de frente, venía otra unidad. Era de la línea 140, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, leí el cartel que indicaba "Gral. Paz y Constituyentes". Me levanté rápido a tocar el timbre, crucé de vereda y me uní al grupo de gente que esperaba en una esquina. Ya en el 140 me senté prestando atención a la señalética en cada esquina; la ansiedad no me hubiera dejado dormir aunque lo hubiera intentado. Tenía que bajarme en Av. de los Constituyentes y Sáenz Peña, y afortunadamente el colectivo paró en esa misma esquina, por lo que me levanté de un salto y me apresuré en llegar a la vereda. A partir de allí la ruta era fácil y conocida: caminar por Sáenz Peña hasta Saavedra y entrar un oar de cuadras hasta destino. Apuré el paso bajo el sol radiante, que se reflejaba en las vidrieras y me cocinaba a fuego lento desde todos los ángulos, hasta que finalmente llegué al edificio donde, en un segundo piso, estaba el departamento de mis tíos. El timbre no andaba y la puerta del balcón estaba cerrada, así que busqué mi celular para mandarles un mensaje avisándoles que estaba abajo. Eran las 11:25 de la mañana del domingo 23 de noviembre y tenía 2% de batería.
   En la seguridad del hogar pude conectar el celular al cargador. Mientras les explicaba que se me pasó la hora y no pude avisarles (al terminar el recital y recibir la propuesta de seguir de gira, les había llamado diciendo, para menos lío, que quedaba a dormir en lo de un amigo en Liniers), iba vaciando mis bolsillos y mostrándoles las remeras que había adquirido en mi travesía. Mientras todo lo que había llevado puesto iba al lavarropas fui a darme una ducha larga y relajante que disfruté como nunca. Al salir me esperaba un plato de milanesas con puré y una charka sobre los sucesos del concierto. Terminado esto me tiré al sofá a descansar un par de horas, ya que a las 19 debía estar abordando el micro para volver al pago.
   Desperté poco después de las 15 hs. La ropa que había puesto a lavar ya estaba como nueva, así que la guardé en el bolso que ya había armado la mañana del día anterior. Mis tíos me llevarían en el Peugeot 206 a Retiro, pero antes de bajar, mientras preparábamos el mate, me preguntaron si no preferiría quedarme. En ese entonces había salido hace casi un año de la escuela de gastronomía y, recorriendo la zona durante la semana, había visto varios locales gastronómicos pidiendo personal. Si no tenía suerte en eso, dijeron, podían hablar con conocidos suyos y acomodarme en cualquier otro trabajo, que con mi facilidad para aprender no tendría problema en adaptarme. La idea era de lo más tentadora: conseguir trabajo en Bs. As., poder elegir entre una enorme variedad de recitales a los cuales ir cuando quisiera y pudiera (incluso de bandas internacionales), un montón de lugares de interés histórico y cultural por visitar, la posibilidad de ir a la cancha los domingos a ver un partido de Primera y, eventualmente, vivir solo y manejarme como un experto en la Ciudad de la Furia, sin perderme nuevamente; y todo esto con apenas 21 años. En definitiva, era la mejor oportunidad que se me había presentado jamás. Era todo eso y más por ganar, pero ¿que perdería a cambio? Nada me ataba a Corrientes. Ni novia, ni trabajo estable, amigos en la cantidad justa, una carrera universitaria recién iniciada y ya en vías de recursar. Nada… excepto Bodoque, mi hermanito. En ese entonces tenía solamente 7 meses de vida, y la idea de no poder verlo crecer, de no escucharlo intentando decir mi nombre mientras aprendía a hablar, de no poder jugar con el cada día, me destrozó por dentro. Con todo lo que significaba para mi el hecho de, al fin, tener un hermano, supuse que no estaba preparado para separarme de él tan pronto. Rechacé la propuesta de mis tíos y fuimos al auto.
   Todo el camino a la terminal intentaron disuadirme de mi parecer, y todo el camino medité al respecto. A las 18:55 hs., frente al ómnibus que partiría hacia Corrientes 5 minutos más tarde, decliné por última vez la oferta. Luego de las fotos de rigor y los abrazos de despedida, subí al micro, cometiendo así el mayor error de mi vida. O el mayor acierto. No sé, eso aún está por escribirse.

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