viernes, 27 de noviembre de 2015

Aquelarre (Bienvenido al Desfile Negro)

   Jueves, 20:30 hs., tocando la guitarra y tomando un vaso de whisky con dos cubos de hielo, porque tenía ganas de tomar un vaso de whisky con dos cubos de hielo mientras tocaba la guitarra. Terminé y salí para El Mariscal, donde iban a pasar El Ángel Exterminador, de Buñuel. Como siempre, el evento decía 21:30, pero 21:40 todavía no había empezado, así que fui a esperar afuera. Llegaron Fabri y Vale y fuimos a comprar una Iguana que metimos de contrabando a la proyección. No esperamos a terminar la botella y decidimos salir. Confiados por el hecho de que fuera una película filmada en español, decidieron omitir los subtítulos, aún sabiendo que la calidad de audio era aberrante. No se entendía un carajo.

   Ya afuera, indecisos por no saber qué hacer, empezamos a bajar por Salta, al encuentro con el río. De camino encontramos a Pablo y Vero y nos quedamos con ellos hablando, más yo como espectador que como partícipe en la conversación, emitiendo ocasionalmente algún comentario.
   Cerca de la medianoche decidimos caminar hasta el puerto y, mientras los cuatro observaban en vidriera unos estridentes adornos navideños sacados de alguna comedia familiar hollywoodense, me despedí de ellos y subí al colectivo que me llevaría a casa a tomar un poco de agua para después dormir, luego de una breve lectura a alguno de los libros de mi lista.

   En mi sueño, estábamos nuevamente los cinco recorriendo las calles, junto a dos figuras más: una voluptuosa chica de rulos dorados junto a Pablo y, acompañando a Vero, un muchacho alto que parecía llevar un peinado estilo Severus Snape, aunque no pude distinguir más ya que ambos iban varios metros delante mío. Caminábamos separados por varios pasos, cada par sumido en su propio diálogo, excepto yo, claro está, que observaba la gente que pasaba a mi lado caminando en sentido contrario. Al cabo de un momento las figuras se fueron volviendo cada vez más monótonas: mujeres en su mayoría, de vestimenta oscura y rostro apático, y casi todos portando algún tipo de símbolo pagano, con especial predilección por el pentagrama. "Wiccas" pensé.

   Cada tanto, alguno de estos personajes se detenía a observarme con singular atención, quedando completamemte quieto por un momento, como si pudieran ver en mí algo asombroso pero a la vez preocupante. No le dí demasiada importancia, hasta que una joven bruja, al pasar junto a mí, me chocó con su hombro. Dí media vuelta esperando verla alejarse entre la multitud pero, para mí sorpresa, ahora estaba frente a mí. Extendió un brazo y posó su mano abierta sobre mi pecho.
   De pronto, todo alrededor se hizo oscuro y solo podía verla a ella, que, a pesar de mantener un semblante imperturbable, había empezado a llorar, y las lágrimas ennegrecidas por el delineador brotaban de sus ojos asombrosamente abiertos y dejaban sobre sus pálidas mejillas las huellas de su recorrido. Sentí una tristeza profunda, como si el contacto de aquella mano pudiera transmitirme tal emoción de aquella chica. O acaso era a la inversa, y era ella quien encontraba el pesar en lo más profundo de mi ser, pesar que ahora afloraba y me dejaba atónito mientras esa joven lloraba por mí sin siquiera pestañear o emitir sollozo alguno. Después de un momento que pareció eterno, nos liberó de aquel trance, alejando su mano de mí, y, con labios temblorosos, dió media vuelta y se fue.
   - Tapia, ¿qué fue eso?. - preguntó Pablo, sin disimular su sorpresa.
   - No sé. - atiné a decir después de una pausa, y volvimos a caminar al tiempo que volvía en mí.

   Ahora paraban a observarme con más frecuencia, siempre sin emitir sonido alguno, y en nuestro grupo reinaba también un silencio incómodo al darnos cuenta de esto. Así fue hasta que llegamos a la entrada a un predio sin edificar donde cientos de estos practicantes del ocultismo estaban congregados alrededor de un gran pentagrama dibujado en el suelo. Primero uno, luego un par más, después otros tantos, y finalmente todos interrumpieron sus actividades ante nuestra aparición. Voltearon a vernos, a verme, con expresión seria. Solo sus ojos denotaban sus sentimientos: en algunos había una furia viva; en otros, miedo; en la mayoría, una pena profunda, como si sintieran lástima por el sujeto que acababa de presentarse ante ellos. Miré atónito aquel espectáculo y cuando al fin me respondieron las piernas, eché a correr con desesperación, sintiendo detrás mío todas aquellas miradas inquisidoras y pensamientos afligidos, hasta que tropecé con un pozo y quedé tirado en el suelo, inmóvil.

   - Tapia, ¿estás bien? ¿Qué pasó? ¿Qué fué todo eso? - me interrogaba Vero, mientras Fabricio sacudíame el hombro y yo me sentaba.
   - No sé. - repetí, respirando agitadamente sin levantar la mirada del suelo.
   - ¿Te pasa algo? Algo te pasa, ¿verdad? - escuché decir a Vale. Alcé el rostro y ví a los cuatro de siempre observándome con gestos de curiosa preocupación.
   - Puede ser. - murmuré.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario