lunes, 16 de noviembre de 2015

Clásicos de barrio

   - Me voy para lo de Tilito, ma.
   - ¿A lo de Tilito? - preguntó sorprendida mi madre. Hacía tiempo que no me escuchaba decir que iba de vuelta para el barrio que me vió crecer. Con la mochila en la espalda, en la cual llevaba una botella de vino, salí a caminar.

   Al llegar a lo de Tilito estaba Mauro, su hermano, la piel negra de grasa y sol, arreglando el motor de un auto en la vereda. Crecí viendo esa imagen desde mi casa y con esa imagen me fui a encontrar. "Hay cosas que nunca cambian", pensé. A pesar de la barba y los años, me reconoció y me invitó a pasar. Entré.

   No recordaba la última vez que había estado dentro de esa casa, pero habrán sido una o dos veces apenas en 20 años. Saludé al cumpleañero y a los invitados, gente nueva para mí; las caras viejas llegarían más tarde. Sacaron algunas fotos y se empezaron a servir los choripanes. No me recuperaba aún del litro de Old Smuggler que con Geropa, mano a mano, liquidamos la noche/mañana anterior, así que comí de compromiso.

   Llegaron Pinino, Markytos (el quinielero, el hijo del popular "Cucaracha") y Sheuen. Éste último sacó de su mochila de los Ramones, idéntica a la mía, pero más nueva, dos botellas de Estancia Mendoza. Hijo de puta, yo había llevado sólo una. Pero mejor así: tres botellas de Estancia Mendoza no eran mal negocio. Con su entusiasmo característico me saludó y Marky comentó que Tilito les había mandado un Whatsapp diciendo que "estaba Seba, pero no sabía qué Seba era, porque conocemos otro, y eras vos nomás". Y sí, Sheuen era el único que me conocía como Tapia. Para los demás era Seba, el de los jueguitos, el hijo del gordo de la gomería.

   Ocasionalmente me quedaba mirando por sobre el muro, hacia el cielo, a alguna estrella solitaria brillando a través de las nubes. Estaba en eso cuando cayó más gente al baile. Ojote, Gastón, Gustavo. Y Paul. El paso del tiempo lo dotó de una panza cervecera que se distinguía de su contextura más bien flaca que atlética, y de marcas en el rostro que por un momento me hicieron dudar de que en realidad fuera quien yo creía. Pero era Paul. Los ojos no mienten, y él era el único en todo el barrio con unos brillantes e inconfundibles ojos azules. No nos veíamos desde hacía al menos 7 años y ya llegó medio entonado, así que el abrazo (el primero) fue caluroso. Recordó cuando yo era "así de chiquitito", posando una mano apenas un poco más arriba que sus rodillas.
   - Pero vivía jugando a los jueguitos... más vale, si tenía en su casa. Apenas llegaba a los botones. Pero él no podía perder, eh. Sino se argelaba y golpeaba los botobes y "grrrrrr". - imitando a alguien que se enoja cuando la máquina no responde como uno quiere. A mí, cuando perdía estúpidamente y me enojaba y cagaba a piñas los botones y lloraba de bronca y mi viejo venía a cagarme a pedos por hacer escándalo. Y pensar que sólo eran 10 centavos...

   Entrada la madrugada y con mi celular ya sin batería, decidí irme.
   - ¿Qué hacés con esa mochila, vos? - me increpó Sheuen.
   - Y me voy, boludo. - respondí, tendiéndole mi mano.
   Agachó la cabeza en un ademán (exagerado, por cierto) de frustración/resignación y me saludó. Me dirigí a Markytos, que agregó que teníamos que organizar algo para juntarnos, nosotros del barrio que somos del palo, que somos pocos y nos conocemos mucho, "como un FestyPunky o algo así, aunque sin bandas". "Un FestyBarrio" pensé.
   Fui a despedirme del resto. Otro abrazo con Paul, tan o más efusivo que el primero. Un abrazo con Tilito.
   - Vení cuando quieras, Seba. Yo te aviso y caé nomás, total, sabés que este es tu barrio, loco. - dijo, manteniendo el apretón de manos. "Este es mi barrio", pensé.

   Al salir, no pude evitar ver frente a mí el baldío, ahora ocupado casi en su totalidad por galpones y una pensión. La canchita. Me ví jugando de 4 (en ese entonces mi estado físico me lo permitía), pegado al alambrado del fondo de la casa de Raimundo, a quien innumerables veces tuvimos que pedir que nos devolviera la pelota, que terminaba en su patio.

   Giré la vista hacia la izquierda, a la calle Las Dalias, y vi la casa de Balmaceda, con sus características paredes amarillas. Esa casa está exáctamente frente a la que fuera la mía, una cuadra más al este, por la calle paralela, y era lo primero que veía al salir a la calle, cuando no había galpones en la canchita. Vino a mi mente la mañana del 28 de noviembre del 2000. Me levanté más temprano que de costumbre, mis viejos tomando mate y escuchando la radio en el pasillo. Escuché gritos de júbilo y explosiones pirotécnicas. Miré a través de la puerta del frente, que estaba abierta, y en lo de Balmaceda estaba Jorge, uno de los hijos, el que siempre pegaba bombazos jugando a la pelota, siendo abrazado fuertemente por su novia. Boca le había ganado 2 a 1 al Real Madrid y se había consagrado como el mejor equipo de fútbol del mundo.

   Empecé a caminar. Al pasar frente a lo del gordo Blanco me forcé a seguir viendo el camino, a no buscar con la mirada a Chiquito, mi perro, mi eterno mejor amigo, compañero de alegrías, tristezas, peleas en la esquina. Hace 3 años lo vi por última vez, y hasta entonces habían pasado otros 2. No pude evitar llorar esa vuelta, cuando con alegría inusitada respondió a mi llamado, corriendo hacia mí al reconocerme enseguida, a pesar del tiempo y de su edad. Aproveché a tomarme la única foto que tengo con él (al menos, con él mirando a la cámara). Siempre oí decir que Chiquito y yo éramos parecidos, y esa foto lo confirma. El 21 de septiembre pasado habría cumplido 14 años. Hace tiempo no tengo noticias suyas, pero quiero creer que los cumplió, y que va a cumplir muchos más. Para mí, siempre va a estar vivo.

   Al llegar a la esquina de Río Chico y Las Gardenias (apenas recuerdo como lucía sin semáforo), antes de cruzar la avenida, me detuve, di media vuelta y miré hacia Las Gardenias al fondo,  en dirección al Molina Punta. No había un alma en la calle y pude reconocer varios lugares: en la primer cuadra, la heladería El Polo, la casa del gendarme, la casa de donde salía el perro que siempre me corría (y más de una vez llegó a morderme), el gimnasio de Gato y la panadería, donde hacían la galleta hojaldrada más rica que probé en mi vida. En la segunda cuadra, la casa de Antoñito y el kiosco de Coli, en la esquina. En la tercera, la carnicería de don Urbina, el kiosco de doña Vicenta (en paz descanse la dulce señora), la pizzería de don Genaro, la farmacia, la casa de Manu y la gomería de don Blanco, mi casa, con banderas rojas en el frente, en señal de devoción de mi viejo al Gauchito Gil. Imaginé, distante, el sonido del compresor de aire en funcionamiento. Si hubiera estado encendido sin duda se habría escuchado hasta donde yo estaba, a casi 3 cuadras de distancia, en el silencio de la madrugada del barrio Jardín.

   - Es lindo volver al barrio. - susurré, dejando escapar una sonrisa.

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